29 octubre 1982

Noche de esperanza

Pueblo, 29 de octubre de 1982

La noche del jueves fue, en Madrid, la noche de la esperanza. Las ventanas se abrieron y un soplo de aire fresco recorrió las calles, barriendo sombras y trayendo consigo ilusión y alegría desbordante. Madrid era bastante más que una fiesta. A medida que la radio y la televisión, los diarios, los altavoces o el panel de televisión de la plaza Mayor iban suministrando los últimos datos sobre el recuento de votos, la gente se echaba a la calle, silenciosa o exultante, individuos solitarios y bulliciosos grupos que se saludaban sin conocerse, se abrazaban, bailaban en la Puerta del Sol o la Gran Vía, hacían sonar las bocinas de sus automóviles y se gritaban unos a otros que ya era hora, que a ver, que por fin parece haber llegado el momento de que “esto” sea mejor, diferente.

En la plaza Mayor, donde el alcalde Tierno organizó para el evento todo un espectáculo, con actuación de grupos rockeros y un gigantesco panel de televisión, no cabía un alfiler. Pasotas de Malasaña, jóvenes duros de San Blas y Entrevías, universitarios que el jueves estrenaron su derecho al voto, proletarios con pegatinas sindicales, banderas —incluida la de España, la buena, la nueva—, pancartas, champán, juerga y, sobre todo, esperanza. Toneladas de esperanza en cada mirada, en cada gesto, en cada voz. Una belleza de apenas dieciocho años, con una rosa roja en la mano, una pareja que se besaba bajo el panel de televisión, niños sobre los hombros de sus padres que agitaban banderines, bocadillos, porros y una solidaria hermandad de gentes que reconocían en sus semejantes precisamente eso, semejantes. “Esto va a cambiar, esto va a cambiar”. Puños levantados —no demasiados, es cierto—, pero sin rencor ni revanchismo. Porque esa noche, en Madrid, el periodista que recorría las calles encontraba a su paso una multitud adulta, serena, feliz. Gente buena que se descubría a sí misma y a los demás, gente que, por una noche al menos, se sentía estrechamente unida al resto de la gente. Y sólo por presenciar eso ya merecía, quizá, la pena haber llegado hasta aquí.

Frente al hotel Luz Palacio, cuartel general de Alianza Popular, el tráfico había formado un embotellamiento impresionante. Toques de bocina, coches que taponaban el lateral de la Castellana, densos grupos de seguidores que afluían hacia allí. “Somos “la” oposición”... El ambiente era bastante distinto del de la plaza Mayor, Sol y el hotel Palace, sede socialista. En Castellana había abrigos de pieles, cuidada vestimenta, moderación en la alegría, aplausos y pocos gritos. Del barrio de Salamanca, a dos pasos de allí, llegaban vehículos con pegatinas de banderas españolas, llevando a guapas chicas cuidadosamente maquilladas y a jóvenes de pelo meticulosamente peinado. La oposición se puso elegante para celebrar el acontecimiento de ser la segunda fuerza política de la democracia española.

En Cedaceros y en el hotel Gran Versalles, militantes de UCD y del Partido Comunista, respectivamente, se miraban unos a otros sin terminar todavía de creérselo, rumiando la noche triste. Ucedeos con cara de funeral, algunos de los cuales todavía no acababan de comprender demasiado bien las razones —que en otros lugares de Madrid saltaban a la vista de forma rotunda y notoria— de su desastre. Jóvenes desmoralizados, veteranos militantes curtidos por muchos lustros de carné, hacían auténticos esfuerzos por no echarse a llorar como chiquillos...

Barrio de Salamanca. Zona “nacional” de tradición y afición. Calles desiertas, en cuyos muros levantaban todavía la barbilla con digno gesto patéticos salvadores de la Patria que acaban de encontrarse con la evidencia de que la Patria puede, sabe y quiere salvarse sin su concurso. Cafeterías y “pubs” desde los que a diario se han venido trazando y gritando en voz alta odios y revanchas permanecían ayer vacíos, silenciosos, con algunos parroquianos habituales que bebían en silencio, soñando con amaneceres redentores y Dios quiera que lejanos.

El resto, Madrid era la noche del jueves 26 mucho Madrid. Desde la esperanza viva y palpable de los barrios humildes hasta el hermoso clamor de fraternidad que vibraba en el centro de la ciudad. A un lado y otro de la calle, esperando que el semáforo del paso de peatones se volviese verde, densos grupos de hombres y mujeres se saludaban de acera a acera con los brazos levantados, no para insultar, sino para saludar con sonrisas y amistad... Una vendedora de tabaco con una pegatina sobre cada cajetilla, una furcia buscando clientes en la esquina de Montera: “Esta noche, por ser hoy, el que sea guapo se lo hago gratis”. Un oso y un madroño regados de champán, un niño de la mano de su padre que miraba el mundo con ojos muy abiertos y al que un desconocido, acercándose y dándole un beso, le dijo: “Qué suerte tienes, chaval, yo nunca tuve de niño una noche como ésta”... Un viandante absolutamente bebido con una pegatina, “Empieza el cambio”, dándole la murga a un municipal enorme y benévolo:

—Hemos ganado, señor guardia.

—Sí, hombre, sí.

—Hemos ganado, señor guardia.

—Que sí, hombre, que sí. Váyase a dormir.

—Hemos ganado, señor guardia. ¡Viva Felipe!

—Que sí, hombre, que viva.

Y flores. Y vino. Y canciones. ¿Quién sería capaz de defraudar a toda esta gente, cazadoras de cuero, canutos humeantes y latas de cerveza?... “Tronco, nosotros pasamos de milongas políticas ¿sabes? Pero un día es un día, oyes. Por esta vez hemos votado, porque a esto había que darle marcha. Pero que no sirva de precedente...”. Una pareja que se pasea estrechamente abrazada entre la multitud, como ajena a todo, y de pronto él se para, la mira a los ojos —ella es bajita, morena y tierna— y le dice: “Esta es una buena noche para tener un hijo”.

Junto al edificio de la Dirección General de Seguridad, fuerzas de reserva de la Policía Nacional contemplaban el espectáculo con los brazos cruzados, sin casco y sin armas, porque, por Dios que sí, esa noche no había en Madrid necesidad de usarlas absolutamente para nada. Como debe ser. Como debe continuar siendo en este país tan puñetero a veces, pero que la noche del jueves 28, volcado en la calle y confiando en el mañana por primera vez en muchos años, no había nadie que no fuese capaz de jurar que parecía, maldita sea, el país más hermoso del mundo.

http://www.icorso.com/hemeroteca/PUEBLO/PDF/NOCHE%20DE%20ESPERANZA.pdf

07 octubre 1982

Mientras peleábamos, Argentina hablaba de fútbol

Pueblo, 7 de octubre de 1982

[En Argentina el tema es tabú. Nadie quiere hablar de lo ocurrido en las Malvinas, y las autoridades evitan cuidadosamente que los jóvenes soldados que allí estuvieron narren públicamente el horror que les tocó vivir. Arturo Pérez-Reverte, que durante dos meses cubrió el conflicto del Atlántico Sur, ha regresado a Argentina en busca de esos testimonios que proporcionan buena parte de las claves de la derrota y que hoy ofrecemos a nuestros lectores en rigurosa exclusiva.]

Calle Florida, en pleno centro de Buenos Aires. En la esquina con Lavalle, dos jóvenes se abalanzan sobre un transeúnte y, sin mediar palabra, la emprenden con él a golpes y puntapiés, ante la atónita mirada de los numerosos viandantes que a esa hora pasean por la principal arteria comercial bonaerense. Gritos, policías que llegan a la carrera... Los dos jóvenes agresores son detenidos y se les conduce a un coche celular aparcado en las inmediaciones. Momentos antes de ser introducido en el interior, uno de ellos se vuelve hacia los curiosos y señala al agredido, al que la gente ayuda en ese momento a levantarse del suelo:

“Ese hijo de puta era nuestro teniente cuando estábamos en las Malvinas —grita—. Se quedaba con nuestra comida y se portó siempre como un cerdo. Habíamos jurado pegarle un tiro cuando empezase el combate, pero se largó con los primeros tiros, dejándonos solos en la posición...”.

Y la Policía tiene que intervenir de nuevo, esta vez para impedir que los indignados transeúntes linchen al teniente. La escena no me la ha contado nadie, sino que tuve ocasión de presenciarla hace sólo un par de semanas, en la capital argentina, precisamente cuando acudía a una cita con varios chicos de los que combatieron en Puerto Argentino durante la guerra de las Malvinas. En un país sumido en el caos por la crisis económica y los inhábiles titubeos políticos del Gobierno militar que lo rige, la inútil guerra del Atlántico Sur, con la derrota que trajo consigo, sigue siendo hoy, casi tres meses después del fin de las hostilidades, una herida abierta, una llaga en carne viva que resulta imposible cerrar.

Tienen dieciocho o diecinueve años y se pasean por la vida con el aire ausente, la mirada fija, perdida, como si ante sus ojos desfilasen todavía las imágenes de horror que la estupidez y la incompetencia de sus dirigentes les obligaron a vivir. Desde que, tras ser hechos prisioneros por los ingleses y devueltos a su patria, fueron desmovilizados, las autoridades militares han procurado hacer caer sobre ellos una cortina de silencio. Parece que a nadie le interesa que lo que ocurrió “allá abajo”, en las heladas tierras australes, bajo el diluvio de fuego y metralla británica, se remueva demasiado. Nadie quiere ahora hablar de las Malvinas en Argentina, y muchos menos dejar oír la voz de estos chicos que, en sus cansados ojos de niños que han madurado demasiado rápida y trágicamente, llevan una muda y dolorosa acusación contra quienes les enviaron al matadero mal equipados y peor entrenados, carne de cañón, que dejó en el archipiélago maldito, salud, juventud, amigos, un brazo o una pierna o su propia vida. Casi nadie quiere oír hoy en Argentina a los chicos de la guerra. Quizá porque su relato es demasiado atroz.

Marcelo tiene dieciocho años, y llegó a Malvinas con sus compañeros de la quinta del 63, con sólo tres meses de entrenamiento militar. Es, junto a otro, el único superviviente de un grupo de doce soldados que defendían una posición de ametralladoras MAG, en las afueras de Puerto Argentino. Su compañero no puede hablar ni conmigo ni con nadie, pues se encuentra todavía en la sala psiquiátrica de un hospital militar, gritando: “¡Los gurjas! ¡Son los gurjas!”, y escondiéndose bajo las sábanas en cuanto alguien se acerca a su cama.

“Estábamos durmiendo en las trincheras cuando empezó el ataque. Los ingleses venían gritando, sin protegerse casi, subiendo por la ladera. Habían puesto delante a los gurjas, que avanzaban drogados, escuchando música con los auriculares de sus Sony Walkman, riéndose y disparando. Les estuvimos tirando con todo lo que teníamos, pero les daba igual. Se metieron en un campo de minas y saltaban por el aire, pero seguían subiendo. Nuestro sargento nos había dicho que aguantásemos allí mientras hubiera munición, que él nos daría la señal de repliegue. Pero los ingleses nos machacaron con morteros y después los gurjas llegaron hasta nosotros. Algunos chicos que estaban un poco más abajo tiraban las armas y se rendían, pero los gurjas los degollaban con sus cuchillos. Desde arriba les oíamos gritar. El sargento no aparecía por ninguna parte, así que cuando nos quedamos sin munición echamos a correr. Sólo Silvio y yo llegamos a Puerto Argentino… Las calles estaban llenas de chicos que tiraban el equipo y se sentaban en el suelo a llorar: nos habían pasado por arriba por todas partes. Allí encontramos al sargento R. Se había retirado al comienzo del combate sin avisarnos. Ahora lamento no haberle matado en cuanto le vi, pero entonces estaba tan cansado y aterrado que no hice más que llorar y llorar.”

Guillermo es de la quinta del 62. Estuvo trabajando en el acondicionamiento del aeródromo de Puerto Argentino y luego fue trasladado al frente, en las cercanías de Monte Tumbledown.

“Cuando ya era prisionero, a bordo del Canberra, un inglés me preguntó que cuánto entrenamiento tenía yo antes de ir a la guerra. Cuando le dije que un año y que yo era de los veteranos, el tipo no se lo podía creer... ¿Sabes? Durante la batalla un suboficial me entregó granadas de fusil y cuando le dije que no sabía cómo usarlas, se limitó a responder: “Bueno, flaco. En cuanto tengas a los ingleses enfrente, ya verás cómo aprendes rápido”. Tuvo que ser otro compañero, un soldado, el que me enseñara cómo utilizarlas. Cuando llegaron los ingleses estuve tirándolas todas hasta que se terminaron: después usé mi fusil, un FAL que recuperaba mal y sólo disparaba tiro a tiro. Cuando se me acabó la munición me quedé allí, sin saber qué hacer, escondido en un agujero. Entonces llegaron los ingleses y me rendí”.

Héctor tiene dieciocho años, quinta del 63. Antes de la batalla fue “estaqueado” por robar comida. El estaqueo es un castigo que fue profusamente aplicado en las Malvinas; al soldado se le ataba a las estacas que sujetan las tiendas, en el suelo, y se le dejaba allí a la intemperie, bajo el espantoso frío, durante varias horas. Algunos de los soldados que sufrieron este castigo fueron víctimas de congelación en diverso grado. A otros se les despojaba de botas y calcetines y se les obligaba a permanecer con los pies dentro del agua helada.

“Nuestra posición estaba bastante lejos de Puerto Argentino. Al principio llegaba comida todos los días, después se fue haciendo más escasa, y finalmente no llegaba nada. Así que otros chicos y yo hacíamos “equipos de recuperación” y bajábamos a los almacenes de Puerto Argentino a robar algo de comida. A mí me agarró la Policía Militar, y un capitán mandó que me estaquearan. Estuve seis horas, hasta que otro capitán me vio y me soltó, tras una violenta discusión con el que me castigó. Cuando me soltaron yo estaba muy mal, no sentía ni los pies ni las manos. Estuvieron a punto de cortarme los dedos de los pies, como le ocurrió a otro chico de Compañía… ¿Qué por qué no nos llegaba la comida? No lo sé. Mala organización, supongo. En mi sección, el teniente mandó hacer un depósito con raciones que nos prohibió tocar para usar sólo cuando empezara el combate. Nadie tocó esas raciones excepto él, que cada día agarraba lo que necesitaba para su comida y la de los otros oficiales. Ante esa situación no había más remedio que ir por ahí a buscar algo. Lo que más bronca me da es que después, una vez rendidos a los ingleses, en Puerto Argentino descubrimos casas llenas de comida y prendas de abrigo hasta el techo. Comida y ropas que nadie nos entregó. Estuvimos pasando hambre y frío con todo aquello a pocos kilómetros de nosotros. En cualquier país decente, a los responsables de aquello les habrían fusilado.”

No todos hablan mal de sus oficiales. Por ejemplo, Marcelo reconoce que, aunque le hubiera gustado pegarle un tiro a su sargento, “el capitán era un tipo bárbaro, estupendo. Hacía lo que podía. Se ocupaba de nosotros y pasaba noches enteras en nuestras posiciones, enseñándonos todo cuanto sabía. Lo que ocurre es que la desorganización era mucha, y cuando los ingleses nos pasaron por arriba quedó desbordado. Le faltaban medios”... Los soldaditos reconocen que muchos de los mandos dieron muestras de bravura y heroísmo, como un teniente, jefe de sección, que estaba herido y se quedó disparando una MAG para proteger al repliegue de sus hombres hasta que le mataron. Todos coinciden en que las tropas que mejor pelearon en la batalla terrestre fueron las pertenecientes al V Batallón de Infantería de Marina, que aguantaron el diluvio de metralla firmes en sus posiciones de Monte Williams y la orden de repliegue les llegó cuando se preparaban a lanzar un desesperado contraataque. “Lo que ocurrió —cuenta Raúl, el único miembro de ese batallón al que pude entrevistar— fue que las otras tropas que estaban a los flancos, del Ejército de Tierra, se vinieron abajo. Esos soldaditos hicieron lo que podían, pero tenían menos preparación militar que nosotros y estaban mucho peor mandados.”

Raúl reconoce que los efectivos de Infantería de Marina estaban bien provistos de ropa, alimentos y munición, pero que el equipo de la mayor parte de los soldados destacados en Malvinas dejaba mucho que desear. “Y ya se sabe —comenta encogiéndose de hombros— que si a unos chicos muertos de hambre y de frío, mal armados, les tiras encima todo lo que les tiraron los ingleses, y, además, resulta que esos chicos tienen tres meses de entrenamiento y nadie les enseñó a sobrevivir en la guerra, y además sus mandos son incapaces o están desbordados… Pues eso, es muy poco lo que se puede hacer. ¿Los jefes y oficiales? Bueno, si hemos de ser sinceros, yo diría que, en general, un 70 por 100 estuvieron bien, hicieron lo que pudieron, procuraron mantener la moral de la tropa y pelearon duro. El resto, el otro treinta por ciento... de esos es mejor no hablar”.

Héctor se queja de la pasividad con la que el Mando fue dejando acercarse a los ingleses hasta Puerto Argentino, después del desembarco en San Carlos. “Sabían que los ingleses venían y no hicieron nada por frenarles hasta que les tuvimos encima. Les dejaron pasearse tranquilamente por toda la isla, pensando que les detendrían nuestras defensas en torno a la ciudad. ¡Ja! Una noche llegaron, nos aplastaron y ganaron, eso fue todo. En mi posición, por ejemplo, una de las más avanzadas, no sabíamos que estaban tan cerca hasta que les escuchamos gritar mientras subían al asalto. Y en aquel maremágnum, nadie nos dijo si teníamos que aguantar, contraatacar o replegarnos. Nos dejaron allí tirados, con los ingleses encima, sin acordarse de nosotros. Mi sargento, un tipo bárbaro, organizó la cosa como pudo y estuvimos tirándoles a los ingleses durante un par de horas. Matamos a muchos, pero cuando empezaron a darnos con la artillería, la cosa se nos puso muy mal. El teniente nadie sabía dónde estaba y el sargento dijo: “Bueno, hijos, ya hemos cumplido. Vámonos de aquí.” Echamos a correr todos hacia Puerto Argentino, muy preocupados por si alguien consideraba que habíamos desertado frente al enemigo... Y cuando llegamos nos enteramos de que éramos los últimos de nuestro sector que se habían retirado. Todos los que estaban detrás se habían largado mucho antes que nosotros. El sargento se presentó después voluntario para una compañía que se organizaba para lanzar un contraataque, pero todos volvieron al poco rato. Los ingleses ya estaban encima de nosotros. Al sargento le habían matado”.

Jaime, de padre y madre españoles, es el único de los cinco chicos que entrevisté que no habló mal de nadie. Tirador de élite en el Monte Longdon, durante el combate, sirvió sucesivamente en una ametralladora MAG, como camillero y finalmente como sirviente de una pieza de artillería. “Estuvimos tirando —cuenta— mientras la pieza funcionó. Los ingleses tenían unos aparatos que les permitían localizar nuestros cañones, y los fueron destruyendo uno por uno, matando a muchos chicos. Yo estaba con cinco más y un subteniente, y llovía metralla por todos lados. El subteniente no paraba de blasfemar mientras cargábamos y disparábamos. A cada tiro inglés nos bajaban uno de los cañones nuestros. Yo pensaba: “El próximo, el nuestro. El próximo, el nuestro”. Pero las municiones se terminaron antes y no podíamos ir a por más porque los ingleses ya estaban a cincuenta metros. El subteniente nos hizo armar las bayonetas —era un tipo estupendo, ¿sabes?— mientras él inutilizaba el cañón. Después nos pusimos a joder todo lo que podía servirles a los ingleses, hasta que los chicos que teníamos delante pasaron por nuestro lado, corriendo. Entonces tiramos contra los ingleses que llegaban, matamos a los primeros y nos retiramos ordenadamente. Me da igual que ahora se diga lo que se diga. En mi grupo peleamos bien”.

Hay algo en lo que todos ellos coinciden, y lo hacen con una dolorosa amargura. Mientras estaban allá abajo, mientras esperaban la acometida inglesa, tenían la impresión de que en su propio país, Argentina, la gente consideraba el asunto de las Malvinas como algo lejano, que no afectaba muy directamente. Quizá sea Guillermo quien mejor define esa sensación:

“Mira. Lo que más bronca deba era poner la radio buscando información sobre lo que estaba pasando y encontrarse con que en Argentina la gente se preocupaba más del Mundial de fútbol que de nosotros. El ochenta por ciento de los boletines de radio hablaban de Maradona, de que si en tal partido había vencido el equipo cual... Y nosotros allá abajo, helados de frío y pasando hambre, sin saber si íbamos a vivir o no, nos mirábamos sin dar crédito a lo que oíamos. “Estamos en la guerra —nos decíamos— y esos hijos de puta hablan de fútbol”. Aquello fue duro, ¿sabes? Nos minaba mucho la moral. Estábamos peleando y muriendo por un país cuya máxima aspiración era quedar campeón en el Mundial. Te juro que si aquello no hubiera sido una isla, las deserciones se habrían contado por millares... Yo hubiera agarrado por el cuello a todos aquellos locutores de radio y televisión que tanto hablaban de luchar hasta el último hombre, hubiera agarrado por el cuello a todo el Gobierno, a los generales y toda esa gente que aplaudía en plaza de mayo, cuando Galtieri decía que Argentina estaba dispuesta a tener cuarenta mil muertos por defender las Malvinas, y me los habría llevado conmigo a mi agujero helado, con la mierda hasta las cejas y bajo las bombas inglesas, con los gurjas encima degollándolos como a nosotros, a ver si entonces seguían tan entusiasmados con el asunto. La frase “resistir hasta el último hombre” queda muy bonita dicha en Buenos Aires, pero cuando el último hombre eres tú mismo, la cosa cambia”.

Y una última reflexión, triste reflexión:

“¿Sabes? Nosotros pensábamos que, después de lo que habíamos hecho allá abajo, al regresar a la patria las cosas iban a cambiar. Creíamos que los milicos, que tanto sacrificio nos habían pedido a cambio de todo eso nos darían pelota, qué sé yo, que procurarían hacer un país mejor para todos nosotros. Cuando se es lo bastante adulto para morir peleando, también se es para asumir responsabilidades políticas y ciudadanas. Pienso que todos los chicos que estuvimos allá, en Malvinas, los vivos y los que murieron, merecemos al menos respeto y esfuerzo por parte de nuestros gobernantes; que cumplan todas las promesas de democratización que hicieron cuando tanto nos necesitaban para que fuésemos a luchar. Sin embargo, no ha cambiado nada. Nadie quiere acordarse de aquello, nadie quiere acordarse de que nosotros no sufrimos allá abajo para que las cosas sigan igual, sino para que la vida en Argentina sea mejor. ¿Te cuento una cosa? Cuando regresé a mi patria después de la guerra, tras haber pasado cuanto pasé, mi madre me estaba esperando. Se echó a llorar, me abrazó y después, como yo estaba en mangas de camisa, me dijo: “Willy, ponte un pullover, porque te vas a resfriar”. Y en ese momento yo me di cuenta: pensé que para los que se quedaron aquí todo seguía igual que antes, éramos niños pequeños, no había cambiado nada”.

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