29 enero 1983

Uno se siente aquí como en Fort Apache

Pueblo, 29 de enero de 1983

Una casa cuartel con 16 guardias y sus familias en el País Vasco.

“A veces estoy de humor para encontrarle un lado gracioso a todo esto, y me acuerdo de una película que vi una vez. Era un fuerte de la caballería norteamericana, en territorio indio. Los soldados vivían allí dentro completamente aislados, sin ningún contacto con el exterior, aguantando ataques de los indios, cercados y tensos, sobre las armas. ¿Sabe a qué película me refiero? Creo que salía John Wayne. Se llamaba 'Fort Apache'... Bueno, pues, a veces, uno se siente aquí como en Fort Apache.

El sargento F. se pasa el dedo índice por las guías del poblado mostacho y sonríe. Al otro lado de la ventana de cristales empañados, donde golpea la lluvia, el cielo y los campos tienen el color de la ceniza. En este húmedo atardecer de enero, la pequeña casa cuartel de la Guardia Civil de B. es una mancha blanca y verde en el paisaje gris de Vizcaya.

Cuatro o cinco críos están sentados junto a una estufa de butano, en torno a una mesa de camilla. Tienen los libros de texto entre los codos y escuchan con aire concentrado las explicaciones que les da el cabo S., que hace las veces de maestro para los ocho niños que viven en la casa-cuartel. En la escuela de B. no hay sitio para los hijos de los guardias civiles.

—Los chiquillos son los que más sufren. Si van al colegio, en cuanto allí se enteran los otros de que son hijos de guardias civiles, les hacen faena tras faena. Te vienen llorando, contando que les han llamado “chakurras” (perros) y que les hacen la vida imposible. “Tu padre es un tal y un cual”, les dicen. O les pegan una paliza los propios compañeros. También hay algún maestro que se las trae. Así que no hay otro remedio que tenerlos aquí. A veces, cuando en un puesto, o en una ciudad o pueblo grande, hay muchos críos, entonces es posible buscarles profesores que les den clase a todos juntos. Pero en sitios pequeños, como éste, donde sólo hay cuatro o cinco, y no de las mismas edades, tenemos que apañárnoslas como podemos. En B. tenemos la suerte de contar con el cabo S., que siempre que tiene un rato libre se ocupa de ellos. Otras veces nos turnamos los que podemos, y las madres también se encargan. Así, a trancas y barrancas, entre todos, los vamos sacando adelante.

En B. hay un sargento y quince guardias, de los que ocho están casados y siete de ellos viven aquí con las familias. La casa cuartel es un edificio viejo, sin calefacción, de poco más de un centenar de metros cuadrados. Hoy es un día más de rutina, una jornada técnica en la vida de “Fort Apache”, como lo llama el sargento F., con su cerrado acento extremeño. Varios de los guardias se encuentran en el campo, de servicio, rastreando unas mugas y bordas próximas. Las esposas de los que han salido están sentadas juntas frente al televisor, acompañadas por las otras mujeres y algunos de los guardias, que se quedarán con ellas hasta que regresen sus hombres. De vez en cuando, una de ellas deja la labor sobre el regazo y, ajena a la conversación, sorda y ciega ante las imágenes y las voces que brotan del viejo televisor en blanco y negro, mira furtivamente a través de la ventana hacia la lluvia, que, en este momento, en alguna parte no lejos de aquí, empapa a su hombre, que camina sobre el barro, con el capote hasta las orejas y el agua chorreándole sobre el brillante charol del tricornio.

—Aquí, como ve, nuestra fuerza es el compañerismo. Los guardias que no están de servicio se reúnen con las mujeres de los que están fuera, les hacen compañía, procuran distraerlas y aliviar su temor y su incertidumbre. Y es que si los niños lo pasan mal, las mujeres figúrese. ¿Sabe usted lo que es ir a la compra ahí abajo, al pueblo, y llegar por ejemplo a la carnicería y ver que a todas las demás mujeres las atienden antes que a una? Les dan lo peor, les hablan en euskera para que no entiendan nada, las insultan… A veces, cuando uno está aquí y las ve llegar, sofocadas y a lágrima viva, negándose a contarnos lo que les ha pasado para que no nos enfurezcamos o apenemos, a uno se le pone una congoja muy grande aquí dentro, oiga, y en ese momento sería capaz de hacer una barbaridad. Claro que, en seguida, uno se resigna. ¿Qué le vamos a hacer? Así son las cosas. Y quiero que anote algo, señor periodista. Yo y todos los guardias de este puesto, como el resto de los compañeros que estamos en el País Vasco, estamos orgullosos de nuestras mujeres. Cuando andamos muy jodidos y las vemos a ellas apretar los dientes y aguantar, eso nos da unos ánimos y una moral que no se puede imaginar. Estas mujeres tienen casta, se lo dice a usted el sargento F.

En la garita de la puerta, charol y capote verde, un guardia observa la carretera con el subfusil en posición de tiro. Ocho horas diarias de servicio para cada uno de los dieciséis hombres, más los trabajos de seguridad reforzada del cuartel. En otros puntos de España menos conflictivos hay un guardia de vigilancia durante la jornada. Aquí hay que patrullar, vigilar en diversos lugares de la casa-cuartel durante el día y la noche, hacer servicios exteriores. Las ocho horas se convierten a menudo en diez, en quince, a veces en veinticuatro. Y el tiempo libre, cuando lo hay, transcurre entre los cuatro muros de “Fort Apache”.

—Cada día nos juntamos casi todas las familias en un solo pabellón, de forma casi rotatoria, y la señora de la casa invita a los demás. El problema es el espacio. Ya ve usted que, en este puesto, cada vivienda tiene sólo dos o tres habitaciones. Algunas casas-cuartel ni siquiera tienen baño individual, sino que todas las familias, o parte de ellas, deben utilizar uno común. No suele haber calefacción en las casas-cuartel viejas como la nuestra, y cada familia se compra una estufa de butano o un radiador para pasar el invierno. Los gastos corren a cuenta de cada uno, a excepción de los comunitarios, como luz de escalera, agua y demás, que se pagan entre todos.

En “Fort Apache” salir al pueblo a divertirse es inimaginable. La televisión constituye la única distracción, a menudo el único nexo de unión con el resto del país. A veces, cuando ya no pueden más, los guardias cogen a sus esposas y se van en coche a algún lugar lejos de aquí, a un pueblo o ciudad en los que nadie los conozca, nadie los señale con el dedo, para poder ir al cine o tomarse unas cervezas o un café.

—Los vascos nos huyen como si tuviéramos la peste. No quieren saber absolutamente nada de nosotros, y en cuanto nos conocen nos desprecian e insultan. Incluso quienes nos ven con buenos ojos no se atreven a dirigirnos la palabra, por miedo. Aquí al que habla con un guardia lo consideran ya un delator o algo por el estilo, y arriesga la piel. A algunos han matado ya. Todavía, en muy raras ocasiones, hay alguna casa de campo en la que, cuando llegas de servicio, te atienden, te ofrecen un vaso de leche, un café... Pero es raro. En la mayor parte están recelosos, hostiles. Antes no era así. Llegabas a un caserío y te trataban de maravilla, eran muy amables, pero esa hospitalidad tan tradicional en los vascos se ha extinguido. Ahora todos tienen miedo. Todo eso nos crea un ambiente de vivir constantemente en autodefensa, un ambiente de cerco. Es duro no poder responder a las agresiones, a los insultos. Aquí te sientes como si no tuvieras otra cosa en el mundo que a los compañeros, la mujer y los críos. Es muy duro, de verdad. Pero no hay más remedio que apretar los dientes y tirar “p’adelante”.

Una mesa y una botella de vino. Un parchís y cuatro rostros curtidos por la intemperie que se inclinan moviendo las fichas con absoluta concentración, como si estuviesen haciendo lo más importante del mundo. Es curiosa la importancia que en este lugar se da a detalles que en otros lugares pueden parecer monótonos o banales. En la casa-cuartel de B. jugar una partida de parchís o de dominó se convierte en todo un rito que se saborea lentamente, disfrutando al máximo de todas las posibilidades que ofrece la situación, convirtiéndola en algo importante.

—Sí, señor. Aquí echar un cigarro con los compañeros o charlando con la mujer, jugar una partida, ver una película en la tele, son cosas que cuando se hacen se procura disfrutar al máximo. No son muchas las distracciones que tenemos; por eso hay que sacarles todo el jugo, saborearlas a fondo, ¿me entiende? Quienes están en otros lugares, ustedes que llevan una vida normal, que pueden salir a la calle cuando lo desean, ir al cine o a un restaurante, que pueden pasear sin estar volviendo constantemente la cabeza esperando de un momento a otro ver llegar al que te va a pegar un tiro, no saben lo que tienen. De verdad que no lo saben.

Dos guardias jóvenes, vestidos con ropas de paisano, se disponen a marcharse en un viejo Seat 1430. Están libres de servicio y van a darse una vuelta, a tomar unas cervezas. Bajo los chaquetones llevan las pistolas con una bala en la recámara listas para disparar.

—Mire usted. Hay que salir de vez en cuando, obligarse a sí mismo a hacer ciertas cosas, porque si no, puede terminar uno mal de la cabeza, viendo asesinos por todas partes. Los jóvenes, como esos dos, solteros, salen más que nosotros los casados. Es normal, porque ellos se aburren mucho aquí dentro. En las ciudades grandes es más fácil salir y camuflarse entre la gente, yendo a donde nadie lo conoce a uno. En sitios pequeños, como éste, lo mejor es irse a otros pueblos, donde tu cara no le suene a nadie. No ya sólo por el riesgo que puedan correr los guardias, sino porque vas a menudo a un mismo sitio, a un restaurante o a un bar en el que el dueño no te demuestra hostilidad y terminas por comprometerle. En otros sitios, donde los puestos son pequeños y no caben todos, los solteros lo pasan mal, porque tienen que buscar pisos de alquiler, y nadie quiere alquilarle nada a un guardia civil o a un policía nacional. Así que cuando encuentran una casa se meten dentro cuatro o cinco, se preparan ellos las comidas y viven así, ayudándose los unos a los otros. ¿Novias vascas? Bueno, a veces. Pero las chicas que salen con guardias solteros corren riesgos, desde luego. Los vecinos las miran mal, y ha habido incidentes, muchos. No es que las chicas tengan nada, por lo general, contra uno por ser guardia, pero allí en donde las conocen se andan con mucho ojo. En las grandes ciudades es diferente. Vas a una discoteca, nadie te conoce, nadie pregunta nada. Y si se enteran de que eres guardia civil, a menudo les da igual. Pero en sitios como B. la cosa es distinta. No bailan contigo ni amarradas. Sin embargo, eso no es obstáculo para que muchos de nuestros chicos se echen novia en el País Vasco e incluso se casen.

En la pared un viejo reloj desgrana los minutos con monotonía. La lluvia sigue golpeando en la ventana, y el centinela sigue inmóvil en la puerta, observando el camino. Junto a la estufa de butano, los niños recitan los nombres de los cabos y golfos de Europa, corregidos de vez en cuando por la voz paciente del cabo S. Frente al televisor, las mujeres de los que están fuera miran la pantalla sin prestar atención a las imágenes, atentas a los pasos que señale el regreso de sus hombres. Es un día como cualquier otro, como lo fue ayer, como lo será mañana. El sargento F. moja los bigotes en el vaso de vino y guiña un ojo.

—Se lo digo yo, señor periodista. Como en aquello de John Wayne, pero con más moral que el Alcoyano.

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