21 julio 1974

Chipre, regreso del infierno

Pueblo, julio de 1974

[Nuestro compañero Arturo Pérez-Reverte, que se encontraba de vacaciones en Oriente Medio, al tener noticias del golpe militar en Chipre se trasladó a Nicosia, siendo el primer periodista español que llegaba a la isla tras el derrocamiento de Makarios. Huésped del Ledra Palace, con más de un centenar de periodistas de diversos países, nos ofrece en este primer reportaje su testimonio directo de los acontecimientos dramáticos y las horas de angustia pasadas en dicho hotel hasta conseguir los periodistas ser evacuados por soldados de las Naciones Unidas.]

La batalla por Nicosia comenzó a las seis horas cinco minutos del sábado [20 de julio de 1974], cuando seiscientos paracaidistas turcos tomaron tierra a dos kilómetros del hotel Ledra Palace, en la zona norte de la ciudad. 

En el Ledra, donde los periodistas habíamos establecido nuestro cuartel general, soldados chipriotas y turistas descompuestos por el pánico corrían de un lado a otro mientras el tableteo de las ametralladoras y los obuses de mortero se iban aproximando. Los paracaidistas se estaban abriendo paso con rapidez hacia el sector turco. Mujeres y niños corrían en busca de refugio, y en las calles hacían su aparición los primeros civiles armados, con escopetas de caza y viejos fusiles ingleses.

Movilización general en Chipre. Muchachos de 18 años, soldados, reservistas con su cartilla azul en las manos crispadas, afluían a los centros de reclutamiento. Los partidarios de Makarios, que durante días habían estado combatiendo a la Guardia Nacional, salían de sus escondites de francotiradores para unirse a los que hasta entonces habían sido sus adversarios. Ni Sampson ni Makarios contaban ya. Llegaban los turcos, el enemigo secular de los grecochipriotas. Ellos eran en aquellos momentos el único enemigo al que había que destruir.

Se combatía en todas partes al norte de la isla. Las noticias sobre la situación en Kyrenia eran alarmantes. Camiones cargados de hombres pálidos por el miedo, conducidos como ovejas a morir en algún lugar de Chipre. Marchas militares, proclamas de radio y soldados que pasan cantando a grandes voces para darse ánimos unos a otros. Y los puños se levantaban al cielo con rabia cuando los Phantom turcos volaban muy bajo entre el humo de las granadas antiaéreas bajo el cielo increíblemente azul de la isla.

En el Ledra se distribuyen uniformes a los camareros y recepcionistas. Las mujeres preparan alimentos y agua para los treinta soldados chipriotas que, mandados por un oficial griego, se disponen a defender el hotel frente a los turcos, que ya están tomando posiciones al otro lado de la piscina. Del aeropuerto nos llega el fragor de las explosiones: se lo bombardea para evitar un posible desembarco de tropas griegas en Nicosia.

La batalla del hotel Ledra Palace comienza a las siete, cuando una ametralladora emplazada en la terraza abre fuego contra los aviones turcos. El Ledra, según nos cuenta el teniente griego, es un objetivo de vital importancia estratégica. Desde sus ventanas se domina la ciudad y puede convertirse en un magnífico observatorio. Y efectivamente, los turcos parecen haberse dado cuenta de ello. Los disparos de mortero comienzan a caer por todas partes y la gente corre a refugiarse en los sótanos.

Nadie logra convencer a los chipriotas de que si se hacen fuertes en el hotel los turcos pueden matarnos a todos los que estamos dentro. Los soldados se atrincheran en la planta baja y en las ventanas. Frente a la piscina cuatro soldados muy jóvenes buscan abrigo tras los instrumentos abandonados de la orquesta del hotel. El piano pronto queda destrozado por las balas y el suelo se cubre de cartuchos vacíos. Un morterazo cae sobre la terraza, matando a un soldado e hiriendo grave a otro. Ante nuestros ojos, el muchacho se desangra con la frente apoyada sobre el cañón destrozado de su arma.

En la planta baja las vidrieras saltan hechas añicos. Soldados y periodistas nos arrastramos por el suelo haciendo cada uno su trabajo. Gritos, órdenes y explosiones que hacen temblar las paredes del hotel. El equipo de Televisión Española rueda a dos metros de mí cuando una bala se lleva el brazo de un soldado que discutía con Javier Pérez Pellón. El suelo se llena de sangre. Una periodista belga llora en un rincón, con los nervios destrozados. Se adivina a los paracaidistas turcos apenas a doscientos metros de las ventanas. Las habitaciones de los pisos altos están siendo literalmente barridas por fuego de ametralladora. Durante una pausa del combate una ambulancia de las Naciones Unidas procede a la evacuación del herido; en el salón, junto a los cristales desechos por las balas, un matrimonio británico, impasible, se dedica a llenar crucigramas.

“Niki, ¿estás luchando por Sampson?”. El soldado sonríe y se echa hacia atrás el casco de acero. No, él no lucha por Sampson, él no muere por Sampson. Nosotros, los periodistas, siempre estamos metiendo la pata. Ahora él se está batiendo por su vida, porque si los turcos toman el Ledra los van a matar a todos. Después, en segundo lugar, que quede bien claro, Niki lucha porque los turcos son el enemigo, porque están atacando Chipre y porque tiene una mujer y cuatro críos escondidos en un sótano. Por eso es por lo que Niki está toda la mañana disparando ráfagas hacia aquellos árboles de enfrente con el fusil ametrallador pegado a la cadera, muerto de miedo y de angustia. Y… “vete quitando de ahí, periodista imbécil, porque te van a volar la cabeza”.

Al anochecer, una patrulla canadiense de las Naciones Unidas llega al hotel y nos comunica que se ha conseguido de los turcos un alto el fuego en torno al Ledra durante la noche. Megáfono en mano, el oficial sale al jardín al descubierto y repite una y otra vez las palabras que estamos escuchando durante toda una terrible noche. “Cease fire, cease fire. United Nations patrol in the Ledra Palace”. Las ráfagas de ametralladora siguen brotando del otro lado del jardín. Después el fuego disminuye… para dar paso a un bombardeo con morteros que, con intervalos de media hora, continuará hasta el amanecer.

Las noches son largas en la guerra. En la oscuridad, mientras intentamos conciliar el sueño, surge el llanto de un niño. Los centinelas, la culata del fusil pegada a la cara, escudriñan las sombras con el rostro desencajado por la tensión que apenas ilumina la brasa de un cigarrillo. No hay agua, no hay electricidad, se acabaron los alimentos. Los morteros turcos nos obligan a encogernos en nuestros refugios; se habla en un susurro. Estamos en una ratonera y somos como ratones asustados.

Un periodista italiano, que dormita a mi lado, me pregunta con un gesto si quiero acompañarle fuera, al jardín. Arrastrándonos por el borde de la piscina llegamos hasta la posición avanzada de los soldados; en inglés nos ordenan guardar silencio, pues los turcos están a solo 50 metros. Se escucha el canto de los grillos apagado de vez en cuando por un obús o una ráfaga aislada que pasa sobre nuestras cabezas. El soldado, de quince años, solloza tendido boca abajo con las manos sobre la cabeza, y rechaza el cigarrillo que le ofrezco. Regresamos al hotel, donde el italiano y yo nos miramos como si hubiésemos pasado juntos muchos años. Solo hemos recorrido treinta metros, pero esta noche, en el Ledra Palace, nos sentimos como si hubiésemos regresado del fin del mundo. 

Al amanecer, las tropas de la ONU consiguen de turcos y griegos un alto el fuego para evacuar a las trescientas personas atrapadas en el hotel. Norteamericanos y británicos parten en primer lugar, con los alemanes. A las doce, cuando el plazo de alto el fuego está a punto de finalizar, aún quedamos un centenar de periodistas en el hotel. Los soldados chipriotas no nos dejan salir; nos apuntan con sus armas. Saben que en el momento que el último de nosotros abandone el Ledra los turcos lo atacarán con la artillería pesada que han estado concentrando durante la noche. En el vestíbulo suceden algunas escenas violentas entre periodistas y soldados. Nos hemos convertido en rehenes.

A la una de la tarde llegan los camiones. Los soldados de la ONU consiguen hacernos salir y escapamos bajo el fuego de griegos y turcos hacia las bases británicas del sur de la isla. Desde las ventanas en las azoteas los francotiradores hostigan a las tropas chipriotas. Atravesamos campos abrasados, casas destruidas, encrucijadas guarnecidas por tanques, y soldados que esperan a los turcos con el miedo en los ojos. 

En Dekhalia, apenas descendemos de los camiones, un oficial británico nos comunica que los paracaidistas turcos atacaron el Ledra diez minutos después de nuestra partida. La mayor parte de los soldados que durante dos días he estado fotografiando están muertos o prisioneros. Me pregunto qué habrá sido del teniente, del soldado que sollozaba de noche en el jardín, de Niki, que tenía a su mujer y a los cuatro críos escondidos en un sótano. ¿Saben ustedes?... “Niki”, en griego, significa “victoria”.

CHIPRE, BAJO BANDERA BRITÁNICA

Pueblo, julio de 1974

Todo el mundo huye hacia el sur. Cuatro mil personas aterrorizadas, bajo la precaria protección que presta la bandera británica que ondea en los camiones, observan con temor las columnas de humo que surgen del horizonte y miran al cielo con angustia, esperando de un momento a otro ver aparecer los cazabombarderos turcos. Rostros marcados por la fatiga, mujeres que aprietan contra su pecho niños dormidos, livianos equipajes hechos a toda prisa entre el fragor de las explosiones… Es la imagen eterna, la que se repite en todas las guerras. Las familias que huyen huyen siempre, no importa a dónde. En ellos solo una idea late fija: escapar de los turcos, escapar de las bombas, escapar de Chipre, escapar de la muerte.

La base británica de Dekhalia está enclavada en el extremo sudoriental de la isla. Los soldados ingleses instalan a los refugiados en lo que fue un campo de deportes. Mantas, sacos de dormir, agua, alimentos… La eficiencia británica en su más depurada manifestación. Encuentros emotivos al descender de los camiones: aquí está aquel amigo que se perdió en Nicosia, aquella mujer que desapareció en el bombardeo de Famagusta… pero también hay centenares de personas que vagan por el campo buscando entre los rostros desconocidos a alguien a quien posiblemente no volverán a ver jamás.

Pero no es momento para ponerse sentimental. Ahora hay que luchar por una manta, aunque se diga que hay para todos; luchar por el agua, aunque se diga que hay de sobra; luchar por la comida, por un puesto en esa maldita cola donde te dan un papelito que quizá te sirva para salir de aquí.  Afortunadamente, la siempre bien engrasada máquina militar británica termina por ordenarlo todo, por disponerlo todo, por parcelarlo todo. Los refugiados se van reuniendo por grupos nacionales, y ante la porción de terreno donde la mayor parte deberá pasar la noche se colocan cartelitos con el nombre de los distintos países. Un pequeño número, entre los cuales estamos la mayor parte de los periodistas, conseguimos autorización para pernoctar en la base. Pero tras las rejas del campo miles de personas ven partir impotentes a los turistas ingleses y norteamericanos, para los cuales se ha organizado una gigantesca operación de salvamento. Los demás, libaneses, españoles, israelíes, egipcios, suecos… tendremos que esperar.

Esperar. La vida en el campo se convierte en una continua espera. Un educado oficial inglés —“I'm sorry, sir”— nos comunica que solo se ha recibido orden de evacuación para aquellas nacionalidades que tienen representación diplomática en Chipre. Los demás deberán permanecer concentrados en la base hasta que los respectivos gobiernos se pongan en contacto con las autoridades británicas. Eso puede durar días quizá más de una semana. Entretanto hay que tener paciencia y esperar. 

Somos siete los periodistas españoles que estamos en Dekhalia. Pedro Sánchez Queirolo, de ‘La Vanguardia’, Luis López del Pecho, de Radio Nacional, el equipo de Televisión Española y yo. Necesitamos salir de Chipre, encontrar télex y teléfonos, entregar las fotografías y las películas que durante dos terribles días hemos estado impresionando en un Ledra Palace barrido por ráfagas de ametralladora. Pero los españoles “no están en la lista”. “I'm sorry, sir”. Lo siento, señor. ¿No tienen ustedes un vicecónsul honorario en Nicosia? 

Pues es verdad. Resulta que en Nicosia hay un vicecónsul, aunque parece ser que no es español. “¿Y dónde se ha metido?”. Ni idea, nuestro representante diplomático en Nicosia parece haberse desvanecido con la guerra. Durante el asedio del Ledra, cuando todos los cónsules y embajadores llamaban por teléfono preguntando por los turistas y reporteros de sus países respectivos, cuando el embajador egipcio acudió allí personalmente a pesar de los bombazos turcos, los siete españoles nos sentíamos como huérfanos. Los siete enanitos del Ledra Palace.

En el interior de la base encontramos a muchos compañeros del hotel. Están allí Aglae Masini, Rolando, del diario argentino ‘La Nación’, Marco, el taciturno cámara italiano… Conseguimos cenar potaje inglés, sándwiches ingleses, té inglés. Y dormimos en un pabellón de sargentos ingleses. Para ser completamente felices solo nos falta obtener pasaje en un avión inglés. 

Y la noticia llega al amanecer. A las siete y media sale un avión hacia Londres transportando refugiados. Nos apresuramos a obtener el permiso de evacuación, pero dos miembros del equipo de Televisión Española no llegan a tiempo y debemos dejarlos en Dekhalia.

Llegamos al aeropuerto británico de Akrotiri, al sur de la isla, por vía aérea. Pero allí nos espera una amarga decepción —“I'm sorry, sir”—. Los españoles no pueden ser evacuados hasta que no se reciban noticias de su gobierno. Posiblemente este vaya a fletar un avión especial para repatriarles. “No tardará mucho”… “¿Cuánto?”… “Una semana, como mucho”. Un oficial nos ofrece “plum cake” y limonada para consolarnos. Pero esta vez hemos perdido el apetito.

Es la una de la tarde cuando se nos informa de que vamos a ser trasladados a Episkopis, donde el mando británico va a estudiar nuestro problema. Subimos a un autobús, donde también encontramos almacenados a los periodistas libaneses, egipcios y suecos. Somos 28. Pero la eficaz máquina inglesa, en vez de llevarnos a Episkopis, nos mete en un campo de refugiados turcos, custodiados por la policía militar. Es un auténtico campo de concentración y se nos trata como a verdaderos refugiados. En torno nuestro, tiendas de campaña, colas para la comida y el agua, dolor, miseria y centinelas. Un panorama ciertamente acogedor. Se nos informa que allí estaremos hasta que acabe la guerra, y eso es la gota que colma el vaso. Así que ponemos el grito en el cielo.

Los oficiales británicos se arman un lío; ahora resulta que los refugiados españoles no son refugiados, no quieren quedarse aquí, quieren largarse de la isla o regresar a Nicosia y, lo que es más insólito, dicen que están hartos de encontrarse bajo protección británica. Inexplicable. Como seguimos armando jaleo y los turcos del campo comienzan a alborotarse, los ingleses deciden llevarnos a Episkopis para quitársenos de encima. Nuestra llegada hace perder a los oficiales británicos su tradicional flema. Gritamos, amenazamos con escribirlo todo con pelos y señales, decimos que esto es una discriminación indigna y que en cuanto tengamos delante una máquina de escribir vamos a montar un número que se les va a caer el pelo.

En el preciso momento en que un fotógrafo sueco y un servidor se dirigían a robar un coche para irse a Nicosia, un sonriente capitán nos comunica que todo está arreglado. Un avión francés está listo para llevarnos a París. A partir de este momento los españoles podemos beneficiarnos también de la magnífica operación de salvamento organizada por los británicos. Nuestra aventura chipriota termina a las doce de la noche del lunes cuando el DC-9 que nos lleva a Francia despega del aeropuerto de Akrotiri.

El reportaje del equipo de RTVE

Patente de Corso: El oso de peluche (2001)

1 comentario:

  1. Como siempre, los medios diplomáticos españoles desaparecidos en los momentos críticos.

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