01 enero 2012

El asedio, 12 años después

Estrella Sánchez Rodrigo - iCorso

Es domingo, y la campana rajada de San Antonio anuncia el final de la misa de doce. Lolita Palma y su amiga Curra Vilches ocupan una mesa libre en la puerta de la confitería de Burnel, bajo los hierros de los balcones pintados de verde. Lolita cruza su mirada con la del viejo y desastrado Gregorio Fumagal, quien bebe su segunda copa de brandy en otra mesa, e inclina la cabeza a modo de saludo. Este le devuelve el cumplido poniéndose los dedos en círculo alrededor de la boca y emitiendo una sonora pedorreta.

Es un grosero dice Curra.

Es un derrotado le contesta Lolita, con tristeza.

Será lo que tú quieras, pero además, o principalmente, tiene mu malahe. Y no digas que no, Lolita.

Fumagal observa a los feligreses que salen de la iglesia, se dispersan alrededor de los bancos de mármol y los naranjos plantados en jardineras, o se dirigen al espacio ancho que bordea la plaza. Aunque el día es de los calurosos de mediados de junio, la gente emprende el acostumbrado paseo a pie, en dirección a la calle Ancha o la Alameda. El viejo taxidermista coge la copa y deja reposar la vista sobre el cristal al que el reflejo del sol arranca un destello que le recuerda el brillo acerado de una guillotina; al cabo esboza una sonrisa, impremeditada y agria, y levanta la copa en rededor como el torero que brindara su faena al público montera en mano, se la acerca a los labios y bebe la última mitad del brandy de un solo trago. Algunas mujeres acompañadas de sus maridos, todas con rosarios y misalitos encuadernados con nácar o piel fina, se detienen frente a la confitería. Mientras los caballeros se quedan de pie, encienden cigarros, dan tormento a la cuerda del reloj, saludan a conocidos y miran a otras señoras que pasan, ellas charlan de sus cosas: bodas, partos, bautizos, entierros. Asuntos domésticos, todos. O de sociedad. Ni una mención directa a las noticias sobre la llegada a El Puerto de la avanzada militar de los cien mil hijos de San Luis, para quienes acorraladas las fuerzas liberales y con Del Riego más vendido que el barco del arroz será sólo cuestión de días apoderarse del fuerte del Trocadero y volver a sentar en su sillón, vacío casi tres años ha, a Su Majestad Fernando VII tierno mártir de la patria en el cautiverio liberal. Fumagal se levanta de la silla y se atusa el escaso pelo gris de la cabeza sudorosa mientras los observa, ¿cómo pudo alguna vez confiar en que a los establos de este país pestilente, esta tierra de gente degradada, desprovista de alma, razón y virtud llegaría un día el viento abrasador de la luz y la libertad que pondría las cosas en su sitio? Infelices todos, sometidos sin reservas a hombres iguales a ellos, piensa mientras se aleja, el paso tambaleante y la casaca ladeada. Igual que la sonrisa.

¿Qué han pedido las dos señoras? le pregunta Burnel a Oliva, la camarera, con la atención puesta en unas facturas que repasa, de pie tras el pequeño mostrador del cajón en el interior de la confitería.

Dos limonadas y unos petisús le responde mientras se dirige hacia las vitrinas a preparar la comanda, especialmente alegre y rumbosa canturreando unas chirigotas. Camina acicalándose el delantal, de un blanco impoluto y ribeteado de puntillas perfectamente almidonadas, que con la falda negra y una blusa de color gris claro con mangas abullonadas le dan el aire elegante y formal que Burnel quiere para su negocio. El pelo lo lleva recogido en un moño vertical sujeto por una peineta de concha en cuyo borde reluce una hilera de gallinitas formadas por diminutos cristalillos.

Cuando lo hayas preparado me lo traes que se lo llevaré yo le dice su jefa, sin levantar la vista de los papeles que tiene entre manos.

Ah, no, no, qué va, no se moleste. Faltaría más. Si los clientes ya están todos atendidos. Sólo me faltan esta mesa y la de don Miguel Sánchez Guinea y su señora esposa: para él un Jerez y para ella un sorbete le responde Oliva, salerosa y dispuesta, con el pedido ya casi a punto.

Pues vete a llevar el Jerez y el sorbete y tráeme las limonadas.

Que no, que no hace falta, que ya me encargo yo hay un puntito de irritación en el tono de voz—. ¿No le digo que ya está todo listo?

Burnel cierra el cajón y se guarda la llave en la faltriquera, sale del mostrador y la mira con los ojos tranquilos, fijos en los de ella.

Oliva, querida, en las pocas semanas que llevas trabajando aquí le has vertido dos vasos de limonada en el vestido a doña Lolita y le clavaste un tacón en el tobillo el otro día que la dejaste sin respiración. Te creerías que porque yo no estuviera no me iba a enterar da un suspiro hondo. Todo esto te regocija mucho, ya veo. Disfrutas. Pero como comprenderás debo intervenir en este asunto hace una breve pausa y en sus ojos brilla el íntimo y perverso placer que está saboreando. La tercera limonada se la vierto yo.

***

El silencio, apenas penetrado por el tictac del reloj dorado que hay sobre la cómoda, reina en la casa del antiguo comisario Rogelio Tizón, quien como cada tarde de domingo ha recibido la visita de Hipólito Barrull. En la penumbra del salón ambos están sentados frente a frente separados por una mesa camilla sobre la que se desarrolla una insólita partida de ajedrez: en ella sólo uno de los jugadores interviene. Es el viejo profesor quien estudia la posición de las piezas, decide la estrategia a seguir y ejecuta los movimientos de cada una de ellas, blancas y negras. El otro jugador, el comisario, se mantiene ajeno por completo a los escaques. Hace tiempo que a las partidas de ajedrez, como a cualquier otra actividad de la vida, Tizón sólo aporta su presencia, involuntaria y muda. El viejo policía vive al margen de todo cuanto acontece a su alrededor, aislado y confinado en sí mismo desde que meses atrás lo despertara de madrugada un estallido de dolor en la cabeza, un destello de luz y calor infernal que le dejó el cerebro encharcado en sangre y a él sepultado en un abismo de silencio insondable y atroz. Un hilo de baba cae por la comisura de la boca de Tizón y se desliza despacio hasta caer en la toalla que su mujer le pone sobre el hombro para evitar que el constante salivar le moje la ropa. Barrull lo mira fijamente a través de sus lentes de acero. Aun se diría que lo estudia, que lo examina, que lo escruta como queriendo descubrir un mecanismo secreto, una clave oculta que descifre el enigma. Como si a fuerza de observar ese rostro de mirada baldía pudiera descubrir el misterio que encierra las tenebrosas reglas de juego, las leyes por las que se ordena la fría e implacable geometría del caos.

Todo puede suceder si lo maquina un Dios masculla el profesor en apenas un murmullo. 

Las campanadas del reloj lo devuelven de nuevo al casillero de ajedrez y recupera el talante abierto de su carácter. Con una rápida mirada consulta la disposición de las piezas y avanza un peón blanco.

Que el infierno lo masque, comisario, me tiene usted acorralada la torre con ese alfil y ahora además ataca moviendo ese peón. 

El médico aconseja que le sigan hablando como si pudiera oírles. Estas cosas, ya saben, nunca se sabe. Tras una breve reflexión Barrull hace un movimiento con el caballo negro, sus piezas hoy. Un golpe certero con el que pone contra las cuerdas a la reina además de amenazar al alfil que le mantenía su torre cercada. 

Chúpese esa, comisario. 

Rogelio Tizón, inexpresivo e inerte, continúa con la mirada en algún lugar lejos de ese tablero; en otra partida de ajedrez espantosa y cruel. La esposa del comisario entra en la sala portando un vaso de agua y un frasquito con gotas medicinales. Mira a Barrull y gesticula una mueca que intenta ser sonrisa pero que la falta de práctica hace que le descomponga el rostro en una especie de contracción artificiosa y ridícula. Tras ella una vieja criada de rostro inflexible camina arrastrando los pies y se dirige hacia la ventana que da a la Alameda, enrolla la persiana de cañizo y esta da paso a un sol que ya declina pero que inunda de luz la salita.

Es la hora del medicamento… 

El profesor se ha puesto en pie y le sonríe entornando los melancólicos ojos, cegados ahora por la nueva luz. Las visitas del anciano, leal hasta el fin, son las únicas que su marido recibe. Nadie más se acuerda de él. Ni su superior, ni el intendente, ni los antiguos compañeros. Como si el viejo comisario Rogelio Tizón no hubiera existido nunca.

Ya no tengo edad para andar fuera de casa hasta muy tarde, y hoy la partida ha durado lo suyo. La dejo que haga su cometido con tranquilidad.

Barrull recoge su sombrero del perchero y tras despedirse de doña Amparo sale acompañado de la vieja sirvienta. En la puerta se cruza con una mujer de mediana edad y aspecto triste y humilde. Es Manuela, la mujer de un salinero de San Fernando, que acude a la casa para ayudar en la tarea de levantar y acostar a Rogelio Tizón.

***

Felipe Mojarra se lleva el papel a la boca y con parsimonia de artesano pasa la lengua humedecida por el borde para liar en él el tabaco que ha picado con la navaja; tras sellarlo cuidadosamente se pone el cigarrillo entre los labios y saca el mechero del bolsillo, da unos golpes a la ruesca y pronto saltan las chispas que prenden la mecha; acerca ésta al pitillo y da unas chupadas dejando escapar una bocanada de humo. Hace rato que espera apoyado en el guardacantón de la esquina que hay frente a la iglesia del Carmen y aunque el sol ya ha disipado las sombras por completo esa posición lo encubre y le permite mirar sin ser visto mientras aguarda la llegada de la mujer de Rogelio Tizón, quien cada mañana acude a oír misa acompañada de la vieja sirvienta. A punto de acabarse el cigarrillo las divisa a lo lejos, dos cuervos enjutos arrastrando bajo sus pies toda la fatiga y la tristeza del mundo, y fija su atención en ellas hasta que las ve atravesar la puerta de la pequeña ermita. Entonces arroja la colilla a lo lejos y buscando las calles más apartadas y menos transitadas de la ciudad emprende con paso firme el camino hacia la casa del antiguo comisario. Sabe que mientras dure el servicio religioso estará solo en la vivienda, ha oído decir a Manuela, su mujer, que las dos ancianas van a misa de siete todas las mañanas y vuelven al cabo de una hora. Durante esa hora Tizón se queda solo. Dispone de tiempo suficiente para llevar a cabo su propósito, pero desea resolverlo pronto. Atraviesa las calles aprisa, notando un nudo en el estómago y la garganta seca. Ojalá no lo pare nadie, ojalá no tenga que hablar con ningún conocido ni extraño. No quiere distracciones que puedan llevarlo a echarse atrás. Ha necesitado hacer mucho acopio de valor para tomar esta decisión que ni siquiera sabe si está bien o está mal, lo único que sabe es que quiere terminar con esta desazón que le quema las entrañas.

***

La campana de san Antonio ha dado siete repiques cuando Lolita Palma sale de su casa, hoy más de mañana de lo habitual. El cochero ya tiene en la puerta, listo y a punto para ocuparlo, el carruaje que la llevará hasta Jerez de la Frontera como viene haciendo cada cierto tiempo desde que unos años atrás la empresa Palma e Hijos y D. Ricardo Meade, Asociados instalara sucursal allí. La guerra con Napoleón ha despojado a los gaditanos de las empresas comerciales con Francia, sin embargo el comercio con Norteamérica es próspero, sus buques llegan con gran frecuencia a Cádiz, y compensa y aún mejora esas pérdidas para los comerciantes gaditanos que como Lolita Palma han sabido asociarse con alguna de las importantes compañías de ultramar que se establecieron en la ciudad. Lolita, fiel a sí misma y a la educación recibida de su padre, mantiene la costumbre de administrar y gestionar la empresa de propia mano, cosa que la obliga a tener que viajar más de lo que desea, aunque esto es algo que forma parte de su propia resolución interior, que incluye disciplinadas obligaciones. Esta vez sin embargo el viaje tiene una intención añadida, ajena a los asuntos comerciales.

***

La cerradura cede con facilidad, sin oponer resistencia al hierro ganchudo que Mojarra ha usado para hendirla y la puerta se abre dando un leve quejido que apenas se deja oír. El piso está sumido en una débil claridad y en el silencio sereno de las primeras horas del día. De la calle apenas llega el ruido de los cascos de unos caballos que tiran de una carroza. El salinero se mueve con el sigilo del ladrón que teme ser descubierto, mientras busca el cuarto de Rogelio Tizón. Cuando lo encuentra está abierto de par en par con el enfermo tumbado en la cama boca arriba con los ojos abiertos. Apenas lo ha visto unas cuantas veces desde aquella vez, un cruce de miradas al paso por la calle, encuentros casuales y poco más. Ha evitado encontrarse con él, le trae recuerdos harto dolorosos y amargos y también horrores propios y ajenos que aún lo desvelan en medio de la noche carcomido en la angustia. Pero Manuela quiso venirse a vivir a Cádiz para estar cerca del cementerio donde gracias a las diligencias de doña Lolita Palma pudieron enterrar a Mari Paz en una de las tumbas más hermosas que pueden verse en el camposanto. La señorita Palma no reparó en gastos como tampoco dudó en ofrecerle trabajo a la madre y con el tiempo colocar a las tres hermanas pequeñas en casas de buena familia; se portó como lo que es, como una señora. La madre encuentra consuelo sentada junto a la tumba de su hija, él nunca ha querido ir.

Mojarra se para junto a la cama y observa al comisario unos instantes, piel macilenta, cercos oscuros en los ojos que miran fijamente el vacío: rara sombra del hombre que fue. Da un respiro en profundidad, que le ayuda a tomar fuerzas antes de hablarle:

¿Se acuerda de mí, camarada? La Santa Cueva, hace más de once años. Cuando lo de aquél criminal hace una pausa sin dejar de mirarlo. No sé qué pensamientos tendrá Dios en la cabeza pa’ hacer las cosas que hace, pero yo tengo los míos y estoy en deuda con usted.

Echa la vista alrededor y agarra un cojín que ve sobre el asiento de una butaca, se conduce con una tranquilidad que le resulta extraña, lo sostiene un instante entre las manos y mostrándoselo le dice:

Un pestañeo y le devuelvo el favor, dos y esto se vuelve a su sitio. ¿Me oye usted bien?

Perfectamente. Rogelio Tizón lo ha oído con la misma claridad con la que oye todo lo que se habla a su alrededor desde que le practicaran una trepanación para sacarle la sangre que el derrame le dejó en la cabeza. Sin embargo, está completamente incapacitado para hablar. No puede articular gesto ni palabra, y nadie, ni siquiera su mujer, ha intentado comunicarse con él de ningún otro modo. Aunque Tizón es hombre bregado que no se asusta fácilmente, su profesión y la vida lo han familiarizado con el peligro, la aparición súbita del salinero lo ha sobresaltado. A estas alturas de enclaustramiento y olvido nada espera fuera de la rutina cotidiana y esta irrupción lo ha pillado desprevenido. Tras un primer momento de aturdimiento su mente se ordena de manera lúcida y consciente reconociendo a Mojarra con toda exactitud. También se da perfecta cuenta de la situación y hace una valoración rápida. Concluye que no tiene tiempo que perder. Ni en sueños esperaba este golpe misericordioso del de ahí arriba, el cabrón a veces tiene estos golpes de humor, piensa, aunque bien mirado, quizá sea el de abajo quien lo busca, a fin de cuentas siempre tuvo más trato con él. Da igual, quienquiera de ellos dos que sea el que le ha enviado al salinero, no piensa rechazar la invitación. Sería de mala educación, y además, tiene verdaderos deseos de hacer este viaje desde aquella madrugada impía del dolor. Lo único que necesitaba era la ayuda mecánica, y la tiene delante.

Tras unos instantes Rogelio Tizón ha tomado la decisión y se dispone a responder a Mojarra, quien tiene toda la atención concentrada en sus ojos. Sin embargo, cuando su cerebro ha procesado toda la información y la envía clara y directa a los párpados, algo ocurre y estos, libres de todo control, empiezan a temblar repetidamente con total autonomía. Diez pestañeos, veinte tal vez. Imposible e inútil contarlos. Mojarra, que lo observa con extremo interés, se queda inmóvil, perplejo; sin saber qué hacer. Hace tiempo que se preparaba para este momento, en su mente había visualizado la situación miles de veces: un pestañeo, esto; dos, lo otro. Todo calculado. Pero ahora este giro de papeles lo coge desprevenido y lo descoloca. Me estás haciendo la picha un lío, compadre. Se asienta el calañés, calado sobre el pañuelo que le envuelve la cabeza, y se decide a repetirle lo dicho, ahora con algo más de profusión.

Al fin Tizón ha vuelto a adueñarse de sus párpados y se hace con la situación cerrando los ojos y volviéndolos a abrir. El puerco que me manda llamar debe estar con ganas de chirigota. Mejor, es bueno que lo reciban a uno de buen humor. Abiertos los ojos de par en par los clava en los de Mojarra con la intención y el gesto firmes, los cierra un instante y los vuelve a abrir fundiéndolo con la mirada. Guarda una moneda en el bolsillo desde que la vida le dejó claras un par de cuestiones y así reviente la puta que parió a esos dos si en el momento de entregarla se va patas abajo como un conejo cobarde. ¿Te queda claro lo que estás viendo, salinero? Un solo pestañeo, uno, o te arranco la cabeza. Mojarra, que ha mantenido la postura inclinada sobre la cama sin apartar la vista de él, capta el mensaje. Se incorpora, vuelve a tocarse el sombrero y respira hondo. En un arranque de religiosidad, en un acto más reflejo que de fe, se persigna y persigna al policía, finalmente lo mira con serenidad durante unos segundos, le pone la mano en el hombro y le da un apretón fraternal:

Que la tierra te sea leve, compadre.

Rogelio Tizón Peñasco, comisario de Barrios, Vagos y Transeúntes ve acercarse hacia él a la virgen María vestida con una túnica bordada en color blanco y cubierta por un manto bordado en azul turquesa brillante, al fondo un cielo nítido de color azul claro. El azul claro con el que está confeccionada la tela del cojín. Eso será lo último que se lleven de este mundo los ojos de Rogelio Tizón.

****

El cochero ha parado el carruaje en el lugar que le indica la señora, unos metros antes de llegar a la entrada de la finca. Lolita baja y camina hasta la puerta, dos grandes verjas de hierro negro abiertas de par en par, deteniéndose a mirar. Es una finca espléndida, con enormes extensiones de tierra estriada por hileras de cepas que se pierden en la vista, delante una casa típica de campo, grande, encalada; muy andaluza. A medida que se adentra por el camino distingue un emparrado junto al porche que hay en la puerta de la casa. Un trozo de tierra lejos de la incertidumbre del mar, donde éste no se vea, le dijo Pepe Lobo aquella noche de carnaval junto a la Caleta, en una casa con un emparrado bajo el que sentarse y donde poder pasar las noches tranquilo. El capitán Lobo ha alcanzado su sueño, piensa, complacida y emocionada. Lolita supo que el corsario vivía en Jerez por su socio Don Ricardo Meade, quien le habló de un marino metido a viticultor, dueño de la bodega El Molino que está en la calle San Ildefonso, aquí en Jerez.

Es un antiguo capitán de navío al que un mal golpe de mar se le llevó una pierna. Después de eso se retiró a una finca con viñedos y compró estas bodegas, lo puso todo en manos de expertos y parece ser que el vino es de los buenos. Quiere exportar a América y ha venido a vernos.

Al adentrarse distingue la silueta del corsario saliendo de la parte trasera de la casa y no puede evitar sentir una fuerte impresión. Camina a saltos sobre su única pierna, apoyado en las muletas que acoge bajo las axilas. A pesar de la mutilación el capitán se mueve con energía y desenvoltura, como si los muchos años caminando sobre maderas flotantes le hubieran adiestrado para adaptarse a cualquier tipo de locomoción. Viste una camisola blanca, chaleco negro y pantalón del mismo color con una faja también negra ciñéndole la cintura; la única pernera del pantalón metida dentro de la bota campera, la de la pierna inexistente, cortada y cosida a la altura del muñón. La misma solidez de presencia que antaño, observa Lolita. Y es quizá esa firmeza, la seguridad con la que se maneja, la que le ha provocado la conmoción al ver al hombre mutilado.

Pepe Lobo la ve llegar por el camino de entrada sin acertar a reconocerla hasta que la tiene a unos pasos. La señorita Palma. Sabía que tarde o temprano volvería a verla, acaba de convertirse en cliente suyo y ha oído decir que suele venir a la sucursal de Jerez a menudo, sin embargo no contaba con que lo visitara en su casa y le sorprende. Lolita Palma recorre el trecho de la entrada y llega hasta él. Es la primera vez que están frente a frente desde hace doce años.

Se miran largamente a los ojos. La de Lolita es una mirada profunda y cargada de afecto, en la de Lobo no asoma ninguna sombra de reproche. Es su mirada de siempre, clara y honesta. Como si el alma le asomara por los ojos. El pelo completamente encanecido de él le suaviza las facciones, le da una nueva apariencia de nobleza que lo hace más atractivo. Las ojeras ligeramente abultadas de ella le dan al semblante un aspecto cansado, aunque aún mantiene la misma blancura en la piel, el mismo continente sereno, el mismo encanto singular.

¿Cómo está, Capitán?

Lolita tiene la respiración agitada, a medias por la caminata de la entrada y a medias por la excitación del reencuentro. El viejo corsario hace una breve inclinación de cabeza, sonriéndole con suavidad.

Me alegro de verla.

Con un gesto cortés la invita a sentarse en un banco de piedra que hay tras ellos, cerca de una fuente rectangular que adorna la entrada y donde se oye el continuo chisporroteo del agua, de caños que vierten en una inercia imperturbable. Pepe Lobo se sienta junto a ella dejando las muletas cerca de sí, tan cerca de su cuerpo, observa Lolita, que se diría que teme perderlas. La conversación surge con naturalidad, como surgiría entre dos viejos conocidos que se alegran sinceramente de verse; un hombre y una mujer hablando como dos amigos que se ponen al corriente de sus vidas. Él le habla de uvas y de vinos, pero no le habla de dolor y de rabia, ni de la muerte, que no siempre acude cuando se la necesita. Ella le cuenta de sus negocios, de sus fragatas y bergantines que siguen uniendo a Cádiz con América, pero no le cuenta que la soledad se hizo más grande después de aquella noche en la Caleta, y que a veces pesa como una losa, ni de los remordimientos que acuden a ella desde que salió de visitarlo en el hospital.

Un niño sale de detrás de la casa y se acerca corriendo hacia ellos. Le sigue una mujer joven que portea sobre la cadera a una criatura pequeña y en la otra mano un cubo de madera. El niño se detiene al llegar a Pepe Lobo y se queda erguido junto a él con la mano apoyada en su rodilla, un joven caballero templario protegiendo su templo. El plante serio y masculino sin dejar de observar a la mujer, en una actitud más propia de un adulto que de sus aparentes cinco o seis años, hacen sonreír a Lolita. El niño es el vivo retrato de Pepe Lobo. Los mismos ojos verdes de uva recién lavada.

Da los buenos días a la señora le dice el marino haciéndole una carantoña en el pelo y mirándolo con una mezcla de ternura y orgullo que no pasa desapercibida para Lolita Palma. Obediente, el pequeño le da los buenos días al tiempo que la joven que lo sigue llega hasta ellos. La niña que sostiene apoyada a la cadera abre la mano y deja caer el trozo de pan que trae en ella estirando el brazo hacia Pepe Lobo, reclamándolo con apremio.

La señorita Palma fue mi patrona hace años dice Lobo mientras toma a la niña en brazos y la sienta sobre su rodilla. Lolita se pone en pie para saludar a la joven y ambas intercambian unas palabras de cortesía. No aparenta más de veinticinco años y es bella en extremo, de una exuberancia racial y salvaje. Viste ropa sencilla y en su modo de hablar, en su continente lejanamente silvestre, se adivina un origen humilde. Tiene la piel morena y el pelo negro azabache, algunos rizos se escapan rebeldes de entre el recogido de las peinetas; los ojos inmensos son como dos noches oscuras con resplandor de luna y los pómulos anuncian una sonrisa urgente que aparece luminosa y acogedora de entre los labios carnosos. Una belleza que viene envuelta en un encanto seductor y fascinante, observa Lolita.

Si se espera una chispita se podrá tomar un gazpacho fresco como el agua que sale del pozo, que es nieve pura le dice la muchacha, alzando el cubo y mostrándole los tomates y pimientos que trae en él. 

Lolita asiente sonriendo y la joven se inclina a coger a la niña, que protesta agarrándose al cuello de Lobo sin dejar de repetir “papá, papá”. Una mirada cómplice, cargada de sensualidad, se cruza entre el marino y la muchacha, que se marcha hacia la casa llevándose tras de sí al pequeño quien se gira hacia su padre haciéndole un gesto de llamada con la mano. Este le guiña un ojo y alza la barbilla indicándole que siga a su madre. 

Contemplando la escena familiar, Lolita Palma comprende qué fue lo que la hizo levantarse de la mesa que compartía con Curra Vilches y el primo Toño, aquella noche de carnaval en el café Apolo. Descubre claramente, sin los embozos con que la responsabilidad algunas veces quiere encubrir la verdad, cuál fue el impulso irrefrenable que la llevó hasta la mesa de Pepe Lobo. Y la respuesta aflora acompañada de un sentimiento lejano de rencor, no por su presente sino por su pasado: juventud, soledad, melancolía, cristales empañados con gotas de lluvia. Áridas tardes de estudio inclinada sobre libros de comercio o cuadernos de contabilidad, aprendiendo inglés, aritmética, cálculo mercantil… Aquella noche en el café Apolo Lolita Palma quiso hacerle un quiebro al destino, encontrar un saliente en ese sombrío camino de renuncias que le ha marcado a hierro la sensación certera de soledad. Quiso lo imposible, reconoce con melancolía.

Epílogo

En la ciudad de Cádiz el tumulto es general. El carruaje de Lolita Palma, que regresa de su viaje a Jerez, pasa cerca de un grupo de vecinos y transeúntes que discute frente a un pasquín pegado en el muro de la iglesia de San Antonio. Al ver entre ellos a Molina, el encargado de su oficina, Lolita pide al cochero que pare. El encargado le informa que se trata de un parte donde se anuncia que el nuevo Jefe y Gobernador de la población es el general De Burgoing, llegado hace unos días a El Puerto al frente del ejército de los cien mil hombres de san Luis, en espera de que llegue el duque de Angulema.

Lolita distingue a un hombre que sale de entre el grupo de gente y se dirige calle abajo, camino de la confitería de Burnel. Es Gregorio Fumagal, el viejo taxidermista. Camina con paso tambaleante y la casaca ladeada. Igual que la sonrisa.