María José Solano - ABC - 31/08/2025
Hubo un tiempo en que el mundo se doblegaba bajo el peso del acero español, y aunque ya crujía el andamiaje, aún quedaban hombres dispuestos a ser, hasta el final, parte de aquella vieja y parcheada piel del tambor donde aún redoblaba, por momentos, la gloria. Uno de ellos —ni el más honesto ni el más piadoso, pero sin duda, valiente— respondía al nombre de Diego Alatriste y Tenorio.
Alatriste no era un héroe. Ni falta que le hacía. Capitán por costumbre más que por grado, recorrió el mapa deshilachado de una monarquía cansada, aún brillante en apariencia, aunque oxidada en el alma, como una lanza olvidada en el viejo astillero familiar. Lo hizo por ese oscuro sentido del honor que no da de comer, pero obliga a empuñar un arma cuando todos miran hacia otro lado.
A lo largo y ancho de aquellas ciudades —que fueron campos de batalla, de amor, de traición y de supervivencia— Alatriste caminó como se camina hacia el fin de una época: sin mirar atrás. Este que ahora presentamos es el mundo de Alatriste, pues aunque nuestra magnífica historia la escriban los vencedores, son los perdedores como él quienes la encarnan con cada mandoble, cada trago y cada paso dado bajo cielos que ya no eran del todo nuestros.
Madrid, en tiempos del capitán Diego Alatriste y Tenorio, era mucho más que la corte: era un organismo vivo, sucio, glorioso y lleno de contradicciones. El oro que llegaba desde las Indias parecía derretirse en el cieno de las tabernas, en los duelos al amanecer y en las disputas ocultas bajo las capas. Allí, Alatriste caminaba con paso lento y mirada alerta, siempre pendiente del peligro, siempre dispuesto a la espada. La Plaza Mayor, corazón palpitante de la villa, era escenario de mercados bulliciosos, ejecuciones públicas, autos de fe y exhibiciones de poder. Bajo los soportales, el aire olía a inmundicia, gallinas vivas, pescados moribundos y cera de iglesia. Entre los recovecos de esa plaza se codeaban personajes del Santo Oficio y poetas sin blanca que despreciaban a Cervantes y envidiaban a Lope. La calle Mayor, empedrada y traicionera, conectaba la plaza con el Alcázar Real, donde el rey Felipe IV malgastaba el oro de las Indias mientras Olivares manejaba los hilos del imperio. A golpe de guante de secretarios de estado y validos, Madrid jugaba en el tablero político donde se decidía el destino del mundo hispánico. Alatriste transitaba sobre esos escaques con paso firme, y al pasar junto a la iglesia de San Ginés veía el resumen de todo: los nobles corruptos pidiendo perdón y los pícaros sisando las faltriqueras. Las Cavas, territorio de tabernas y mesones, eran clavijas del poder informal. En sus trastiendas se bautizaba el vino de Valdeiglesias al tiempo que se gestaban buena parte de las intrigas que alterarían a la Corona. De noche, Madrid se transformaba. Cerca de El Prado (hoy parque de El Retiro) por aquel entonces un jardín reservado, contrastaba con los arrabales, donde espadachines, gitanos, mozas de partido y veteranos de Flandes dominaban el resto. Bajo faroles de aceite, Alatriste caminaba como un lobo viejo: olfateaba peligro, saludaba a conocidos y se mantenía a medio paso del pasado, consciente de que cada esquina podía ser un filo o una trampa.
En el Barrio de las Letras, aún sin nombre oficial, convivían genios literarios y conspiradores. En la calle de Francos, luego calle de Lope de Vega, vivía el Fénix, escribiendo a un ritmo que la imprenta apenas alcanzaba. En la calle del León residía Francisco de Quevedo, cuya lengua afilada rivalizaba con su espada. Góngora, rival literario, deambulaba por las mismas calles, con su prosa laberíntica y culta, y más adelante, en la calle de Huertas, moraba un anciano Cervantes manco, recordando al hidalgo de La Mancha desde su modesta alcoba. En ese hervidero de ingenios, Alatriste representaba el alma sin letras del Siglo de Oro: un hombre que callaba donde otros recitaban, que vivía lo que otros apenas escribían.
La taberna del Turco era punto de encuentro de conspiradores, soldados sin blanca, aventureros y poetas desesperados. Allí, la Lebrijana ofrecía sopa caliente, vino fuerte y conversación afilada. Alatriste lo frecuentaba como quien vuelve a un puerto seguro, buscando por un breve espacio de tiempo, refugio, compañía y descanso. En la plaza de San Felipe, el mentidero cortesano bullía de rumores y política clandestina. Buscavidas, comediantes, bravos y estafadores tejían redes de información, chismes, sátiras y venganzas. Allí surgían cargos de traición, se derrumbaban reputaciones y se urdían rebeliones. Alatriste merodeaba esos mentideros, sordo a los versos que matan, pero atento a las palabras que a veces pesaban tanto como una bolsa llena de reales de a ocho. Las noches en la calle Mayor se convertían en territorios de sombra: carruajes, capas, espías y cuchillos ocultos. En una esquina cualquiera, una palabra, un gesto o una daga cambiaban destinos. Madrid no era la villa ordenada de los Austrias: era la ciudad del riesgo, del verso, de la sangre y del honor.
La Sevilla del siglo XVII actuaba como corazón económico del Imperio español, puerto de llegada y distribución del oro, la plata y los esclavos del Nuevo Mundo. En 'El oro del rey', Alatriste pisa Sevilla como si regresara al lodo con camisa limpia. Babilonia del sur, era una ciudad rica en riquezas y por ello también rica en pícaros, lazarillos y Monipodios, que trajinaban su mercancía en las tabernas del Arenal. Aquel lugar bullía de corsarios disfrazados, marineros, mujeres peligrosas y veteranos de Flandes. Allí el vino sabía dulce, pero los juramentos se pagaban con sangre. El puerto de las Mulas, junto al río, era el punto donde se cargaba y descargaba el tesoro imperial. Entre sogas y toneles, el hedor a brea y sudor se mezclaba con la ambición. Mientras, no lejos de allí, en la Casa de la Contratación instalada en los Reales Alcázares, se decidía qué mercaderías y qué nombres permanecían en el registro oficial. No pocos alijos desaparecían sin rastro, y más de un noble prefería no pasar, prudentemente, por allí. Sobre todo porque, sin apenas darse cuenta, uno podía dar con sus huesos en la "cana". Aquella Cárcel Real de Sevilla, oscura como un pozo, era el final de hombres por deuda, traición o mala suerte. Pérez-Reverte la reconstruye con brutal precisión: corredores que olían a vino rancio y miedo, y celdas que bullían de cuchillos improvisados y desesperación. Fue allí donde Miguel de Cervantes, capturado por un problema fiscal, comenzó a escribir el 'Quijote', inspirado por la condición del cautivo. En esas mismas mazmorras, Alatriste cruzó mirada con asesinos y condenados, reconociendo a los bravos en un campo de batalla que nunca necesitó uniforme. Y a pesar de todo, Sevilla se erguía luminosa como una bella marca que, sin embargo, no se entregaba a cualquiera. Alatriste sedujo y se dejó seducir por ella, aunque siempre con una mano en la empuñadura. Y como cinturón legendario de la hermosa dama, el Guadalquivir, que constituía su arteria vital, pero también su vena vulnerable. Aquel río milenario nacía en Triana y venía a morir en Sanlúcar de Barrameda, puerto y puerta de América, desde donde partían las flotas hacia las Indias y llegaban barcos cargados de riquezas y de muerte. En aquel rincón del mapa, sobre las aguas que cubrían las codiciadas almadrabas, Alatriste se perdió en una red de contrabando y traición en nombre del rey. Donde hubiera oro, él encontraba muerte; donde hubiera muerte, él sabía jugar.
Breda, en los Países Bajos españoles, era una joya helada, silenciosa, ordenada en apariencia, pero viva en sus redes de espionaje. En sus canales tranquilos se escondían complots mortales. Era un campo minado donde un comerciante podía ser espía, y un cochero, asesino. Alatriste, que ya conocía la guerra tradicional, se enfrentó allí a una guerra sutil poblada de palabras que se compraban a precio de estocada. En 'Limpieza de sangre' Breda se convierte en una peligrosa red política en la que cada hilo anuda una traición. Por su parte, Flandes, epicentro del conflicto europeo, era tierra de trincheras, frío, barro y muerte. En 'El sol de Breda' la historia se cuenta desde los ojos de Íñigo Balboa: un asedio interminable, soldados famélicos, lluvia helada, vísceras sobre la nieve y honor como última posesión. Breda fue el altar de fuego para un imperio moribundo. El asedio a la ciudad no supuso solo una victoria militar, sino una elegía a los hombres que combatían sin gloria ni recompensa por ello. En aquella victoria pintada por Velázquez encontramos —como sombra muda— a Alatriste, tal vez presintiendo la última batalla: Rocroi. Ésta marcó el ocaso del Imperio y el destino final del capitán. Allí, en los campos de la actual Francia, los Tercios resistieron hasta el final. Y aunque Pérez-Reverte no describe la muerte de Alatriste, el lector sabe que ese es el lugar: entre los últimos en pie, espada en mano, sin esperanza pero con honor. Morir así no era perder, era cumplir con la vida. El lienzo del pintor Augusto Ferrer-Dalmau capturó aquel instante: soldados cubiertos de sangre, un alférez sosteniendo la bandera rasgada; dignidad en medio de la derrota. Y por entre las sombras de la pintura, Alatriste.
Nápoles aparece brevemente como escenario del pasado de Alatriste, pero su descripción es tan intensa como evocadora. La ciudad se desborda en su memoria, caótica y mestiza: ruidos, acentos y cuchillos por doquier. En los Quartieri Spagnoli, laberinto vertical de callejones empedrados, vivían soldados españoles, viudas y desertores en un medio sin ley ni belleza. Allí, en la Via Speranzella y en la Cuesta de los Tres Reyes, se respiraba supervivencia: posadas humildes, conspiraciones y silencios bajo ventanas abiertas al bullicio y la vida. Aquel era el hogar mil veces añorado del capitán. Un poco más abajo, en los ventorrillos de Chiaia y los oscuros tugurios portuarios del Chorrillo, se trajinaban dados, contrabando y malvasía barata, mientras a lo lejos, envuelto en sombras, el Vesubio recordaba que la gloria y la miseria pendían de un hilo de fuego. Alatriste e Íñigo pasaron por aquella ciudad única entre trifulcas y pasos sigilosos, sabiendo que en Nápoles cada día vivido era una partida de cartas marcadas ganada al mismísimo diablo.
Venecia, protagonista de 'Corsarios de Levante', era una ciudad de perlas y puñales, de belleza exuberante y traiciones subterráneas. Bajo un cielo de invierno siempre encapotado, espías y cortesanas conspiraban con la misma elegancia con la que una daga se esconde bajo la manga. Alatriste, recién llegado del Mediterráneo oriental, no extrañó esta ciudad de agua. Como tantas veces, requirieron los poderosos de su espada y su valor. En el Arsenal, corazón naval de la Serenísima, se forjaban galeras mientras la corrupción y la traición se tejían en cada astillero. Fue aquí precisamente donde una conspiración para asesinar al Dogo en la misa de Navidad se volvió caos sangriento. Alatriste, espada en mano, vio cómo el plan se desplomaba: conjurados muertos, fieles que huían y él escapando junto a Íñigo por pasadizos secretos y canales oscuros, rodeado de cadáveres y ecos de incienso y sangre. Para Alatriste, Venecia no tenía nada de Serenísima. Muy al contrario, supuso un laberinto turbulento de emboscadas, lucha y supervivencia. La ciudad, amordazada de escándalos, fue también una lección: en Venecia como en ningún otro lugar, la muerte era una máscara lujuriosa, hermosa y absurda.
En 'Corsarios de Levante', el Mediterráneo no es fondo escénico, sino personaje central: campo de batalla, frontera entre cruzada y herejía, belleza y cementerio flotante. Cartagena era puerto de partida: reclutadores del rey, marineros, prostitutas y soldados de ida sin retorno. Entre órdenes, viento y alma de sal, Alatriste se embarcaba rumbo al combate. También se mencionan en las aventuras mediterráneas de Alatriste ciudades portuarias como Túnez, Argel o Mesina, puntos donde la vida valía menos que un grito o una oración. Porque el mar, eterno enemigo, termina ahogando por igual el miedo y las oraciones. Territorios de paso, en sus orillas la vida valía poco y la muerte era moneda corriente. En este mar y esas ciudades, Alatriste no buscaba precisamente fortuna. En mitad de una batalla, sobre la cubierta de una galera llena de sangre, astillas y sal, sobrevivir era el único puerto al que cualquier maldito diablo, espada en mano, ansiaba llegar.
París aparece en 'El puente de los Asesinos' y en la reciente y última de las aventuras: 'Misión en París'. Lejos de ser la ciudad romántica que hoy imaginamos, París se extiende como un tablero político opaco, lleno de niebla, barro y traiciones. Allí, Alatriste reconocerá en sus calles el frío del destino, e Íñigo el de un conocido perfume; pero ambos aceptarán la misión a pesar de percibir el inequívoco, viejo latido de advertencia del veterano; ese que te indica que hasta los aliados podrían apuñalarte por la espalda.
La misión que los llevará desde París hasta La Rochelle, cruzándose en el camino con los Mosqueteros de Dumas, resultará ser un peligroso y sucio juego de tronos. El objetivo será secuestrar al cardenal Richelieu, el hombre más poderoso después del rey de Francia. Una misión suicida, ejecutada sin explicaciones, arriesgada por convicción silenciosa, bajo las no siempre limpias reglas de este mercenario honrado.
Madrid, Sevilla, Flandes (Breda, Rocroi…), Nápoles, Venecia, Cartagena, Túnez, Argel, Mesina, París son más que escenarios: son mundos. En cada uno, Diego Alatriste sobrevivió, luchó, conspiró y honró su código. No buscó fama ni riqueza, solo el honor singular, oscuro, que residía en sus propias reglas. Cada ciudad aporta un matiz: Madrid es literatura y duelo, Sevilla oro y muerte, Flandes barro y final del imperio, Nápoles caos mediterráneo, Venecia traición líquida, el Mediterráneo frontera infinita, París primicias de un mundo que ya no necesitaba espadachines como él. Al final, Alatriste no escribió su historia. La vivió. Y su destino quedó sellado en lugares donde el barro y el acero aún susurran su nombre.
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