2 de abril de 1993
[Pregón de la Semana Santa de Cartagena pronunciado por don Arturo Pérez-Reverte el Viernes de Dolores, 2 de abril de 1993, festividad de la Patrona de la Ciudad, en el salón de Plenos del Palacio Municipal.]
Excelentísimas e ilustrísimas autoridades, ilustrísimo señor alcalde y excelentísima corporación municipal, Nazarena Mayor, Hermanos Mayores y Junta de Cofradías, señoras y caballeros.
Si el solar de un hombre lo constituyen un paisaje y unos recuerdos, una memoria, que se construyó en la infancia y a la que después se añora y se desearía retornar, o recobrar, el hecho de estar hoy aquí con la responsabilidad de pronunciar el pregón de nuestra Semana Santa significa, para mí, un singular bucle, el cierre, o la culminación de un círculo en el tiempo. Un salto atrás, o un retorno, un reencuentro no exento de emoción ni de ternura, con las personas y el ambiente que hace veinticinco, treinta años, arropaban los ojos abiertos y fascinados de un niño, de un niño cartagenero, ojos que empezaban a abrirse al mundo.
Si la ciudad donde nació un hombre y donde aún viven los que quedan de los suyos, la tierra que acoge a quienes los precedieron, si ese escenario entrañable de los primeros recuerdos constituye la verdadera y más íntima de las patrias, Cartagena es sin duda mi primera patria, mi primer amor. Y Cartagena en Semana Santa es mucho más patria que nunca.
No voy a contar aquí, glosándola, qué es la Semana Santa de Cartagena. Otros lo hicieron en este sitio antes que yo y mejor que yo. No voy a contarlo porque los cartageneros de nacimiento o adopción lo saben perfectamente y los forasteros se van a enterar en seguida, mejor que con lo que yo les cuente, con darse una vuelta por las calles de la ciudad. Una ciudad que a lo largo del tiempo, incluso en los tiempos difíciles, que muchos hubo en el pasado, hay en el presente y otros habrá en el futuro, siempre ha sabido encontrarse en el corazón y en las entrañas la dignidad, el trabajo, la alegría y el orgullo suficientes para salir adelante. Para arrancar un cante del fondo de la mina de nuestra sierra de palmito y chumbera, para salir a la mar en busca de comida o trabajo. Para llevar a casa el jornal y ponerle reyes a los zagalicos. O para resucitar cada año al Jesús, como lo llamamos aquí, donde nos conocemos todos, a ese entrañable Jesús bueno y cabal, nuestro "Camoto", que nos matan —y digo "nos" matan porque los cartageneros nunca hemos aceptado nuestra responsabilidad en ese asunto—, que nos matan, decía, cada Viernes Santo para que nosotros lo veamos resucitar cada Domingo de Gloria. Haciéndonos la ilusión de que casi lo resucitamos nosotros, aunque sólo fuera por no ver llorar a la "Pequeñica", a su madre, que es todas las nuestras, y aunque sólo fuera por fastidiar a la autoridad. Me refiero, por supuesto, a la autoridad de Roma y al Sanedrín de Jerusalén.
Acabo de mencionar a la madre, a las madres, y es bien cierto que si hay una presencia que se extiende sobre toda la Semana Santa cartagenera, sobre todos quienes de una u otra forma nos sentimos ligados a ella, es la de la Virgen como madre. A fin de cuentas, esos mantos bordados y magníficos que tanto alaban los forasteros y que los cartageneros que estamos sentados a su lado en las sillas les mostramos con una mezcla de orgullo e indiferencia, como diciéndoles que eso aquí es de toda la vida, que cada Virgen tiene el suyo y que esas maravillas de bordados y perlas son para nosotros lo más de normal del mundo, esos mantos de la Virgen, reina y madre de misericordia, los hacemos así de grandes y de hermosos porque, cuando incluso al más duro y más curtido le van mal las cosas, nunca está de más tener a mano el manto de una madre para que nosotros, los desterrados hijos de Eva, nos cobijemos debajo, aunque sólo sea por un instante, para descansar, protegernos o desahogarnos con los dientes apretados y un sollozo antes de sacar la cabeza y seguir luchando.
Quizá por eso, durante la guerra civil que me contaron mi padre y mi abuelo, tan parecidas a otras guerras que tengo en los ojos y la memoria, guerras que en el fondo son siempre la misma, quizá por eso durante la tormenta de la guerra civil los cartageneros de toda la condición, incluso los milicianos más radicales, respetaron a la Caridad, la patrona. Incluso quienes se manifestaban dispuestos a poner a Dios en cuestión, o por los suelos, cuando salía a colación el nombre de la Madre decían eso de: "Perdona, camarada, pero a la Virgen Santísima, ni tocarla".
Es curioso el grado de familiaridad, de confianza con que, gracias a vivir la Semana Santa por dentro y muy adentro, desde niño, el cartagenero termina considerando a los personajes de la Pasión. Para él son algo extraordinariamente próximo, no un simple elemento de liturgia o fe, sino, además, gente inmediata y muy humana, de carne y sangre, como uno mismo. Eso ocurre con la Virgen, a la que se quiere más quizá por madre que por Virgen. O con ese Jesús ante quien el menos creyente de los cartageneros, acostumbrado a mirar desde niño la hermosa serenidad de su dolor y sacrificio, se quita el sombrero no ya por que sea Dios, sino por honrado, digno y valiente, por la entereza con que se mantiene en pie (precisamente, como decimos aquí, hecho un Ecce Homo). Ese Jesús, "nuestro" Jesús, que sale, casi siempre chispeando y con todos los cofrades mirando angustiados el cielo a ver si hay suerte y la cosa no pasa a mayores, cargado con su cruz por la rampa de Santa María, dispuesto como cada año a recorrer Cartagena para darnos una lección de amor y de decencia, de ser consecuencia hasta el final, y más en tiempos como los actuales, en que tan fácil y frecuente es aprovecharse de los Cireneos y dejar que la cruz la carguen otros.
En cuanto al resto de los personajes de la Pasión, el cartagenero termina por considerarlos casi amigos, compadres de tú a tú, como si en la mesa de la Santa Cena, en un rincón discreto pero con buena vista, hubiese un cubierto libre, un sitio que él no ha podido ocupar porque tiene que salir en la procesión, o bien en su silla o en el balcón, con la familia, y explicándole los tercios y los tronos a los amigos que vienen de fuera. Un sitio propio, cuyo derecho proclama indiscutible y que, por supuesto, heredó de su padre y queda reservado para su hijo. Un sitio a la mesa desde el que puede tratar con respeto a Jesús, que para eso es Dios, o en caso de duda (en el caso del cartagenero de poca fe), siempre viene avalado por su madre, que es la Virgen santísima. Pero un sitio en la mesa que le autoriza a tratar, como de hecho hace, a los apóstoles y a las santas mujeres como de igual a igual.
A Santiago, que es como de la familia porque desembarcó en Santa Lucía. A los Juanes, de apellido Zebedeo Salomé, que es uno pero en realidad siempre serán dos, el Sanjuán o los Sanjuanes, el único santo al que, aunque se le tutea como a todos, es capaz —la Virgen y el piquete aparte— de poner en pie aplaudiendo a la gente. ¿Y qué decir del compadreo local con Pedro Marina Cartagena, obrero del Arsenal, a quien se acompaña de recogida, a las tantas, a los compases del pasodoble “El Gallo”? Unos compases, ojo, con los que sospecho que, en el fondo, el cartagenero, guasón hasta con San Pedro, le recuerda también al viejo pescador la peor noche de su vida: aquel Jueves Santo en que se echó para atrás negando por tres veces a su maestro. Lo que pasa es que a estas alturas Pedro es anciano y tolerante y se ha hecho comprensivo con el posible choteo de los cartageneros que lo adoptaron hace tantos años. Y sabe que somos buena gente y no hay mala intención, o al menos no muy mala, en lo del pasodoble.
Es precisamente esta humanización de los protagonistas de la Pasión de Cristo, humanización que a los extraños podría tal vez antojárseles excesiva, irrespetuosa incluso, la que, por el contrario, hace que el cartagenero, que la vive desde niño, sienta con más intensidad su Semana Santa. Y lo que hace posible incluso que ese otro cartagenero escéptico al que antes hemos aludido sienta estas fechas en su corazón con la misma intensidad que aquel que mantiene firmes creencias. Por eso, independientemente de que tal o cual época favorezca o retraiga las ideas religiosas en la sociedad moderna, hasta el cartagenero más descreído en materia de fe es capaz de estremecerse con el redoble de los tambores o el estampido del cohete que anuncia la salida de un trono. De aplaudir el paso de la Piedad o el Sanjuán. De echarse a llorar con toda su incredulidad a cuestas cuando le cante la Salve a la Virgen al ir a despedirla de recogida, que es el único lugar donde un cartagenero se atreve a llorar en público sin que se le caiga la cara de vergüenza. Porque, como oí decir una vez a uno de mis paisanos con sabia y diáfana filosofía, "una cosa es una cosa, y otra cosa es otra cosa".
Antes me he referido a las madres y la Semana Santa. Y eso merece capítulo aparte. Las madres o la mujer, que a fin de cuentas suele ser lo mismo. Durante generaciones han planchado las capas, las túnicas, de los hermanos y el marido, de los hijos y, a menudo, de los nietos. En los últimos tiempos no se han limitado a eso, a ser nazarenas cuando jovencitas o, algunas, madrinas de tal o cual tercio, sino que incluso han formado sus propias agrupaciones. Pero siempre estuvieron ahí, detrás de sus vírgenes, promesas de pies descalzos o simple lealtad a esa otra madre del Cielo que tanto las comprende, buenas, abnegadas y fieles, mucho más fuertes, siempre, que los hombres que en apariencia las sustentan. Pidiéndole a la Virgen para ellas, o queriendo purgar ellas, la enfermedad, la angustia, el dolor, los problemas de los hijos que echaron al mundo y que también, a menudo, traspasan sus corazones con siete puñales. Ningún hombre, ningún varón entenderá jamás el mudo diálogo que se entabla cada Lunes Santo entre esas mujeres que caminan detrás y la Virgen que camina delante con el hijo muerto entre los brazos. Es un diálogo de madre a madre que a los hombres sólo nos queda presenciar en silencio, descubiertos y con respeto.
Esas mujeres... Novias, caminando antes de la procesión junto al penitente camino del callejón de Bretau o de la calle San Miguel, llevándole el capuz. Recuerdo el inmenso orgullo que sentí un Lunes Santo, la primera vez que una mujer llevó, a mi lado, mi capuz por la calle Mayor camino de Santa María. A esa hora, cuando ya los primeros tambores ensayan en la puerta, se prepara el primer cohete y el jovencísimo penitente que va a reunirse con su tercio siente en el estómago el cosquilleo de expectación tensa que tanto se parece, les doy mi palabra de honor, a cuando uno se dispone a entrar en fuego.
Esas mujeres de los balcones y los miradores, que nos veían, que ven pasar la procesión entre sus macetas y se santiguan cuando les ilumina el rostro, desde abajo, la del trono... Recuerdo que durante toda mi vida de joven procesionista, primero como nazareno marrajo y luego como penitente de la Piedad, me llamaba la atención una anciana que siempre veía pasar la procesión sola, desde un mirador de la calle de la Caridad. Del mismo modo que cuando salía en mi tercio yo efectuaba siempre antes de la procesión el recorrido completo de ésta para comprobar las enfiladas de las calles, las curvas de sillas y los obstáculos o problemas que luego tendríamos al desfilar, cuando dejé de salir en mi querida Piedad seguí, sin embargo, haciendo el mismo recorrido, como aún lo hago, antes de acudir al callejón de Bretau para dar un abrazo a los supervivientes de aquel viejo tercio en el que tantas veces llevé mi hachote en la mano derecha hasta hace ya casi veinte años. Bien. Pues cada vez, cada año, veía a la misma viejecita en su mirador, siempre sola, dispuesta a ver pasar la procesión. Hace cuatro o cinco años miré hacia su mirador y ya no la vi. Desde entonces, el lugar y la casa siguen oscuros y vacíos.
La Semana Santa cartagenera no sería la misma sin ella, sin todas esas mujeres que pertenecen al presente o al pasado, que hicieron la ciudad y nos hicieron a nosotros. Que poblaron nuestra memoria con imágenes que no se borran. Que nos enseñaron a identificar a los santos y los momentos de la Pasión, mientras que a los varones de la familia solía corresponder describirnos el uniforme de granaderos y judíos, o enjuiciar la calidad del paso, el balanceo de hachote o la respuesta del tercio a las misteriosas señales del sudario. Mujer cartagenera era, y es, la madre de uno de mis viejos amigos, al que yo recogía en su casa en los días de procesión y que, antes de salir, nos daba un último toque de plancha, con idéntico amor, tanto a la capa de su hijo como a la mía.
Esas mujeres cartageneras, a menudo esposas y casi siempre madres, a las que después, tras la recogida, una vez cantada la Salve, el procesionista les lleva unos claveles, una flor recogida del trono de la Virgen, y que después, a menudo durante muchos días, se irá marchitando en un vaso de agua ante esa imagen que tantas y tantas familias de Cartagena tienen en alguna parte de la casa. O sobre una lápida de Nuestra Señora de los Remedios, llevada a la mañana siguiente para quien tantas veces recibió esa flor esperando despierta, con algo guardado de la cena y un "estarás muy cansado, hijo mío".
A veces, cuando coincide mi estancia en Cartagena con los días que preceden a la Semana Santa, hay ocasiones en que encuentro, saliendo del local de alguna cofradía, a un joven de dieciséis o diecisiete años que lleva al brazo, con reverencial cuidado, el traje de penitente camino de su casa. Y cada vez, invariablemente, no puedo evitar pensar en las manos de mujer, que asearán, plancharán y cuidarán de esa ropa para verla después desfilar con orgullo, por la calle Mayor, o las Puertas de Murcia o la Caridad, diciéndoles a la hija, a la hermana, o al marido: "Mira. Ginesico es aquel, el tercero en la fila de la izquierda". Y bajo el capuz, una voz fatigada, apagada por el raso, murmurará un saludo ahogado por los tambores, y los dedos de la mano que sostiene el hachote se moverán un instante, casi imperceptiblemente, aprovechando la parada, antes de que el tercio arranque de nuevo a la señal del sudario, y se aleje con ese balanceo de capas que a mí, después de tantos años, aún me pone la carne de gallina. Porque si un piquete, como sabe cualquier cartagenero, donde más se disfruta es en el cambio frente a Capitanía, los tercios como de verdad se disfrutan es "viéndolos irse".
Voy ya por más de la mitad de este pregón, y los recuerdos se me amontonan, y se superponen a los conceptos, y no puedo sustraerme a la tentación de referirme a ellos. La Semana Santa, en mi memoria, es una especie de extraordinario álbum de fotos, o de secuencias de imágenes, de sensaciones, luz y música. Es desde el "¿cali o marra?" del colegio hasta la frase "mejor que llueva, pero si tiene que llover que les llueva a los californios" —aunque después siempre les llovía a los marrajos—, hasta la imagen emocionante del californio Balbino de la Cerra hace veinte años, uno de esos días de lluvia intermitente, al que recuerdo como si fuera ayer, caminando solitario detrás de la Virgen marraja un Viernes Santo con el enorme plástico protector de su querida Virgen california doblado bajo el brazo, dispuesto a ponérselo por encima al manto de la otra si la lluvia arreciaba.
Recuerdos e imágenes... Un capirote con hachote de butano, creo recordar que del Sanjuán, y una fuga con llamarada enorme, en la calle Mayor, con la gente apartándose asustada y él inmóvil, imperturbable, con aquella llama a un palmo del capuz, esperando, valeroso y estoico, la llegada del técnico, arrancando el tercio en ese instante y arrancando él sin perder el paso mientras, por fin, le solucionaban el problema.
Recuerdos e imágenes. La nube morada o roja, o blanca, esa cohorte bajita erizada de cruces y arrojando caramelos para desesperación de los procesionistas adultos, con los mayores más responsables intentando mantener cierto orden, los pequeños tropezando con la vara de la cruz, amarrados de dos en dos por el cíngulo a su hermano mayor, mirando embobados a la gente de los balcones mientras el trono que viene por detrás se les echa encima y el público de las sillas tiene el alma en un jesús.
Los judíos, con su peculiar estilo, y los granaderos, sin distinción de cofradía ni color, con esa cierta chulería tan cartagenera, haciendo pasacalles todo el día, de arriba abajo, y que al final siempre te cogen en mitad de la calle Mayor, entre las dos filas de sillas, sin lugar para quitarte de en medio cuando pasan, marchosos y seguros, sabiendo que ese día la calle es suya, lanzas o bayonetas en ristre.
Los llamados "malditos" por resonancias zorrillescas: los penitentes jóvenes que se curten antes de acceder al tercio llevando la corona de espinas, las mazas, palabras de Jesús o esos símbolos que preceden a las formaciones o la cierran. Y un recuerdo preciso ligado a ellos, de cuando, muy niño, con cuatro o cinco años, ante el paso de tres capirotes graves con grandes trompetas, pregunté a mi padre, que me tenía en brazos, quiénes eran esos hombres de las trompetas, encapuchados y graves en sus túnicas negras. Y mi padre respondió, muy serio: "Son alegres trompeteros"... Título con que, en mi ingenuidad infantil, seguí llamándolos durante muchos años hasta que alguien me sacó de mi error. Pero nombre que todavía les dispenso mentalmente y que, por una de las piruetas de la vida, tuve ocasión de repetir, esta vez yo en el papel de padre, con mi hija Carlota en brazos, cuando me formuló idéntica pregunta. Excuso decir que para mi hija los capirotes de las trompetas son también, por supuesto, los Alegres Trompeteros.
Los recuerdos son interminables. Como la noche del Encuentro, o todas las noches de Jueves Santo que he vivido, con toda Cartagena en la calle de Caifás a Pilatos, el chocolate y los pequeños y sucesivos encuentros con los amigos, el fondo de tambores, y ese amanecer emocionante, con la Virgen asomando por una esquina. Y San Juan señalándole por dónde va su hijo. Y el Jesús, que a su vista parece apretar los dientes y erguirse más, cruz al hombro, para que no la vea flaquear la madre.
El piquete que pasa, y el cornetín, y el cambio. Y los chorreones de sudor que corren por la cara de los soldados que golpean el suelo con las botas claveteadas como si les fuera la vida en ello, entre los aplausos de la gente arrebatada. Y esos fusiles a la funeraria que tanto me impresionaban de pequeño, el cañón hacia el suelo porque, según me contaba mi abuelo, estaban de luto por Jesús.
El penitente: yo mismo durante todos aquellos entrañables años con mi tercio de la Piedad, como todos los otros amigos y paisanos de los otros tercios y las otras cofradías, ajustándose el capuz en la nave de la iglesia, y el hachote que se ilumina, y la puerta abierta. Y las caras de la gente que se inclina para mirarte cuando empiezas a bajar por la rampa, atento al tambor, al compañero de delante y al que vigilas a tu derecha por el rabillo del ojo. Atento también a las señales del sudario... El capuz que se te clava en la frente, y el soplo de brisa del puerto, que siempre te alivia al doblar la calle del Aire para enfilar la calle Mayor... Y la emoción al escuchar que aplauden a tu tercio, y los conocidos de otras cofradías que te ven pasar con ojos de veteranos, diciéndote en voz baja: "Vais bien, vais muy bien". Porque no hay ni un solo procesionista cartagenero que se alegre de que un penitente de otra cofradía pierda el paso, o dude al parar o en la arrancada.
También está tu orgullo al ver balancearse ante ti las capas de los compañeros, que se mueven lentos y seguros al compás suave de la misma música. Y tu satisfacción al comprobar el gesto arrobado que ves en las caras de la gente cuando mira hacia detrás de ti, y sientes que la luz del trono dobla la esquina a tu espalda y les ilumina el rostro. También el sufrimiento, el cansancio, el calor y el capuz que se te sigue clavando en la frente. El pequeño mareo superado junto al Parque. La vez que te distraes una décima de segundo y ves clavar el sudario un instante demasiado tarde, y ese pie derecho que se te ha quedado diez centímetros delante y que rectificas muy despacio, avergonzado, confiando en que nadie se haya dado cuenta. Y el miedo, el pánico atroz que te inunda cuando ves que empiezan a caer gotitas de agua sobre tu hachote. Y el año que te llueve, y la gente que te vuelve la capa para que no se moje el bordado. Y los tambores que aprietan el ritmo para no romper el tercio antes de Santa María. Y la lluvia que cae, y todo el tercio hermanado también en esa angustia, en ese ansia de llegar con tu Virgen en dignidad y buen orden, como Dios manda. Y la rampa, por fin. Y Ella está a salvo, bajo techo. Y los compañeros que se abrazan, emocionados, el pelo revuelto, roja la frente con la marca del capuz, más hermanos tuyos ese día, esa noche, que nunca.
Y la Salve. Y ese trono con los portapasos exhaustos, bailándolo en la rampa de Santa María sin decidirse a terminar del todo. Y esos músicos a los que igual encontramos de judíos que de granaderos, a quienes vimos tocar el "Perico pelao" cuando eran casi unos críos como nosotros y que siguen saliendo veinticinco años después, ya con las mismas canas o más que nosotros, a veces llevando a su lado a un renacuajo que marca el paso y al que, a su vez, dentro de veinticinco años recordarán nuestros hijos.
Porque tal vez sea esa la gran lección de nuestra Semana Santa. Cada año, con ella, el pueblo de Cartagena ha visto morir y resucitar a Jesús. Cada año, en estas calles se le gana batalla a la muerte y al paso inexorable de los años y de la vida. Los niños y los jóvenes que se parecen a los niños y los jóvenes que fuimos y a los niños y los jóvenes que serán. Todos iremos pasando, extinguiéndonos en el cumplimiento de la ley del tiempo y la condición humana. Pero el muchacho o la chica que va por la calle del Duque o el Arco de la Caridad, con el traje de penitente doblado al brazo camino de su casa, seguirá siendo el mismo año tras año sin envejecer nunca. Y lo mejor de nosotros, lo mejor que tiene esta ciudad y tiene esta tierra, seguirá vivo en él, como un tesoro, nuestro único patrimonio, que nos transmitimos unos a otros de padres a hijos, y que nos hermana por unos días al año por encima de todo y de todos. En esta Cartagena a la que le deseo, en este día que tiene el trágico y hermoso nombre de Viernes de Dolores, hijos y nietos que tengan, como dice ese poema esculpido en mármol ahí cerca —poema que aprendí de memoria casi antes de aprender a andar—, que tengan el empeño de consolarla, igual que a esa Virgen de la Caridad a la que tantas veces acompañé por sus calles, por lo mucho que sufre y ha llorado.
Muchas gracias.
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