01 marzo 1983

Diez hombres tranquilos


Pueblo, 1 de marzo de 1983

[Los desactivadores de bombas de la policía nacional en el País Vasco: “No somos locos ni héroes, porque los locos y los héroes suelen terminar enterrados”. Nuestro enviado especial soportó, junto a un Tedax, la explosión de una bomba fabricada por ETA, a un metro de distancia.]

Son diez hombres tranquilos. Ni locos ni héroes, porque los locos y los héroes suelen terminar enterrados, y ellos siguen vivos. Se juegan la vida de forma calculada y técnica, no al buen tuntún. Entre los Tedax de Bilbao, las “machadas” están proscritas. Es norma tácita arriesgar la piel sólo en función de lo que esa vida que se pone sobre el tapete gane a cambio. Actúan por parejas, y el menos experto lleva dos años desactivando bombas. Son dos sargentos y ocho policías nacionales, sólo hay dos hombres solteros en el grupo y a todos les gusta su oficio. Casi todos empezaron cuando niños, mezclando azufre con clorato potásico, chamuscándose los dedos y aterrando a los vecinos del barrio.

Con este oficio, te dicen, pasa como con el que es aficionado al juego. El gusanillo se mete en el cuerpo y después resulta difícil, muy difícil, dedicarse a otra cosa. Es algo que el Tedax lleva dentro, que siente con la misma intensidad que el aficionado a la música. La bomba entre las manos es como una droga, el tú y yo con los cables y los circuitos es más intenso, más íntimo, que el tú y yo con una mujer. Y el triunfo final sobre el tiempo y la máquina, la victoria, proporciona una sensación más embriagadora que una hermosa hembra que se le abandone a uno, entregada, entre los brazos.

La bomba no es el enemigo. Se trata sólo de un artefacto que está ahí, trampa letal agazapada dentro de una bolsa de plástico, sobre la rueda de un vehículo, en una calle de Bilbao. La bomba no tiene conciencia ni intención de hacer daño. Es tan sólo un conjunto de pilas, cables, materia explosiva, detonador... La bomba ni siente ni padece, no rechista hasta que llega el momento en el que, según está programada, revienta y crea el infierno a su alrededor.

El enemigo es el tiempo, ese reloj que está en la muñeca del hombre cuya vida pende del lento movimiento de las agujas. Ese tiempo, determinado por el terrorista creador del artefacto y que sólo él conoce. Ese tiempo ignorado, horas que permitirán desactivar la bomba, o sólo unos pocos segundos más, al término de los cuales el hombre que trabaja para desmontarla la verá (o sólo la sentirá) reventar entre sus manos antes de que la vida le escape por los agujeros del cuerpo destrozado.

Coraza, coquilla, casco y escudo protector. El hombre, el Tedax, en terminología policial, trabaja con calma, sin prisas, aunque sabe que el tiempo sigue jugando en su contra. Las manos palpan cuidadosamente el paquete, buscando una o varias trampas preparadas para estallar al menor movimiento en falso. Unos metros más atrás, el compañero observa sus movimientos, cambia con él impresiones, se acerca para proporcionarle algún instrumento o para confirmar o rebatir una duda del hombre que trabaja. En el reloj, los segundos siguen pasando implacables.

Maletín. La mano empuña un bisturí, y, sin temblar, como la de un cirujano, rasga cuidadosamente la envoltura del paquete. Dentro hay un reloj y unas barras rojizas, parecidas a chorizos. Son cuatro. Exactamente cinco kilos de goma-2, suficiente para barrer la calle y cuantos en ella se encuentran.

Miguel Garrote se acerca y encuadra las escenas en el visor de su Nikon. El Tedax coge ahora el paquete y lo deposita en el suelo, para trabajar mejor. Alicates. Pinzas. Los movimientos ahora son más rápidos porque ha reconocido el tipo de bomba, comparando todos los aspectos con los datos que tiene almacenados en el cerebro, que fluyen con facilidad. Él mismo, en las horas libres, ha construido cientos de bombas similares para familiarizarse con ellas. Artefacto de fabricación casera de tipo simple, mecánico-eléctrico. ETA no se preocupa demasiado en fabricarlos complicados: demasiado riesgo para el constructor. La alarma de bomba, el acordonamiento de la calle, el desalojo del edificio próximo y la noticia que mañana aparecerá en los diarios son resultado suficiente. ETA no tiene artistas que se arriesguen por crear la bomba casi perfecta, aquella cuya desactivación es difícil. Nadie garantiza que, al activar esa misma bomba, ésta no le reviente al creador en la cara a causa de un leve error de cálculo. ¿Para qué complicarse la vida, si con unos cartuchos y un reloj se cumple el objetivo publicitario?

El Tedax no siente nada mientras actúa. No suda, no le tiemblan las manos, no tiene la garganta seca… Todo eso se queda para las películas. Ejecuta los movimientos de forma tranquila, mecánica. Sólo a veces la pregunta de cuánto tiempo le queda antes de que todo estalle pasa fugazmente por su cabeza, pero se disipa con rapidez ante la concentración que exige la tarea. Va a dar un corte con los alicates en un cable, pero, de pronto, la mano se queda inmóvil. Hay algo más, hay una trampa. Hay un electroimán oculto que, al cortar el cable, hará bajar una placa, detonando la carga. Una pausa y un “cabrones” entre dientes, apenas audible. El Tedax aísla la placa y después, sin vacilar, corta el cable con los alicates.

Ya está. La carga ha sido separada del cebo, la bomba no es más que un conjunto inofensivo. El hombre se levanta la visera del casco y enciende un cigarrillo. El mano a mano, el tú y yo entre el Tedax y la bomba, entre el hombre y el tiempo, ha terminado.

Tienen máquinas, modernos instrumentos, estetoscopio electrónico, rayos X, trajes especiales que permiten sobrevivir a dos kilos de goma-2 que estallen a pocos metros... Hasta cuenta con “Luis Ricardo”, un avanzado robot que puede retirar paquetes explosivos, llevar una cámara de televisión, disparar cartuchos de postas para detonar un artefacto. Tienen todo eso, que haría su trabajo más seguro, que protegería su vida, otorgándoles mayores probabilidades de supervivencia. Sin embargo, los Tedax de Bilbao suelen prescindir de toda esa parafernalia del desactivador de bombas para trabajar utilizando sus dos herramientas más estimadas y eficaces: la vista y las manos. Es curiosa la importancia que para estos diez hombres tienen sus manos. En primer lugar, habida cuenta de que el principal enemigo es el tiempo, la utilización de medios especiales, robot, trajes reforzados, supone proporcionar al artefacto un margen suficiente para que estalle antes de ser desactivado. Ante una bomba cuya hora de explosión se ignora, lo que se impone es la rapidez.

“Preferimos —dicen— hacer las cosas a mano para ganar tiempo. Mientras uno se pone el traje especial, utiliza los aparatos, intenta mover el robot y demás, la bomba puede estallar diez veces. No nos gusta hacer el ridículo. El tiempo es fundamental. Por otra parte, preferimos desmontar la bomba a detonarla, porque así aprendemos cómo está hecha y, qué diablos, además nos gusta hacerlo. Por otra parte, sabemos por experiencia que unas manos adiestradas tienen menos margen de error que una máquina. Al fin y al cabo, se trata de nuestra vida, y cada uno se la juega como cree más conveniente.”

“Luis Ricardo” apenas trabaja. Es un robot poco fatigado. “Es que no cabe en todas partes —cuentan los Tedax—. Las calles son estrechas, hay coches… Además, su capacidad es limitada. Resulta eficaz en campo abierto, pero para eso nos hace falta desactivar. Se detona la bomba y listo. Las únicas herramientas realmente útiles son el bisturí y los alicates. Y, sobre todo, las manos, los ojos y una cabeza tranquila”.

“Había separado la goma del cebo, pero el reloj estaba en malas condiciones e hizo un contacto. Estalló el cebo con la poca goma que le quedaba adherida. Noté el chasquido entre las manos y di un salto hacia atrás, de forma automática, sin pensarlo. Sentí el golpe de la explosión, mientras pensaba rápidamente en dónde había dejado el núcleo principal de la carga, teniendo instantánea conciencia de que aquello no podía matarme ya. Caí, alcanzado en la pierna, mientras se me borraba todo de la mente. El compañero se llevó una esquirla en el vientre”. “Lo anecdótico ocurrió cuando me llevaban al hospital. Al entrar, vi un cartel de Herri Batasuna y pensé: Estás listo compañero. Aquí te rematan”.

Había una bomba. Era de ETA, y todavía no se la había desactivado. Su potencia se calculaba a ojo, desconociéndose con exactitud. “¿Quiere usted saber lo que se siente cuando una bomba le explota a uno a un metro?”. Dije que sí, y Garrote preparó la Nikon sobre un trípode. Coraza, casco y escudo de fibra de vidrio. La boca abierta, para evitar que revienten los tímpanos. El escudo levemente inclinado, para evitar que la onda expansiva lo arroje a uno patas arriba. El Tedax, también a un metro de la bomba, te mira sobre el borde de su escudo. “¿Listo?”. Listo. El mundo se rompe en mil pedazos. El puño poderoso de la goma-2 golpea contra el escudo y el brazo. La presión te oprime el cuerpo y la llama, el sonido, estallan dentro de tu cerebro. Después, cuando te levantas entre el humo, con los pulmones anegados de azufre, miras el escudo y lo ves cribado por esquirlas de metralla. El Tedax te da una palmada en la espalda y sonríe. “Ahora ya lo sabe usted”, te dice. Ahora ya lo sabes.

http://www.icorso.com/hemeroteca/PUEBLO/PDF/DIEZ%20HOMBRES%20TRANQUILOS.pdf


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