María José Solano - ffdmagazine.es - 15/01/2022
La Rotonda del hotel Palace a media mañana es un espacio narrativo; un deambulatorio señorial envuelto en el elegante murmullo de gente que cruza, sin conocerse, conversaciones de negocios, citas clandestinas, amistades lejanas, curiosidad por la belleza o la historia del lugar; ajetreo cosmopolita amortiguado por los tapices y las mullidas alfombras.
Allí esperan para este encuentro con 'FFD' dos de los hombres más relevantes del arte y la cultura españolas, cuyo trabajo e influencia traspasan fronteras desde hace décadas. Relajados y sonrientes, descartan desde el principio la entrevista. “Esto es una charla entre amigos”, sentencia APR. Jeosm me mira sonriente detrás del objetivo y yo sé exactamente lo que quiere decir; son muchos años de trabajo conjunto y lenguaje codificado. Asiento en silencio: hoy somos dos afortunados testigos de excepción de la crónica de una amistad.
APR toma la palabra pidiendo permiso a AFD. “Sí, sí, adelante, tú eres el narrador profesional”, apunta Augusto. Como no podía ser de otra manera, Pérez-Reverte cuenta con pausa y en orden, como si la historia de esta amistad fuese un relato o una crónica periodística, una sucesión de hechos susceptibles de transformarse en literatura.
—Un día voy caminando por la calle, veo una exposición y entro por curiosidad. Ferrer-Dalmau ya era conocido para mí, por supuesto, pero nunca había visto sus cuadros al natural. No recuerdo exactamente el año —se vuelve, interrogante, hacia Augusto, que se encoge de hombros, desdibujando cronologías—. Finales de los noventa —añade, y continúa—. Entro y casualmente Augusto estaba allí; nos saludamos, yo le expresé mi admiración y él se ofreció a enseñarme la exposición. Recuerdo que hablamos mucho de pintura, y de historia, y también recuerdo que en aquella conversación salió enseguida el "carlistón" que Augusto siempre ha llevado dentro.
Augusto sonríe y trata de hacerse con el curso de la narración justo en ese punto: “La exposición era de temática carlista; era natural hablar del tema y expresar mi admiración por aquel momento histórico y aquellos hombres. Al poco, Arturo y yo quedamos un día para comer en el magnífico restaurante madrileño Al-Mounia”…
Arturo hace un gesto con la mano. “Un momento —pide mirando mi libreta—, antes debo decir que, en aquella conversación, lo que me hizo gracia de él fue la sorprendente inocencia con la que me hablaba del tema. Claro, mi imagen de los carlistas pasaba por Pío Baroja, y nadie que haya leído a Baroja puede tener un buen concepto del carlismo. Me cayó bien aquel pintor desconocido precisamente por esa manera tan suya, casi romántica, de abordar el tema”.
—A pesar de su fama de broncas y de que Reverte siempre acojona un poco, también él me cayó bien a mí —añade Augusto— (risas). En serio. Con Arturo, como con otros escritores, suele ocurrir que crees conocerlo porque lo has leído, pero en su caso concreto me di cuenta de que efectivamente él era exactamente igual a sus personajes.
Jeosm y yo asentimos, comprensivos. Arturo se remueve, incómodo en el sillón de cuero del Palace. “Retomemos la narración ordenada de los hechos, si os parece”. Aquello no es una propuesta, sino una orden. Todos escuchamos atentos.
—Hay una cosa evidente que une nuestras respectivas profesiones, que en nosotros son más que eso, pues las consideramos casi un acto vital, una manera de mirar y de estar el mundo —continúa Arturo—, y es el gusto por la Historia, que a él le emociona y a mí me gusta muchísimo. En torno a ella surgieron inevitablemente títulos de libros y películas que habían conformado nuestra infancia y juventud y que suponían un territorio común reconocible.
—Y la pintura, Arturo —recuerda Ferrer-Dalmau—, porque desde el principio hablábamos de pintura y de pintores que nos gustaban a los dos: Cusachs, Detaille, Meissonier…
—Muy cierto —confirma Reverte—. Yo he sido siempre un enamorado de la pintura militar francesa. Todos esos pintores de batallas, Detaille, Meissonier, Géricault, habían iluminado iconográficamente mi infancia. Imagina entonces encontrarme un día con un tío que los conoce, que conoce a Neuville. Y no sólo eso, sino que los admira, los estudia, maneja su obra y la tiene como inspiración para su trabajo.
—Me regalaste aquel magnífico álbum, ¿recuerdas, Arturo? El de Meissonier, una joya. Me llevé una sorpresa, porque Arturo no regala un libro antiguo de su biblioteca así como así. Vamos, nunca, diría yo (nosotros reímos y Arturo asiente en silencio). Ahora sí es apropiado en el discurso cronológico de esta crónica decir que un día nos fuimos a comer al restaurante Al-Mounia, ¿no, Arturo?… Pues bien. Allí, en mitad del cuscús de verduras con cordero, Arturo me preguntó: ¿tú harías un cuadro que yo te encargara? Y recuerdo que lanzó tres propuestas: una carga de caballería, una encamisada y el final de la batalla de Rocroi. Y claro. Rocroi era Rocroi, un episodio inolvidable de la Historia de España, pero también y sobre todo tenía un significado literario incuestionable, pues es en esa batalla donde muere el Capitán Alatriste. Precisamente por eso me entusiasmó la idea, pero había un problema, digamos, técnico, y así se lo hice saber: yo nunca antes me había enfrentado a un proyecto iconográfico como aquel. Quiero decir que sí había pintado jinetes a pie, pero nunca soldados de infantería.
—Pero lo convencí enseguida —interviene Arturo—, porque aquella tarde le conté con detalle la batalla: los restos de infantería reunidos en el último cuadro, los rostros de cansancio, el piquero, la sangre, el gran campo de batalla, el miedo de los franceses a acercarse a aquellos tipos desharrapados, sucios, bravos, peligrosos… Y quedamos allí mismo en que haría aquel cuadro de los Tercios. Él me pidió que lo ayudara en la documentación y recuerdo que incluso en un par de ocasiones fui a su casa de Valladolid a mirar la evolución de la pintura.
—Y a corregirme cosas —añade Augusto—. ¿Te acuerdas que me dijiste lo del perro, Arturo? Aquel perro que terminó dándole el contrapunto al cuadro, el toque, digamos, melancólico; el canelo español abandonado, solo, leal, se convertiría en el famoso “perro de Rocroi”, y eso es de tu exclusiva autoría. Yo me limité a pintarlo. En realidad, aquel cuadro de Rocroi era de mi factura pictórica, claro, pero a partir de la narrativa del relato, de la imaginación y el conocimiento histórico de Arturo.
—Digamos que, desde aquel magnífico cuadro de Rocroi, nuestra amistad se fraguó; pasamos del respeto mutuo a la amistad y Augusto pasó a ser “el pintor de batallas” —concluye Arturo.
—Debo decir que Arturo siempre me ha empujado a enfrentarme a retos pictóricos. Porque lo de pintar infantería no es nada comparado con enfrentarse a lo que vendría a continuación: mi primer cuadro de mar y guerra: 'Caza al amanecer'. Fue un encargo de un coleccionista gallego, quien me pidió que pintara un cuadro de temática naval, pero sin especificar nada más. Yo, claro, después de la experiencia de documentación, trabajo y rigor de Rocroi, lo que hice fue llamar a Arturo. Y entonces el gran narrador que es acudió enseguida en mi ayuda. No solo porque me abrió su biblioteca particular, con una sección de libros de historia de marina apabullante, sino que allí sentado, en mitad de aquella biblioteca, oír contar a Arturo la historia de aquel barco fue decisivo para mi cuadro. ¿Recuerdas?
—Claro. Le inventé una historia para que la pintara en el cuadro. En la madrugada del 2 al 3 de noviembre de 1805 una goleta de la Marina mercante española, la Alejandra, regresa cargada de mercancía de América e intenta entrar en la ría de Pontevedra; pero claro, no olvidemos que en aquel año las fragatas inglesas se hallaban patrullando la costa. La tripulación de la Alejandra intenta ir por las islas Cíes para tratar de llegar a Pontevedra de noche, pero no hay suerte: el viento es contrario y todo es una pérdida de tiempo. Amanece y aún están fuera de la ría. La goleta tiene que enfrentarse entonces a un dilema: huir al sur, donde la alcanzarán los ingleses, o, viendo que tiene la ría a pocas millas y el viento le es favorable, jugársela. Ese momento de máxima tensión con la goleta exprimiendo sus recursos al máximo tras un viaje de 81 días desde el continente americano, perseguida por las fragatas inglesas, es lo que Augusto representó magistralmente.
—Fue un trabajo duro, del que me siento muy orgulloso —afirma Augusto—, sobre todo porque me permitió desarrollar las herramientas técnicas para realizar posteriormente el que quizás sea uno de los grandes proyectos de mi carrera pictórica hasta ahora, encargado por el almirante Rodríguez Calderón, entonces director del Museo Naval. Él me encargó un cuadro naval y casi al mismo tiempo, Arturo y yo decidimos que tenía que ser la historia del Glorioso, la carrera del Glorioso, los combates del Glorioso o el viaje del Glorioso, un navío de la Real Armada Española enfrentado hasta en cinco ocasiones con varios escuadrones de navíos y fragatas británicos que trataban de capturarlo. Realmente la lucha encarnizada por la supervivencia y la derrota final convirtió a ese navío en el símbolo inequívoco de que hay derrotas mucho más dignas que ciertas victorias. La historia me apasionaba, pero debo reconocer que jamás habría podido llegar a buen puerto (y nunca mejor dicho) sin el asesoramiento histórico, pero sobre todo técnico, de Arturo. Ahí descubrí lo muchísimo que sabe del mar y los barcos, y lo buen capitán que es.
—Bueno, digamos que colaboré en lo que pude —insiste Arturo—, pero lo importante aquí es contar lo bien que nos lo pasamos con aquella maqueta, ¿recuerdas, Augusto?… Un día me fui a tu casa de Valladolid y allí, frente a una maqueta que habías encargado, hicimos de ingleses: con un taladro del calibre de la bala de cañón, taladramos el barco hasta que cayeron todos los palos. Movimos las velas y así se quedó… Luego Augusto fotografió varios ángulos, eligió el más adecuado y recreó la escena. El cuadro, destinado al Museo Naval de Madrid, fue presentado con todos los honores con la asistencia de su majestad don Felipe VI, como correspondía a tal ocasión, pero con el cambio de dirección del museo, y tal vez sin entender que muchas veces hay más gloria en la derrota que en la victoria, se retiró de allí. Ahora está en el museo naval de San Fernando, donde luce en un lugar privilegiado, con todos los honores, como pieza emblemática de la institución.
—Lo gracioso del asunto —recuerda Augusto— es que mi pintura nace, de alguna manera, de la literatura, y la literatura de Arturo es en parte pictórica.
—Es verdad —reflexiona Reverte— eso de que su pintura está basada en la literatura. Él no es un testigo ocular, pues no ha visto las escenas que representa, y tampoco hay películas en las que pueda apoyarse. Por tanto, el gran mérito de Augusto es que de textos —ya sean una novela de Baroja, una biografía de Zumalacárregui, unas memorias de un general carlista— saca el material para pintar cuadros que son auténticos relatos, porque este tío es un narrador. Augusto pinta para contar historias. Esa pasión es lo que lo hace tan especial y tan diferente. Él no pinta imágenes estáticas ni estampas históricas; pinta pasiones, desilusiones, derrotas, furia, agonía, compasión, crueldad, y eso es narrar.
—Me gusta creer que es así —confirma Augusto.
—En cuanto a mis novelas —prosigue Arturo—, yo soy algo visual narrando porque a mí la guerra no me la han contado, la he visto, y lo que hago es llevar mi memoria a mis relatos. Mis novelas están, digamos, llenas de imágenes. Además, Augusto le ha añadido sus propias imágenes a algunas de ellas; pues hizo la hermosa portada de 'Perros e hijos de perra', con un dibujo de mi perro Sherlock en ella; y también los bocetos de algunos de los personajes de 'Línea de fuego', la portada de 'Sidi' y la portadaza (quizás mi favorita de todas las portadas de mis novelas) de 'El italiano'. Por supuesto, no podemos olvidar las magníficas portadas de la colección de clásicos de Zenda-Edhasa, donde juega con lo literario, lo pictórico, pero sobre todo lo cinematográfico, pues esos diseños son auténticos fotogramas de cine en blanco y negro.
—Sí, desde luego —reconoce Augusto—. Es un reto, pero también una estupenda diversión emprender esos proyectos. Es, además, una excusa estupenda para volver a leer todas aquellas novelas de juventud. Y mira, nunca lo había pensado así, pero a estas alturas de la charla (o la crónica) sinceramente creo que Arturo y yo tenemos razones para la amistad y también una en concreto para batirnos a muerte, como lo oyes. Con elegancia y respeto, pero a muerte. Porque hay una afición que ambos compartimos hasta rozar la patología, y tal vez por eso, y solo por eso, él y yo, en un momento determinado, seríamos capaces de enfrentarnos a duelo: nuestra pasión por los sables de caballería.
—Es verdad —certifica Arturo—. De hecho, a mí me gustaron las armas blancas desde siempre, pero nunca pensé en ellas con afán de colección. Tenía un sable de dragón francés napoleónico y era feliz con él. Pero Augusto, que lo había visto, me echó la bronca porque no tenía ninguno español, y al día siguiente apareció en casa con un sable español modelo 1860, para regalármelo.
—Exacto, ese fue el gran error de mi vida —se lamenta Augusto—, porque abrí sin pretenderlo la caja de Pandora. Y entonces perdí el control sobre la colección y sobre el mercado, porque Arturo, con el método y el rigor que le caracterizan, se puso manos a la obra. En apenas diez años se ha hecho con una de las colecciones más importantes que conozco de sables reglamentarios de tropa de caballería.
—Alguno me falta todavía —sonríe Arturo.
—Es verdad, porque yo tengo en mi poder un sable que él no tiene, y que sé que desea sobre todas las cosas. Se lo dejaré, por supuesto, en herencia, porque a este paso y visto lo poco que me cuido, me parece que voy a morir antes que él: un sable de hoja inglesa modelo 1796 con empuñadura española modelo 1815.
Augusto no desea terminar esta charla sin recordar que Arturo ha estado en muchos de sus proyectos importantes, y no va a ser menos en el caso de la FFD, el gran proyecto vital de su carrera: la Fundación Arte e Historia Ferrer-Dalmau, que, como el propio pintor ha dicho muchas veces, es hacer realidad un sueño.
—Cerrando el círculo de esta conversación, realmente el motor que mueve esta iniciativa es precisamente el que mueve mi amistad con Arturo: la importancia de conocer y transmitir la Historia. Y es que yo creo que pasamos por este mundo y es bonito dejar algo para la posteridad, y esta es mi oportunidad. Pienso que tengo una edad buena para poder enseñar a otras personas y aprender yo también de ellos, que me enseñen cosas que yo no sé.
—Son afortunados de tenerte como maestro —puntualiza Arturo—. Realmente afortunados.
—Espero estar a la altura de sus expectativas. Y en ese contexto quiero destacar que la Fundación colabora con la Universidad Nebrija en el desarrollo del primer Máster en Pintura de contenido histórico y narrativo en España. Este programa máster, de un año académico de duración, es un programa de formación artística de alta especialización en la práctica de la pintura figurativa y realista, punto de partida fundamental para la creación de imágenes pictóricas inéditas, que investiguen, interpreten y pongan en valor hechos, tanto del pasado como del presente, de la historia de España. Los participantes aprenderán a realizar con éxito proyectos de pintura narrativa e histórica de mi propia mano. Y tengo la gran suerte de que tanto Arturo como tú, María José, formáis parte de esta iniciativa como impulsor y colaborador el primero, y como docente de Historia del Arte tú. Realmente, la Historia, la pintura y los libros son un territorio apasionante en torno al cual se ha forjado buena parte de mi vida, además de esta gran amistad con Arturo, un hombre al que admiro y en el que confío plenamente, tanto como él confía en mí… Decir esto, con nuestra edad y nuestras vidas, no es decir poco, vive Dios.
https://ffdmagazine.es/entrevista-a-arturo-perez-reverte-y-augusto-ferrer-dalmau/
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