Arturo Pérez-Reverte - El Semanal - 09/01/1994
[Ha sido ya su segunda Navidad en Bosnia-Herzegovina, pero los once cascos azules españoles muertos pesan como una losa sobre la misión de paz que llevan a cabo. Arturo Pérez-Reverte, testigo de esta guerra, hace el retrato humano de unos jóvenes que no entienden la indiferencia de la vieja Europa.]
Muchos de ellos llegaron con veinte años y ahora les miras la cara y parecen viejos. Les miras los ojos y encuentras ahí la mirada fatigada, vacía, de quienes acaban de echarse un pulso con el cuarto jinete del Apocalipsis. Se llaman Paco, Manolo, Juan. Desde hace más de un año patrullan en blindados pintados de blanco el valle del río Neretva. Desde noviembre de 1992 te los encuentras en Dracevo, Medjugorje, Jablanica, Mostar. Te dan las luces al cruzarte con ellos en las carreteras heladas o llenas de agujeros o levantan una mano al asomar los ojos bajo el casco azul detrás de sus trincheras protegidas con sacos terreros. Han sido relevados tres veces. Legionarios, de caballería, de transmisiones, paracaidistas. Te los encuentras una y otra vez, sabes que no son los mismos, y sin embargo todos se parecen como gotas de agua, unos a otros, en cuanto han pasado unas semanas aquí. La guerra iguala sus fisonomías, sus gestos. La mirada. Todos te parecen, siempre, el mismo soldado.
("Llevo aquí mucho tiempo y, oye, al final te acostumbras a todo. A las bombas, a los tiros. A ver muertos y cosas así. Pero a los críos, esos chiquillos que te miran con los ojos muy abiertos, hechos polvo por el hambre y tiritando de frío, a eso no te acostumbras nunca...").
Aquí se pierde pronto la inocencia. Esta es la guerra más sucia, la más cruel. Esta es la madre de todas las batallas y también de todas las desgracias, la crueldad y el odio que puede albergar la condición humana. Y ellos lo han aprendido pronto y a su costa. Aquí se ha revelado lo peor y lo mejor de ellos mismos, del país del que provienen. Inexperiencia, chapuza, errores. Lo que va de ver las cosas en un despacho de Madrid o Bruselas a ejecutarlas aquí, sobre el terreno, donde no sirven de nada las convenciones internacionales ni los reglamentos, y donde sólo funciona la vieja ley de la guerra: la ley del más fuerte.
Pero también han dado lo mejor que tienen: capacidad para adaptarse a un entorno hostil, ingenio para la improvisación y las soluciones de emergencia, esfuerzo y sacrificio personal, valor que a veces se inscribe directamente en el heroísmo. Diez muertos y medio centenar de heridos son el precio de todo eso. Pero dos millones de vidas se salvaron el pasado invierno gracias a ellos. Dos millones con rostros, nombres: Lilijana, Asko, Aris, Mirja, Jasmina. Tienen ocho, diez, sesenta años y sobreviven bajo las bombas entre el hambre, el frío y la miseria. Agonizan en los sótanos y los hospitales mientras una Europa vieja, egoísta y cobarde se muestra incapaz de parar los pies a sus verdugos. Todos ellos siguen aguardando, este otro invierno, al final de esas carreteras que empieza a blanquear la nieve, a que esos soldados morenos y bajitos que se cubren con cascos azules y llevan fusiles pero nunca les disparan, les traigan comida y mantas para no morir.
("De verdad te digo que si te esfuerzas es por ellos. Por la pobre gente, la población civil, que ves en la miseria, sin casa, perdidos... Se te parte el corazón de verlos, de verdad, pero los otros, los hombres, los de los fusiles, ésos da igual que sean serbios, croatas o bosnios. Aquí cada soldado de cualquier bando es un perfecto hijo de puta").
Esta vez va a ser más difícil que la anterior. El pasado invierno, los legionarios de la Agrupación Málaga, el primer contingente español enviado a Bosnia, consiguieron mantener abierta la carretera del río Neretva, el cordón umbilical que permitía llevar la ayuda humanitaria desde Split, en la costa adriática, hasta la asediada Sarajevo y las ciudades bosnias del interior. Pero ahora las cosas han cambiado. La alianza entre los musulmanes y los croatas ha saltado en pedazos, y ambas milicias combaten entre ellas mientras la artillería serbia, que sigue teniendo bajo sus cañones el valle del Neretva, permanece temporalmente silenciosa, esperando.
("Claro, en Madrid o en Bruselas o en Washington te dicen que hay que mantener abierta la carretera Tal porque el pueblo Cual necesita tantas toneladas de comida al día. Pero eso es muy bonito sobre el papel. Aquí caen bombas, y los puentes están volados, y hay nieve y minas en las carreteras, y cualquier bando te para en un control los convoyes que van para el otro bando. Entonces en la ONU amenazan con ataques aéreos, y aquí el personal se cachondea de todo eso. Es como dos mundos distintos: el de allá afuera no tiene nada que ver con éste. Continuamente estás oyendo por la radio y la tele cosas irrealizables o tonterías. Hay mucha ignorancia").
Va a ser un invierno difícil, y peligroso. Ya el pasado verano, los legionarios del segundo relevo, la Agrupación Canarias, no pudieron impedir —a pesar de su esfuerzo y de innumerables sacrificios— que la actividad de los convoyes se redujese al mínimo, a causa de los combates que bloqueaban las carreteras y de la mala fe de los contendientes. A menudo, en lugares donde los conductores de camiones de Naciones Unidas se niegan a ir, alegando que hay demasiado riesgo, son los legionarios españoles quienes, cargando los suministros en sus blindados, se internan por las carreteras minadas y bajo el fuego artillero de todos los bandos para entregar en pueblos aislados la ayuda, incluyendo sus propias raciones de campaña. Así fue alcanzado el 13 de mayo en Mostar el teniente Arturo Muñoz Castellanos, falleciendo dos días después. Así tuvieron los españoles un muerto y diecisiete heridos por bombardeo en Jablanica el 30 de julio. Así fueron secuestrados durante cinco días en Mostar, durante el mes de agosto, 63 legionarios por la misma población a la que habían ido a ayudar.
En el conflicto de Bosnia se olvida, a menudo e injustamente, a la Marina. Desde hace un año, las fragatas de la Armada española se relevan en aguas del Adriático velando por el cumplimiento de las resoluciones internacionales sobre el embargo a la ex federación yugoslava y las sanciones a Serbia y Montenegro. En este momento las fragatas 'Victoria' y 'Extremadura' patrullan el Adriático junto a otros veinte buques de guerra de la OTAN y la UEO. La 'Victoria' navega destacada en el Adriático norte y la 'Extremadura' en el estrecho de Otranto. La misión de los navíos españoles consiste en identificar a los buques mercantes que circulan por la zona, deteniendo y registrando a los sospechosos de violar el embargo. Han identificado a 2.000 mercantes en aguas del Adriático, y sus equipos de abordaje registraron la carga de dos centenares de barcos sospechosos. El mando de la flota combinada que actúa frente a la costa de la ex Yugoslavia lo ostenta en la actualidad el almirante español Francisco Rapalo, que tiene su cuartel general en Nápoles. También la Guardia Civil participa en el bloqueo internacional a Serbia, con embarcaciones que patrullan en el Danubio.
("Lo malo de las guerras como ésta es que la gente termina volviéndose mala, porque pierde al final todo el sentido moral y sólo piensa en la supervivencia y en la venganza. Se vuelven egoístas y sin piedad. Fíjate si no en los bosnios. Todo el mundo los ha estado puteando y la comunidad internacional seguía cruzada de brazos. Pues claro, se han cansado, y ahora dan tanta caña como el que más").
Son ahora los españoles del tercer relevo, los paracaidistas de la Agrupación Madrid, los encargados de solventar la difícil papeleta. Año y medio de guerra, de privaciones y de horror han llenado de tumbas Bosnia central, dejando exhausta a la población civil, y atizado el odio y la insensatez de las milicias. Miles de personas vagan expulsadas de sus hogares, muriendo de frío en los montes y en los bosques, hacinados en los campos de refugiados junto a almacenes vacíos que el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) es incapaz de llenar porque las carreteras siguen bloqueadas y los conductores están hartos de que los maten al volante de sus camiones.
("Claro, tú eres uno de esos tíos de ACNUR, que vives como un príncipe en Split, o en la retaguardia, con tus almacenes, y dices venga ya, a mí me van a volar la cabeza si voy, así que me quedo aquí. Paso mucho del tema. Si la carretera no está segura, no llevo el convoy. Y dime tú quién es el guapo que en Bosnia declara que una carretera es segura").
En París, François Mitterrand habla de reabrir por la fuerza el corredor humanitario, pero eso es muy fácil decirlo en París, donde ni hace frío ni le disparan a uno. Las advertencias del presidente francés van cargadas a la cuenta general de amenazas inútiles formuladas por presidentes, dignatarios y ministros de la comunidad internacional, con cuyas enérgicas declaraciones y amenazas los serbios, los croatas y ahora, también, los musulmanes —la impunidad es rentable y, por tanto, contagiosa— empapelan las cárceles, los mataderos y los burdeles donde encierran a las mujeres de los otros bandos que todavía están de buen ver. Por eso, a los 9.000 cascos azules en general, y a los 600 españoles en particular, ese tipo de declaraciones les da mucha risa. Eso, a quienes todavía conservan intactas las ganas de reír.
("Hay veces que los oyes y alucinas, como si fueran marcianos. Es que no se enteran. Claro, una cosa es venir aquí unas horas con chaleco antibalas, alto el fuego y 200 guardaespaldas, a darte una vuelta por un sitio tranquilo de retaguardia y hacerte la foto, y otra meterte en Mostar, o Jablanica, o en los suburbios de Sarajevo, y ver los muertos, y la sangre, y la mierda").
Los cascos azules españoles han aprendido a su costa que, sobre el terreno, las cosas son diferentes. En cualquier control de carreteras, un par de milicianos borrachos con un par de sillas como barricada pueden, y de hecho lo hacen, detener durante horas a un convoy de Naciones Unidas. Basta que tres mujeres con cacerolas se interpongan al paso de los vehículos para que los cascos azules reciban orden de dar media vuelta. Las instrucciones son nada de violencia, nada de responder a provocaciones, nada de responder al fuego. Nada de nada.
("Y claro, pues no los respeta nadie. Como ven que pueden darnos candela impunemente, pues se aprovechan. En los controles nos tienen horas y horas. Nos roban todo lo que pueden. A veces, hasta los críos nos tiran piedras cuando no tenemos qué darles. Será la guerra o lo que sea, pero esta gente tiene muy mala leche").
Hay un puente que es crucial. O había un puente que era crucial. Se llama Bijela y lo hicieron saltar a principios del 93. Se ha intentado reconstruirlo, e incluso los españoles levantaron las minas de las proximidades para que los cascos azules británicos, los Ingenieros Reales, tiendan en la zona un puente de emergencia. Tendido sobre el Neretva, ese puente permitiría reabrir un importante tramo de carretera hacia el interior. Pero el HVO, la milicia croata, se niega a permitirlo.
Teme, y no le falta razón, que la reapertura de la carretera permita a la Armija musulmana —en los últimos tiempos harta de poner la otra mejilla— unir Jablanica con el sector musulmán de Mostar, donde 50.000 civiles se mueren de hambre desde hace meses, asediados por los croatas tras haberlo sido por los serbios. Así que el puente de Bijela seguirá en el fondo del río.
("Fíjate cómo estarán las cosas, que a veces prefieren arriesgarse a que su propia gente muera o pase hambre con tal de fastidiar al enemigo. Al final resulta que todos utilizan también como arma el sufrimiento y la desgracia de sus mujeres y sus niños").
Bosnia se ha convertido en una ratonera para las Naciones Unidas y para Europa. Por eso, la tendencia en los últimos tiempos apunta hacia lavarse las manos ante la imposibilidad de ir más allá en la ayuda o poner de acuerdo a las partes en conflicto. Sólo los cascos azules atenúan un poco, con su esfuerzo y su sacrificio, la vergüenza de esa Europa que en su momento fue demasiado cobarde para impedir la extensión del conflicto, y que ahora disimula su fracaso y su infamia tras declaraciones huecas que a nadie satisfacen y nada resuelven.
("Hombre, alguien tiene que estar aquí. Muchas veces te dices bueno, vámonos y que se jodan. Que se maten entre ellos. Pero después piensas en los viejos, y en los críos, y en los enfermos, y te das cuenta de que al menos hay que hacer lo que se pueda. No puedes dejarlos tirados así, sin más. En el fondo, no tienen ellos la culpa").
A pesar de todo, a pesar de la inutilidad del esfuerzo, a pesar del horror y de la guerra, sin los cascos azules el valle del Neretva sería mucho más infierno de lo que es. Españoles hasta la médula en lo malo pero también en lo bueno, improvisadores, sufridos y duros, con sus casetes de Los Manolos en los blindados, con su diplomacia a base de compadreo y bota de vino con los señores de la guerra locales, los paracaidistas de la Agrupación Madrid, como antes los legionarios de la Málaga y la Canarias, consiguen intercambios de prisioneros y mejoran en lo que pueden la situación de una población civil de la que se sienten, por verla sufrir y morir, personalmente responsables. Saben que sólo son una gota de agua en un mar de sangre. Pero saben también que, cuando haya pasado el invierno, habrá niños, y mujeres, y ancianos, que quizá sigan vivos gracias a que ellos están aquí.
("Yo, te lo digo de corazón, siento un orgullo muy especial por estar aquí. Es como decir, oigan, yo he hecho mi parte. Yo estoy trabajando por esta gente y dando la cara. A ver qué coño hacen ustedes").
Asumen que los bombardeen y que les disparen, porque son voluntarios y ése es el trabajo, el tipo de vida que ellos han escogido. Y porque, a pesar de todo, están convencidos de que aquí, en Bosnia, sirven para algo. Que su esfuerzo vale la pena. Lo irritante, te cuentan a la hora del trago de coñac y el cigarrillo, es que a veces, al regreso de una de esas patrullas largas y peligrosas, barbudos, agotados y sucios, con el horror aún impreso en la retina, los españoles del valle del Neretva llegan a su cuartel de Medjugorje, o Dracevo, ponen la tele por satélite y ven a un ministro de Exteriores cualquiera haciendo declaraciones en Bruselas, o Naciones Unidas, diciendo que hay que mantener el optimismo y que existen indicios de un pronto entendimiento entre las fuerzas en conflicto. Y después lo ven, al ministro, sentado a la mesa con los bosnios, y los otros, dándoles palmaditas en la espalda, sonriendo. Y se pregunta de qué diablos se ríe.
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