Pueblo, 3 y 4 de enero de 1975
1 – El grupo de los “grandes”
El proceso descolonizador de las colonias portuguesas en África limita la presencia blanca en el continente al cono sur, con Rodesia y Sudáfrica. Especialmente en el caso de Mozambique, los colonialistas del sur se verán privados del colchón protector que la presencia de Portugal les proporcionaba quedando expuestos a la infiltración, cada vez en aumento, de los movimientos que luchan por la “africanización” total del continente negro. En lo que a Angola respecta, los intereses del capitalismo occidental, profundamente enraizados gracias al antiguo régimen portugués, no están dispuestos a verse privados de las materias primas de la rica región, diamantes y, sobre todo, el petróleo de Cabinda.
Todo ello ha vuelto a poner sobre el tapete un tema que parecía olvidado: los mercenarios. Durante los últimos meses, los medios de comunicación de todo el mundo han señalado la existencia de contactos entre acaudalados colonos y soldados de fortuna, con vistas a salvaguardar los intereses europeos en los escasos bastiones que para los blancos van quedando en África. Los rumores del reclutamiento de mercenarios en Europa, e incluso la presencia de algunos de éstos en las zonas de fricción africanas, han sido unas veces desmentidos y otras confirmados por los interesados, sin que hasta el momento se hayan conseguido pruebas evidentes en uno u otro sentido. Mike Hoare, jefe del 5º Comando durante la guerra contra los simbas en el Congo, desmintió públicamente haber sido contratado para combatir al FRELIMO en Mozambique. Sin embargo, por la misma época, un oficial retirado de mercenarios, ex paracaidista francés en Argelia y después militante de la OAS, afirmaba en Alicante que grupos de voluntarios europeos habían sido ya reclutados y se entrenaban en Malawi. Hace un mes, los movimientos de liberación de Angola señalaban la presencia de mercenarios en el área de Cabinda, donde la Gulf Oil se ha sacado de la manga un nuevo “movimiento de liberación”, cuyo objeto no es otro que obtener la secesión del resto de Angola, a fin de que el petróleo siga controlado por la empresa multinacional que ahora lo explota.
¿Otra vez los mercenarios en África? Aunque expertos en el tema sostienen que su época concluyó con la guerra de Biafra, numerosos indicios parecen señalar la presencia de cuadros europeos en el continente, entrenando a los indígenas que se utilizarán, llegado el momento, para un enfrentamiento con los movimientos de liberación africanos, o para “pequeños trabajos” locales. Soldados profesionales procedentes en gran parte de unidades especializadas de ejércitos europeos, enrolados por dinero o por afán de aventura, los mercenarios han forjado su propia leyenda en África al socaire de las convulsiones de países a veces inmaduros políticamente, casi siempre agitados por los intereses colonialistas de las potencias.
Entre los soldados de fortuna existe una gran variedad de tipos, que van desde asesinos a sueldo procedentes de los barrios bajos de cualquier capital del mundo a los reclutados por los gobiernos de Occidente para defender sus intereses zonas determinadas, verdaderos “agentes secretos” de Gran Bretaña, Francia o Estados Unidos.
La primera generación de los mercenarios modernos estuvo compuesta en su mayor parte por “soldados perdidos” de las últimas guerras, antiguos “paras” franceses de Indochina y Argelia, militantes de la CAS, belgas, ingleses, sudafricanos, que por diversas razones habían abandonado sus respectivos ejércitos, y que encontraron en África un ambiente propicio para la aventura, para el dinero y para desempeñar junto a los viejos camaradas el único oficio que conocían a fondo: la guerra. El servicio mercenario convertiría en compañeros de armas a individuos que años atrás se destrozaban mutuamente. Antiguos soldados de la Wehrmacht o las Waffen SS, franceses que se habían fogueado en el maquis, británicos procedentes de los comandos… Todos ellos, por el dinero, la gloria o el folklore, se lanzaron a la apasionante aventura de África.
Muy pronto los nombres de algunos pasaron a la leyenda: Trinquier, Faulques, Duchemin, Michel de Calry, Mueller, Denard, Tony de Saint Paul, Mike Hoare, Peters, Steiner, Schramme, asombraron al mundo con sus métodos, sus barbaridades o sus proezas. Los juicios sobre sus actividades africanas difieren notablemente según los puntos de vista. Faulques, por ejemplo, uno de los mercenarios enviados por Francia para apoyar la secesión de Katanga, calificado de pillo y sádico por el entonces representante de la ONU en Elizabethville, Conor O’Brien, en su libro ‘To Katanga and Back’, es notoriamente ensalzado por Pierre Sergent, autor de ‘Je ne regrette rien’, obra en la que se narra la historia del I Regimiento Paracaidista francés en indochina y Argelia.
Roger Faulques es un caso notorio. Nacido cerca de Coblenza, de un temple e iniciativa admirables, se batió en las dos guerras coloniales francesas: Indochina y Argelia. Gravemente herido en la desastrosa operación de Cao Bang, donde el I REP perdió 470 de sus 500 componentes, fue capturado por los vietminh y liberado después. Tras la guerra de Argelia quedó “sin trabajo” hasta que su amigo el coronel Trinquier, también amigo antiguo “para”, aceptó la oferta de Moise Tshombe y se lo llevó a Katanga. Allí Faulques se puso al frente de la guerra revolucionaria tras desembarazarse hábilmente de los consejeros belgas que había en torno al presidente. Utilizando a un suboficial congoleño analfabeto al que ascendió a general en jefe, el mercenario francés se hizo el amo de Katanga en lo que a “guerra psicológica” respecta. Convertido en pesadilla del representante de las Naciones Unidas, trazó un plan excelente para batir a las tropas de la ONU, plan que no llegó a terminarse con éxito porque Tshombe, político hábil pero extremadamente voluble decidió despedir al grupo de Faulques en pleno combate. Este tuvo entonces que abandonar Katanga, pero su prestigio e inteligencia le hicieron aparecer más tarde en el Yemen, donde fue superior de Bob Denard. Ausente del Congo en la revuelta de los mercenarios, intervino en la guerra de Biafra dirigiendo una audaz operación al mando de voluntarios franceses. Al parecer, las heridas recibidas en los combates, que le dejaron prácticamente inválido, le obligaron a buscar el retiro.
Bob Denard —un metro ochenta centímetros y bigotes de mosquetero— había sido suboficial de los comandos de marina franceses en Indochina. Durante la secesión de Katanga se reveló como un genio en el manejo del mortero, y se asegura que liquidó con su arma predilecta a unos trescientos soldados de la ONU. Muy querido por los congoleños, fue de los últimos en abandonar Katanga. Con solo cuarenta hombres tuvo en jaque a los cascos azules hasta que en 1963, agotados y sin municiones, acosado en todas partes por el enemigo, pasó a Angola con los supervivientes de su grupo. Reclutado por el Yemen, combatió pagado por Arabia Saudita contra los republicanos, teniendo a sus órdenes a otro mercenario que se haría famoso con el hombre de “Mad” (el Loco) Mike Hoare. En 1964, Denard volvió al Congo como coronel del Ejército congoleño. Tras la marcha de Lamouline, se hizo cargo del 6º Comando, interviniendo en la revuelta de los mercenarios contra Mobutu en 1967. Herido en un parietal por un rebote de bala, metió a sus heridos, blancos y negros, en un avión y se fue a Rodesia. Al salir del hospital participó en la frustrada invasión del Congo para apoyar a Schramme, que se estaba batiendo en torno a Bukavu. Tras el fracaso de la operación, cuya responsabilidad le fue atribuida por varios de sus hombres, que hablaron de sobornos de la CIA, Denard tomó el retiro.
Mike Hoare, ex suboficial británico convertido en afrikáner al establecerse como banquero en Durban (Sudáfrica), consejero en Katanga, súbitamente ascendió con rapidez. Hay quien afirma que era un agente del “Intelligence Service” británico. El caso es que más tarde se hizo cargo del 5º Comando, compuesto por voluntarios de habla inglesa, abandonándolo tras el fin de la guerra contra los simbas. Mercenario en el Yemen con la graduación de coronel, Hoare decidió retirarse después, aunque volvió a aparecer públicamente para amenazar a los mercenarios franceses que combatían junto a los biafreños con intervenir él por cuenta del Gobierno federal de Lagos. Dueño de una considerable fortuna reside en la actualidad en África del Sur.
Jean Schramme, heredero de una fortuna importante, “hijo de papá” y plantador en el Congo se vio despojado de sus propiedades tras la independencia. El antiguo plantador belga se convirtió en soldado de fortuna. En 1967 dirigió la revuelta de los mercenarios dispuesto a derribar al Gobierno de Kinshasa. Con solo ciento cuarenta voluntarios blancos y unos centenares de antiguos simbas y katangueños tomó Bukavu y peleó duramente con el Ejército congoleño, que estaba asesorado por agentes de la CIA. Desbordado por los congoleños, tras varios meses de lucha se vio forzado a replegarse a Ruanda, de donde fue repatriado en 1968. En Bruselas fue condenado a prisión por el asesinato un año antes del mercenario Maurive Quentin en el Congo.
2 – Así surgió la leyenda
Durante una década, el soldado mercenario blanco fue un temible instrumento de guerra en manos de quienes le contrataban para pelear en África. Su mayor preparación militar, su capacidad de reacción ataque, contraataque y organización le conferían una notable superioridad sobre el soldado indígena, muchas veces mal armado y peor entrenado. El valor y la iniciativa de los mercenarios produjo seiscientos cincuenta muertos a los cascos azules en Katanga. Su brutalidad aplastó a los simbas en Stanleyville; su audacia mantuvo en jaque durante meses al Ejército congoleño de Mobutu, a pesar de los “consejeros” norteamericanos. La desesperación y el pundonor profesional empujó a los mercenarios a magníficos golpes de mano que prolongaron durante algún tiempo la supervivencia de Biafra… Y así surgió la leyenda
Tshombe, privado de sus consejeros belgas, se vio obligado en 1960 a reclutar mercenarios para apoyar la secesión de Katanga. La muerte de Patricio Lumumba —a manos de mercenarios, según se aseguró— decidió al Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas a intervenir en el Congo y solicitar la inmediata retirada de los voluntarios extranjeros. Sin embargo, Tshombe, que contaba con el apoyo de numerosas potencias occidentales y el respaldo de la Unión Minera belga, formó, encuadrado por mercenarios, un cuerpo militar indígena, al que se denominó Gendarmería Katangueña, cuyo objetivo era enfrentarse al Ejército congoleño de Mobutu, y a la ONU si fuera preciso.
O'Brien, representante de la ONU en Katanga, decidió limpiar el país de mercenarios para debilitar la fuerza de Tshombe. Sin ellos, las tropas de la Gendarmería Katangueña serían insuficientes para mantener durante mucho tiempo la secesión de la provincia. Utilizando los cascos azules, O’Brien desencadenó la “Operación Ponche al Ron”, que obtuvo resultados irrisorios. Únicamente fueron detenidos algunos aventureros europeos con escaso valor militar. Pero 96 mercenarios, de los que 54 eran belgas, escaparon de la red.
El representante de la ONU no se dio por vencido. Dispuesto a aplastar a los voluntarios extranjeros que le estaban ridiculizando en Katanga, lanzó una nueva operación, “Morthor”, utilizando todos sus efectivos. En el curso de la “operación de limpieza” los cascos azules hindúes cometieron innumerables salvajadas, matando civiles belgas y ejecutando sobre el terreno a todos los heridos de la Gendarmería Katangueña y de los grupos mercenarios. Esta vez, la superioridad militar de la ONU era manifiesta, pero el pequeño grupo de aventureros estaba dispuesto a ganarse el sueldo con creces. Bajo las órdenes de Roger Faulques, los voluntarios europeos se desparramaron por Katanga, hostigando e incesantemente a suecos, irlandeses e hindúes. La batalla fue extraordinariamente dura: frente a 2500 soldados de las Naciones Unidas, apoyados por blindados, los 96 mercenarios y algunos centenares de katangueños se batían a la desesperada. O'Brien estaba seguro de haber ganado ya la partida, pero Faulques le echó encima un jarro de agua fría al ocupar la emisora de radio y hacer 32 prisioneros. Los golpes de mano y las emboscadas se sucedían por todas partes y los cascos azules debieron atrincherarse y esperar.
Entre tanto, el avión que transportaba al secretario general de la ONU, Dag Hammarskjold, para buscar la solución al conflicto, era derribado por los mercenarios. La guerra se prolongaba demasiado y la Unión minera abandonó a Tshombe. Otro tanto hicieron los Estados Unidos. El presidente de Katanga se había quedado solo con sus mercenarios y la ONU pasó una vez más al ataque. Faulques había sido despedido por Tshombe; muchos voluntarios, reclamados por sus gobiernos, y los cascos azules habían recibido considerables refuerzos. Cuarenta mercenarios “los últimos de Katanga”, se dispusieron a vender cara su derrota, mandados por Bob Denard. Frente a ellos, 16.000 cascos azules y todo el Ejército Nacional congoleño se lanzaron a la última acometida. Renunciando a volar la presa Delcommune, que habría arruinado a Katanga, los mercenarios se retiraron hacia Angola sin dejar de combatir. Allí, en “paro forzoso”, se dedicaron a esperar un nuevo contrato.
En Stanleyville se habían sublevado las tribus, impulsadas por los maoístas. Millares de blancos, atrapados en territorio simba, eran mantenidos como rehenes, violadas las mujeres y despedazados los hombres. Las tropas de la ONU se habían retirado, impotentes, y el Gobierno congoleño comprendió que solo quedaba una solución: los mercenarios. Tras las primeras operaciones, dirigidas por Mike Hoare en 1964, con Mueller —antiguo SS— bajo sus órdenes, quedaba un duro hueso por roer: los rebeldes amenazaban, si los mercenarios persistían en su avance, con ejecutar a todos los blancos prisioneros. El avance quedó paralizado. Pero cuando los simbas comenzaron las violaciones de religiosas detenidas en Bunia y los actos de canibalismo se recrudecieron, Mobutu comprendió que había que actuar rápidamente.
Dos columnas de mercenarios encuadrando el Ejército congoleño se lanzaron sobre Stanleyville en una carrera contra reloj, dispuestos a salvar la vida de la mayor parte posible de rehenes. No se hizo un solo prisionero: por donde pasaban los mercenarios, excitados por una furia asesina, dejaban la tierra arrasada y tras de sí un mar de cadáveres que no siempre fueron simbas. Luchando aldea por aldea, casa por casa, los rebeldes se defendían pegados al terreno. Mientras las dos columnas cercaban Stanleyville, los boinas rojas belgas se lanzaron sobre la ciudad. La matanza de los rehenes había comenzado pero paracaidistas y mercenarios consiguieron poner a salvo a la mayor parte. Los simbas huyeron a la selva, y allí continuó una lucha en la que uno de cada dos mercenarios habría de encontrar la muerte. A pesar de que en muchos casos no consiguieron llegar a tiempo, los combatientes a sueldo se abrieron paso hasta las misiones aisladas en la selva, para liberar a sus habitantes de las atrocidades simbas, e innumerables sacerdotes y religiosas debieron sus vidas a los mercenarios.
En 1967, tras el rapto de Tshombe, los mercenarios que se encontraban en el este del Congo decidieron derrocar al Gobierno de Mobutu. “Tenemos una deuda de honor con Tshombe”, declaró Bob Denard a ‘Paris Match’. No llegaban a doscientos, pero estaban acostumbrados ya a batirse en inferioridad de condiciones y contaban con unos tres mil ex gendarmes katangueños y algunos simbas que les que se les habían unido para vengarse del Gobierno central. En lo que había de ser la más audaz empresa de los soldados de fortuna, se prepararon para enfrentarse a los 25.000 hombres de Mobutu. Sin embargo, dos hechos de vital importancia habían de frustrar la atrevida empresa: la ayuda que mediante “consejeros” de la CIA prestaron los Estados Unidos al Gobierno centra,l y la herida que dejó a Denard fuera de combate el 7 de julio, enviándole a un hospital de Salisbury.
Entretanto, Schramme, que había tomado el mando, se retiró hacia Bukavu con sus ciento cuarenta mercenarios, acosado por el Ejército congoleño. La suerte de los soldados blancos que caían en manos de la ANC no era envidiable: 31 de ellos fueron capturados en Kinshasa y torturados durante varios días hasta morir. En Bukavu, Schramme se mantuvo durante cuatro meses, batiéndose con solo sus mercenarios, seiscientos treinta gendarmes katangueños y doscientos simbas contra 13.000 soldados del Ejército congoleño, apoyados por hombres de la CIA. Pero el 28 de octubre la ANC lanzó una formidable ofensiva, con una cobertura aérea proporcionada por T-28 americanos, pilotados por cubanos anticastristas. Schramme, tras una dura defensa, se vio obligado a abandonar Bukavu y replegarse hacia Ruanda. La operación de apoyo, montada por Denard a su salida del hospital, en la que intervenían ciento diez mercenarios españoles, franceses y belgas, fracasó, debido a la intervención de los Estados Unidos. A partir de entonces Denard fue acusado —nunca hubo pruebas— de haber aceptado sobornos de la CIA. Así terminó la revuelta de los mercenarios.
La intervención de los mercenarios en la guerra civil de Nigeria fue confusa, pero evidente. No fue ésta una guerra convencional, sino una sucesión de golpes de mano y operaciones nocturnas en la selva, donde no se hacían prisioneros. Los mercenarios organizaron los llamados “comandos de la muerte”, cuya actuación consistía en infiltraciones tras las líneas federales. El legendario Faulques, Denard, Ropagnol, Steiner y otros viejos conocidos fueron quienes, por mil dólares mensuales, permitieron a los ibos de Biafra resistir algunos meses más, pero Inglaterra necesitaba petróleo nigeriano, e intensificó su apoyo al Gobierno federal, acelerando el desastre de los rebeldes. En medio de una anarquía enloquecedora, en unos combates en los que no se concedía cuartel, los mercenarios murieron o abandonaron el país. Solo un pequeño grupo, bajo el mando de Steiner, resistió hasta que un altercado con el coronel Amadi le hizo coger un avión portugués. Williams, un sudafricano, asumió entonces el mando. Casi no quedaban mercenarios en Biafra. La guerra se proseguía a golpes de machete, y el general Ojukwu, abandonó el campo. Los últimos mercenarios embarcaron en aviones de socorro o se hundieron en la selva con sus ibos. Así terminó la última guerra mercenaria.