28 marzo 1983

Así se desactivan las bombas

Pueblo, 28 de marzo de 1983

[Con motivo del reportaje que ‘Pueblo’ realizó en el País Vasco, publicamos esta fotografía de Miguel Garrote, en la que nuestro enviado especial, protegido por un equipo Tedax, soportaba la explosión de una bomba de ETA a un metro de distancia.]

No hay dos bombas iguales. Cada una tiene personalidad propia, según el carácter, el ingenio y la preparación técnica del hombre que la construye. Las hay tan elementalmente simples que hasta un niño podría desactivarlas, y tan complejas que incluso los más destacados expertos, tras echarles un vistazo, prefieren hacerlas detonar a distancia en lugar de librar el peligroso duelo hombre-bomba con escasas probabilidades de supervivencia.

Las bombas son tan diversas como el ingenio humano, dotadas a menudo con una serie de trampas destinadas precisamente a matar al hombre que intenta desactivarlas: contactos especiales, hilos casi invisibles, cuya tracción desata el estallido, circuitos que la hacen explotar al ser cortados, electroimanes que, al ser privados de corriente, hacen bajar una placa metálica que produce el letal contacto… Normalmente, el experto en desactivar explosivos, voluntario que realiza ese peligroso trabajo por un extraño impulso de curiosidad, vocación y amor al riesgo, prefiere desactivar antes que recurrir al fácil recurso de hacer estallar a distancia el artefacto. Es así como se aprende, me decía hace pocas semanas, en Bilbao, uno de los Tedax de la Policía Nacional, compañero de los dos hombres que en el País Vasco acaban de ser víctimas de una bomba de ETA.

Los Tedax del País Vasco cuentan con un moderno equipo para desactivar artefactos: trajes especiales, robots dotados con cámaras de televisión. Sin embargo, lo habitual es que sus propias manos sean las herramientas a las que se recurre con mayor frecuencia. La explicación es simple. A veces como fue el caso de la reciente tragedia, la bomba está colocada en un lugar cuya explosión a distancia produciría, sin embargo, graves daños materiales en las proximidades, e incluso, por la premura del tiempo, la pérdida de vidas. Además, cuando el artefacto se encuentra en zonas urbanas, como una calle estrecha, un pasillo o un lugar de difícil acceso, la utilización del robot u otros medios voluminosos o que hacen difícil la maniobra entorpece considerablemente el uso de estos recursos precautorios. “Gato con guantes no caza ratones” es otra de las frases favoritas de los Tedax de la Policía Nacional. Por eso, lo frecuente en el tenso duelo hombre-bomba es que éste se desarrolle de tú a tú, contando el desactivador, como mucho, con la ayuda de unos alicates, su buen pulso, su paciencia y su ingenio.

No es habitual que las bombas de ETA sean complicadas. La organización terrorista las fabrica simples, consistiendo a menudo en un simple circuito electromecánico, una pila de alimentación, un detonador y la carga explosiva. No es frecuente que haya trampas suplementarias, ni siquiera que el diseño del artefacto sea complicado. La razón es muy sencilla: el que fabrica una bomba corre durante la operación un peligro directamente proporcional a la complejidad de ésta, y un error cualquiera durante el proceso, incluso durante el transporte o la colocación posteriores, puede suponer un estallido prematuro y mortal.

Sin embargo, para el desactivador que se enfrenta a la tarea de convertir la bomba en un objeto inerte e inofensivo, aparte del factor de riesgo implícito en la operación, existe un peligro inmediato y latente, cuyo cálculo resulta imposible de establecer. El terrorista sabe, aproximadamente, cuándo va a estallar el artefacto, ya que él mismo, al activarlo, ha establecido la hora de la explosión. Sin embargo, el Tedax que se acerca al paquete donde está la bomba, ignora cuánto tiempo le queda para desactivarla antes de que ésta haga explosión. El plazo hasta el estallido puede ser de horas, de minutos, o acaso de segundos. Es ahí donde tiene lugar la estremecedora carrera contra el tiempo que, a veces, como en el reciente suceso de San Sebastián, se salda con la victoria de la bomba.

Cuando se produce la alarma, el equipo Tedax entra en alerta inmediata. Normalmente, se actúa por parejas, siendo un policía nacional el encargado de desactivar, mientras su compañero realiza las tareas de apoyo. Tras un primer reconocimiento visual del artefacto, el Tedax que va a operar, equipado con escudo y casco especiales, a los que se añade una pequeña coraza protectora, se aproxima al paquete sospechoso, llevando en la mano un maletín con herramientas simples, como alicates, destornilladores, cinta aislante y un bisturí. Tras palpar el paquete, el Tedax efectúa un corte con el bisturí en el envoltorio, que le permita ver lo que hay en el interior. Es así como quedan a su vista los circuitos, el reloj, la carga explosiva, las pilas eléctricas que la alimentan…. Después, con infinita paciencia, el desactivador comprueba si existen trampas suplementarias. Una vez comprobado que no es así, o desmontadas las existentes, se aplica a la tarea de estudiar detenidamente el sistema, comparándolo mentalmente con otros, en los que ha trabajado en experiencias anteriores. A veces, cuando surge una duda, el Tedax se retira a consultarla con su compañero, que se mantiene a pocos metros, dispuesto a aconsejarle o a poner a su alcance nuevos medios técnicos que puedan ser precisos.

Establecido el modelo de artefacto, comprobada la ausencia de trampas, el Tedax utiliza los alicates y sus manos para aislar la carga explosiva del circuito, procurando evitar que restos de la carga adheridos al cebo puedan hacer explosión. Aislada la carga, cortados los cables, la bomba se convierte en un conjunto inofensivo.

Cuando una bomba estalla en plena desactivación, sólo puede ser por tres motivos: el Tedax ha cometido un error, hay una trampa suplementaria o el reloj que activa la bomba ha llegado a la hora establecida para la explosión, antes de que finalice la operación. El primer caso no suele ser frecuente, ya que la larga experiencia de los Tedax que actúan en el País Vasco, su preparación técnica y características psicológicas han sido previamente probadas hasta la saciedad antes de aceptar su oferta voluntaria para este tipo de trabajo. La segunda posibilidad, la de la trampa, puede ser habitualmente descartada, ya que, o bien ETA suele colocar artefactos simples, o bien la preparación del Tedax le permite detectar la existencia del engaño. Lo habitual, cuando se produce una tragedia como la de San Sebastián, es que el tiempo fijado por el terrorista para la explosión haya pasado ya, y el reloj que detona la bomba la haga explotar entre las manos del hombre que lucha por neutralizarla, sin saber cuánto tiempo le queda para hacerlo. La victoria de la bomba sobre el Tedax no es una victoria del terrorista, es tan sólo un siniestro azar de los segundos que transcurren implacables en el reloj que lleva en la muñeca el hombre que trabaja sin saber que va a morir.

http://www.icorso.com/hemeroteca/PUEBLO/PDF/ASI%20SE%20DESACTIVAN%20LAS%20BOMBAS.pdf

01 marzo 1983

Diez hombres tranquilos


Pueblo, 1 de marzo de 1983

[Los desactivadores de bombas de la policía nacional en el País Vasco: “No somos locos ni héroes, porque los locos y los héroes suelen terminar enterrados”. Nuestro enviado especial soportó, junto a un Tedax, la explosión de una bomba fabricada por ETA, a un metro de distancia.]

Son diez hombres tranquilos. Ni locos ni héroes, porque los locos y los héroes suelen terminar enterrados, y ellos siguen vivos. Se juegan la vida de forma calculada y técnica, no al buen tuntún. Entre los Tedax de Bilbao, las “machadas” están proscritas. Es norma tácita arriesgar la piel sólo en función de lo que esa vida que se pone sobre el tapete gane a cambio. Actúan por parejas, y el menos experto lleva dos años desactivando bombas. Son dos sargentos y ocho policías nacionales, sólo hay dos hombres solteros en el grupo y a todos les gusta su oficio. Casi todos empezaron cuando niños, mezclando azufre con clorato potásico, chamuscándose los dedos y aterrando a los vecinos del barrio.

Con este oficio, te dicen, pasa como con el que es aficionado al juego. El gusanillo se mete en el cuerpo y después resulta difícil, muy difícil, dedicarse a otra cosa. Es algo que el Tedax lleva dentro, que siente con la misma intensidad que el aficionado a la música. La bomba entre las manos es como una droga, el tú y yo con los cables y los circuitos es más intenso, más íntimo, que el tú y yo con una mujer. Y el triunfo final sobre el tiempo y la máquina, la victoria, proporciona una sensación más embriagadora que una hermosa hembra que se le abandone a uno, entregada, entre los brazos.

La bomba no es el enemigo. Se trata sólo de un artefacto que está ahí, trampa letal agazapada dentro de una bolsa de plástico, sobre la rueda de un vehículo, en una calle de Bilbao. La bomba no tiene conciencia ni intención de hacer daño. Es tan sólo un conjunto de pilas, cables, materia explosiva, detonador... La bomba ni siente ni padece, no rechista hasta que llega el momento en el que, según está programada, revienta y crea el infierno a su alrededor.

El enemigo es el tiempo, ese reloj que está en la muñeca del hombre cuya vida pende del lento movimiento de las agujas. Ese tiempo, determinado por el terrorista creador del artefacto y que sólo él conoce. Ese tiempo ignorado, horas que permitirán desactivar la bomba, o sólo unos pocos segundos más, al término de los cuales el hombre que trabaja para desmontarla la verá (o sólo la sentirá) reventar entre sus manos antes de que la vida le escape por los agujeros del cuerpo destrozado.

Coraza, coquilla, casco y escudo protector. El hombre, el Tedax, en terminología policial, trabaja con calma, sin prisas, aunque sabe que el tiempo sigue jugando en su contra. Las manos palpan cuidadosamente el paquete, buscando una o varias trampas preparadas para estallar al menor movimiento en falso. Unos metros más atrás, el compañero observa sus movimientos, cambia con él impresiones, se acerca para proporcionarle algún instrumento o para confirmar o rebatir una duda del hombre que trabaja. En el reloj, los segundos siguen pasando implacables.

Maletín. La mano empuña un bisturí, y, sin temblar, como la de un cirujano, rasga cuidadosamente la envoltura del paquete. Dentro hay un reloj y unas barras rojizas, parecidas a chorizos. Son cuatro. Exactamente cinco kilos de goma-2, suficiente para barrer la calle y cuantos en ella se encuentran.

Miguel Garrote se acerca y encuadra las escenas en el visor de su Nikon. El Tedax coge ahora el paquete y lo deposita en el suelo, para trabajar mejor. Alicates. Pinzas. Los movimientos ahora son más rápidos porque ha reconocido el tipo de bomba, comparando todos los aspectos con los datos que tiene almacenados en el cerebro, que fluyen con facilidad. Él mismo, en las horas libres, ha construido cientos de bombas similares para familiarizarse con ellas. Artefacto de fabricación casera de tipo simple, mecánico-eléctrico. ETA no se preocupa demasiado en fabricarlos complicados: demasiado riesgo para el constructor. La alarma de bomba, el acordonamiento de la calle, el desalojo del edificio próximo y la noticia que mañana aparecerá en los diarios son resultado suficiente. ETA no tiene artistas que se arriesguen por crear la bomba casi perfecta, aquella cuya desactivación es difícil. Nadie garantiza que, al activar esa misma bomba, ésta no le reviente al creador en la cara a causa de un leve error de cálculo. ¿Para qué complicarse la vida, si con unos cartuchos y un reloj se cumple el objetivo publicitario?

El Tedax no siente nada mientras actúa. No suda, no le tiemblan las manos, no tiene la garganta seca… Todo eso se queda para las películas. Ejecuta los movimientos de forma tranquila, mecánica. Sólo a veces la pregunta de cuánto tiempo le queda antes de que todo estalle pasa fugazmente por su cabeza, pero se disipa con rapidez ante la concentración que exige la tarea. Va a dar un corte con los alicates en un cable, pero, de pronto, la mano se queda inmóvil. Hay algo más, hay una trampa. Hay un electroimán oculto que, al cortar el cable, hará bajar una placa, detonando la carga. Una pausa y un “cabrones” entre dientes, apenas audible. El Tedax aísla la placa y después, sin vacilar, corta el cable con los alicates.

Ya está. La carga ha sido separada del cebo, la bomba no es más que un conjunto inofensivo. El hombre se levanta la visera del casco y enciende un cigarrillo. El mano a mano, el tú y yo entre el Tedax y la bomba, entre el hombre y el tiempo, ha terminado.

Tienen máquinas, modernos instrumentos, estetoscopio electrónico, rayos X, trajes especiales que permiten sobrevivir a dos kilos de goma-2 que estallen a pocos metros... Hasta cuenta con “Luis Ricardo”, un avanzado robot que puede retirar paquetes explosivos, llevar una cámara de televisión, disparar cartuchos de postas para detonar un artefacto. Tienen todo eso, que haría su trabajo más seguro, que protegería su vida, otorgándoles mayores probabilidades de supervivencia. Sin embargo, los Tedax de Bilbao suelen prescindir de toda esa parafernalia del desactivador de bombas para trabajar utilizando sus dos herramientas más estimadas y eficaces: la vista y las manos. Es curiosa la importancia que para estos diez hombres tienen sus manos. En primer lugar, habida cuenta de que el principal enemigo es el tiempo, la utilización de medios especiales, robot, trajes reforzados, supone proporcionar al artefacto un margen suficiente para que estalle antes de ser desactivado. Ante una bomba cuya hora de explosión se ignora, lo que se impone es la rapidez.

“Preferimos —dicen— hacer las cosas a mano para ganar tiempo. Mientras uno se pone el traje especial, utiliza los aparatos, intenta mover el robot y demás, la bomba puede estallar diez veces. No nos gusta hacer el ridículo. El tiempo es fundamental. Por otra parte, preferimos desmontar la bomba a detonarla, porque así aprendemos cómo está hecha y, qué diablos, además nos gusta hacerlo. Por otra parte, sabemos por experiencia que unas manos adiestradas tienen menos margen de error que una máquina. Al fin y al cabo, se trata de nuestra vida, y cada uno se la juega como cree más conveniente.”

“Luis Ricardo” apenas trabaja. Es un robot poco fatigado. “Es que no cabe en todas partes —cuentan los Tedax—. Las calles son estrechas, hay coches… Además, su capacidad es limitada. Resulta eficaz en campo abierto, pero para eso nos hace falta desactivar. Se detona la bomba y listo. Las únicas herramientas realmente útiles son el bisturí y los alicates. Y, sobre todo, las manos, los ojos y una cabeza tranquila”.

“Había separado la goma del cebo, pero el reloj estaba en malas condiciones e hizo un contacto. Estalló el cebo con la poca goma que le quedaba adherida. Noté el chasquido entre las manos y di un salto hacia atrás, de forma automática, sin pensarlo. Sentí el golpe de la explosión, mientras pensaba rápidamente en dónde había dejado el núcleo principal de la carga, teniendo instantánea conciencia de que aquello no podía matarme ya. Caí, alcanzado en la pierna, mientras se me borraba todo de la mente. El compañero se llevó una esquirla en el vientre”. “Lo anecdótico ocurrió cuando me llevaban al hospital. Al entrar, vi un cartel de Herri Batasuna y pensé: Estás listo compañero. Aquí te rematan”.

Había una bomba. Era de ETA, y todavía no se la había desactivado. Su potencia se calculaba a ojo, desconociéndose con exactitud. “¿Quiere usted saber lo que se siente cuando una bomba le explota a uno a un metro?”. Dije que sí, y Garrote preparó la Nikon sobre un trípode. Coraza, casco y escudo de fibra de vidrio. La boca abierta, para evitar que revienten los tímpanos. El escudo levemente inclinado, para evitar que la onda expansiva lo arroje a uno patas arriba. El Tedax, también a un metro de la bomba, te mira sobre el borde de su escudo. “¿Listo?”. Listo. El mundo se rompe en mil pedazos. El puño poderoso de la goma-2 golpea contra el escudo y el brazo. La presión te oprime el cuerpo y la llama, el sonido, estallan dentro de tu cerebro. Después, cuando te levantas entre el humo, con los pulmones anegados de azufre, miras el escudo y lo ves cribado por esquirlas de metralla. El Tedax te da una palmada en la espalda y sonríe. “Ahora ya lo sabe usted”, te dice. Ahora ya lo sabes.

http://www.icorso.com/hemeroteca/PUEBLO/PDF/DIEZ%20HOMBRES%20TRANQUILOS.pdf


29 enero 1983

Uno se siente aquí como en Fort Apache

Pueblo, 29 de enero de 1983

Una casa cuartel con 16 guardias y sus familias en el País Vasco.

“A veces estoy de humor para encontrarle un lado gracioso a todo esto, y me acuerdo de una película que vi una vez. Era un fuerte de la caballería norteamericana, en territorio indio. Los soldados vivían allí dentro completamente aislados, sin ningún contacto con el exterior, aguantando ataques de los indios, cercados y tensos, sobre las armas. ¿Sabe a qué película me refiero? Creo que salía John Wayne. Se llamaba 'Fort Apache'... Bueno, pues, a veces, uno se siente aquí como en Fort Apache.

El sargento F. se pasa el dedo índice por las guías del poblado mostacho y sonríe. Al otro lado de la ventana de cristales empañados, donde golpea la lluvia, el cielo y los campos tienen el color de la ceniza. En este húmedo atardecer de enero, la pequeña casa cuartel de la Guardia Civil de B. es una mancha blanca y verde en el paisaje gris de Vizcaya.

Cuatro o cinco críos están sentados junto a una estufa de butano, en torno a una mesa de camilla. Tienen los libros de texto entre los codos y escuchan con aire concentrado las explicaciones que les da el cabo S., que hace las veces de maestro para los ocho niños que viven en la casa-cuartel. En la escuela de B. no hay sitio para los hijos de los guardias civiles.

—Los chiquillos son los que más sufren. Si van al colegio, en cuanto allí se enteran los otros de que son hijos de guardias civiles, les hacen faena tras faena. Te vienen llorando, contando que les han llamado “chakurras” (perros) y que les hacen la vida imposible. “Tu padre es un tal y un cual”, les dicen. O les pegan una paliza los propios compañeros. También hay algún maestro que se las trae. Así que no hay otro remedio que tenerlos aquí. A veces, cuando en un puesto, o en una ciudad o pueblo grande, hay muchos críos, entonces es posible buscarles profesores que les den clase a todos juntos. Pero en sitios pequeños, como éste, donde sólo hay cuatro o cinco, y no de las mismas edades, tenemos que apañárnoslas como podemos. En B. tenemos la suerte de contar con el cabo S., que siempre que tiene un rato libre se ocupa de ellos. Otras veces nos turnamos los que podemos, y las madres también se encargan. Así, a trancas y barrancas, entre todos, los vamos sacando adelante.

En B. hay un sargento y quince guardias, de los que ocho están casados y siete de ellos viven aquí con las familias. La casa cuartel es un edificio viejo, sin calefacción, de poco más de un centenar de metros cuadrados. Hoy es un día más de rutina, una jornada técnica en la vida de “Fort Apache”, como lo llama el sargento F., con su cerrado acento extremeño. Varios de los guardias se encuentran en el campo, de servicio, rastreando unas mugas y bordas próximas. Las esposas de los que han salido están sentadas juntas frente al televisor, acompañadas por las otras mujeres y algunos de los guardias, que se quedarán con ellas hasta que regresen sus hombres. De vez en cuando, una de ellas deja la labor sobre el regazo y, ajena a la conversación, sorda y ciega ante las imágenes y las voces que brotan del viejo televisor en blanco y negro, mira furtivamente a través de la ventana hacia la lluvia, que, en este momento, en alguna parte no lejos de aquí, empapa a su hombre, que camina sobre el barro, con el capote hasta las orejas y el agua chorreándole sobre el brillante charol del tricornio.

—Aquí, como ve, nuestra fuerza es el compañerismo. Los guardias que no están de servicio se reúnen con las mujeres de los que están fuera, les hacen compañía, procuran distraerlas y aliviar su temor y su incertidumbre. Y es que si los niños lo pasan mal, las mujeres figúrese. ¿Sabe usted lo que es ir a la compra ahí abajo, al pueblo, y llegar por ejemplo a la carnicería y ver que a todas las demás mujeres las atienden antes que a una? Les dan lo peor, les hablan en euskera para que no entiendan nada, las insultan… A veces, cuando uno está aquí y las ve llegar, sofocadas y a lágrima viva, negándose a contarnos lo que les ha pasado para que no nos enfurezcamos o apenemos, a uno se le pone una congoja muy grande aquí dentro, oiga, y en ese momento sería capaz de hacer una barbaridad. Claro que, en seguida, uno se resigna. ¿Qué le vamos a hacer? Así son las cosas. Y quiero que anote algo, señor periodista. Yo y todos los guardias de este puesto, como el resto de los compañeros que estamos en el País Vasco, estamos orgullosos de nuestras mujeres. Cuando andamos muy jodidos y las vemos a ellas apretar los dientes y aguantar, eso nos da unos ánimos y una moral que no se puede imaginar. Estas mujeres tienen casta, se lo dice a usted el sargento F.

En la garita de la puerta, charol y capote verde, un guardia observa la carretera con el subfusil en posición de tiro. Ocho horas diarias de servicio para cada uno de los dieciséis hombres, más los trabajos de seguridad reforzada del cuartel. En otros puntos de España menos conflictivos hay un guardia de vigilancia durante la jornada. Aquí hay que patrullar, vigilar en diversos lugares de la casa-cuartel durante el día y la noche, hacer servicios exteriores. Las ocho horas se convierten a menudo en diez, en quince, a veces en veinticuatro. Y el tiempo libre, cuando lo hay, transcurre entre los cuatro muros de “Fort Apache”.

—Cada día nos juntamos casi todas las familias en un solo pabellón, de forma casi rotatoria, y la señora de la casa invita a los demás. El problema es el espacio. Ya ve usted que, en este puesto, cada vivienda tiene sólo dos o tres habitaciones. Algunas casas-cuartel ni siquiera tienen baño individual, sino que todas las familias, o parte de ellas, deben utilizar uno común. No suele haber calefacción en las casas-cuartel viejas como la nuestra, y cada familia se compra una estufa de butano o un radiador para pasar el invierno. Los gastos corren a cuenta de cada uno, a excepción de los comunitarios, como luz de escalera, agua y demás, que se pagan entre todos.

En “Fort Apache” salir al pueblo a divertirse es inimaginable. La televisión constituye la única distracción, a menudo el único nexo de unión con el resto del país. A veces, cuando ya no pueden más, los guardias cogen a sus esposas y se van en coche a algún lugar lejos de aquí, a un pueblo o ciudad en los que nadie los conozca, nadie los señale con el dedo, para poder ir al cine o tomarse unas cervezas o un café.

—Los vascos nos huyen como si tuviéramos la peste. No quieren saber absolutamente nada de nosotros, y en cuanto nos conocen nos desprecian e insultan. Incluso quienes nos ven con buenos ojos no se atreven a dirigirnos la palabra, por miedo. Aquí al que habla con un guardia lo consideran ya un delator o algo por el estilo, y arriesga la piel. A algunos han matado ya. Todavía, en muy raras ocasiones, hay alguna casa de campo en la que, cuando llegas de servicio, te atienden, te ofrecen un vaso de leche, un café... Pero es raro. En la mayor parte están recelosos, hostiles. Antes no era así. Llegabas a un caserío y te trataban de maravilla, eran muy amables, pero esa hospitalidad tan tradicional en los vascos se ha extinguido. Ahora todos tienen miedo. Todo eso nos crea un ambiente de vivir constantemente en autodefensa, un ambiente de cerco. Es duro no poder responder a las agresiones, a los insultos. Aquí te sientes como si no tuvieras otra cosa en el mundo que a los compañeros, la mujer y los críos. Es muy duro, de verdad. Pero no hay más remedio que apretar los dientes y tirar “p’adelante”.

Una mesa y una botella de vino. Un parchís y cuatro rostros curtidos por la intemperie que se inclinan moviendo las fichas con absoluta concentración, como si estuviesen haciendo lo más importante del mundo. Es curiosa la importancia que en este lugar se da a detalles que en otros lugares pueden parecer monótonos o banales. En la casa-cuartel de B. jugar una partida de parchís o de dominó se convierte en todo un rito que se saborea lentamente, disfrutando al máximo de todas las posibilidades que ofrece la situación, convirtiéndola en algo importante.

—Sí, señor. Aquí echar un cigarro con los compañeros o charlando con la mujer, jugar una partida, ver una película en la tele, son cosas que cuando se hacen se procura disfrutar al máximo. No son muchas las distracciones que tenemos; por eso hay que sacarles todo el jugo, saborearlas a fondo, ¿me entiende? Quienes están en otros lugares, ustedes que llevan una vida normal, que pueden salir a la calle cuando lo desean, ir al cine o a un restaurante, que pueden pasear sin estar volviendo constantemente la cabeza esperando de un momento a otro ver llegar al que te va a pegar un tiro, no saben lo que tienen. De verdad que no lo saben.

Dos guardias jóvenes, vestidos con ropas de paisano, se disponen a marcharse en un viejo Seat 1430. Están libres de servicio y van a darse una vuelta, a tomar unas cervezas. Bajo los chaquetones llevan las pistolas con una bala en la recámara listas para disparar.

—Mire usted. Hay que salir de vez en cuando, obligarse a sí mismo a hacer ciertas cosas, porque si no, puede terminar uno mal de la cabeza, viendo asesinos por todas partes. Los jóvenes, como esos dos, solteros, salen más que nosotros los casados. Es normal, porque ellos se aburren mucho aquí dentro. En las ciudades grandes es más fácil salir y camuflarse entre la gente, yendo a donde nadie lo conoce a uno. En sitios pequeños, como éste, lo mejor es irse a otros pueblos, donde tu cara no le suene a nadie. No ya sólo por el riesgo que puedan correr los guardias, sino porque vas a menudo a un mismo sitio, a un restaurante o a un bar en el que el dueño no te demuestra hostilidad y terminas por comprometerle. En otros sitios, donde los puestos son pequeños y no caben todos, los solteros lo pasan mal, porque tienen que buscar pisos de alquiler, y nadie quiere alquilarle nada a un guardia civil o a un policía nacional. Así que cuando encuentran una casa se meten dentro cuatro o cinco, se preparan ellos las comidas y viven así, ayudándose los unos a los otros. ¿Novias vascas? Bueno, a veces. Pero las chicas que salen con guardias solteros corren riesgos, desde luego. Los vecinos las miran mal, y ha habido incidentes, muchos. No es que las chicas tengan nada, por lo general, contra uno por ser guardia, pero allí en donde las conocen se andan con mucho ojo. En las grandes ciudades es diferente. Vas a una discoteca, nadie te conoce, nadie pregunta nada. Y si se enteran de que eres guardia civil, a menudo les da igual. Pero en sitios como B. la cosa es distinta. No bailan contigo ni amarradas. Sin embargo, eso no es obstáculo para que muchos de nuestros chicos se echen novia en el País Vasco e incluso se casen.

En la pared un viejo reloj desgrana los minutos con monotonía. La lluvia sigue golpeando en la ventana, y el centinela sigue inmóvil en la puerta, observando el camino. Junto a la estufa de butano, los niños recitan los nombres de los cabos y golfos de Europa, corregidos de vez en cuando por la voz paciente del cabo S. Frente al televisor, las mujeres de los que están fuera miran la pantalla sin prestar atención a las imágenes, atentas a los pasos que señale el regreso de sus hombres. Es un día como cualquier otro, como lo fue ayer, como lo será mañana. El sargento F. moja los bigotes en el vaso de vino y guiña un ojo.

—Se lo digo yo, señor periodista. Como en aquello de John Wayne, pero con más moral que el Alcoyano.

http://www.icorso.com/hemeroteca/PUEBLO/PDF/UNO%20SE%20SIENTE%20AQUI%20COMO%20EN%20FORT%20APACHE.pdf