22 enero 1971

Con los petroleros en el Mediterráneo


La Verdad, 22-25 de enero de 1971

[La ruta del petróleo ha sido cubierta por 'La Verdad'. Nuestro colaborador Arturo Pérez-Reverte, a bordo del Puertollano, ha navegado hasta Ras Lanuf, en Libia. Las impresiones de este viaje un viaje que es el pan nuestro cotidiano de los marinos de REPESA las ofreceremos a nuestros lectores en una serie de reportajes. Hoy el primero]

1 - El Puertollano, en ruta hacia Libia

Embarcar en un petrolero, aprovechando las vacaciones de Navidad, no resulta tan fácil como puede llegarse a pensar en principio. Díganselo si no al que, frágil presa en las redes de la burocracia, estuvo a un pelo de verse obligado, por conseguir este reportaje, a prestar servicio militar en la Marina de Guerra. Esto sucede al que navega en edad de vestir uniforme. Pero esa ya es otra historia, así que omitimos detalles, y nos vamos al puerto petrolero de Escombreras, donde a las diez de la noche un taxi acaba de dejarnos ante la escala del buque-tanque Puertollano. 

Subir la pasarela de un buque, cuando sólo se lleva una bolsa de viaje, tomavistas, cámara fotográfica y máquina de escribir que además es portátil debe de parecer también la mar de sencillo para cualquiera que posea dos piernas y sentido del equilibrio en buen uso; pero les aseguro que cuando la pasarela es estrecha y el mar tiene ganas de broma, no se pasa un buen rato. Afortunadamente todo se encuentra iluminado a la perfección, y uno se ahorra más de un trastazo al recorrer después la cubierta, bien provista de tuberías, válvulas y, en resumen, todos aquellos objetos que pueden ser de alguna utilidad para romperse la crisma en un abrir y cerrar de ojos. 

De las entrañas del barco sube un rumor sordo que hace vibrar la cubierta; a un lado, las mangueras de descarga se estremecen cada vez que las bombas extractoras arrojan a través de ellas el petróleo crudo, recién llegado de Nigeria. En el agua se reflejan las luces de la refinería, que se encuentra ahí al lado, tras aquella montaña. 

Dejo el equipaje en cubierta y mirando desamparado como un huérfano a mi alrededor se van a dormir pronto, aquí descubro en el puente al oficial de guardia, al cual me aproximo tras procurar revestir a mi chaquetón y jersey de cuello alto del aspecto más marino posibles. 

Buenas noches... Soy el pasajero. ¿Le han informado de mi llegada? 

Resulta que sí le han informado; que el segundo oficial es un hombre joven y simpático "de Madrid, me parece" y que cuando te vas a dar cuenta estás instalado en un camarote con vistas al mar. Y como el barco zarpa mañana a las ocho y dentro hace un calorcillo muy agradable, vas y te quedas durmiendo como un bendito. 

El ruido de los ventiladores y las primeras luces del día me hacen dar un salto de la cama. En cubierta terminaron ya las operaciones de descarga y los madrugadores tripulantes ultiman los preparativos de la partida. Las familias de algunos oficiales han venido a despedirlos sólo han tenido un día para estar con ellos y los de la pasarela esperan a que abandonen el buque para retirarla. Cuando salgo al pasillo alguien me ofrece un café, y lo bebo en la cámara, cambiando entre sorbo y sorbo unas palabras con el segundo de a bordo, que se encuentra en la mesa, a mi lado. El Puertollano va a Ras Lanuf, en Libia, a traer crudo. 

El primer oficial, quien no necesita confirmarnos que nació en Cádiz, porque su acento lo pregona por los cuatro costados, se acerca al tocadiscos "una de las pocas distracciones que tenemos aquí; lo malo es que casi no hay nada que poner bajo la aguja" y una voz de mujer que es profunda, acariciante, se deja oír teniendo como fondo el murmullo de los motores del Puertollano que, muy despacio, comienza a hacerse a la mar de la mano de los remolcadores. 

Un hombre marchó, 

dejó su casa, 

dejó su ciudad... 

Escombreras queda atrás y el buque, libre ya, va ganando velocidad impulsado por su motor diésel de 7375 Hp. Cartagena se pierde por la popa, oculta tras una densa capa de nubes bajas. Estamos en la ruta del petróleo. 

Sí; el crudo se trae de Trípoli, Banyas o Libia, a través del Mediterráneo. Antes se iba a Sidón, pero ahora aquello no marcha. También se hacen viajes al mar Negro, por el petróleo ruso. Estos son los viajes más cortos; en los otros vamos a Ras Tanura o a los demás puertos del Pérsico dos meses de navegación doblando el cabo de Buena Esperanza... Ese viajecito sí se las trae. Algunas veces, como en el último, traemos de Nigeria o de Maracaibo, en Venezuela. Pero por lo general se carga en el Medio Oriente... ¿A Nigeria? Veintitantos días ida y vuelta, y eso si no hay que esperar turno. 

En el puente, paso un rato con el segundo y un joven agregado que embarcó ayer, recién llegado de la Transmediterránea. El agua y el cielo tiene siempre el mismo color, y las máquinas suenan con monotonía exasperante. Parece como si ni siquiera nos moviésemos, y sin embargo vamos a toda marcha; la costa hace ya un buen rato que se perdió de vista y cada minuto es idéntico al que le precedió. Hablamos de viajes, de racismo, del juicio de Burgos... Después se agotan los temas de conversación y todos vamos sumiéndonos en un silencio cada vez más prolongado. Se respira un aire de resignada indolencia de la que uno, aunque sólo lleva un día a bordo, empieza a sentirse contagiado a pesar suyo; y terminas irremediablemente jugando al ajedrez, o recostado en la borda imaginando cosas. Pero dicen que eso sucede hasta en las mejores familias. 

Aquí los horarios de comidas difieren un poco de los de tierra; once de la mañana y seis de la tarde, pero a todo te acostumbras. El crujir que viene de no sé dónde, y el ruido constante de los ventiladores no me dejan pegar ojo en toda la noche. 

Cuando empieza a clarear por la proa, se distingue hacia el horizonte un cúmulo de gruesos nubarrones con abundante aparato eléctrico; tormenta a la vista. El mar se pica por momentos y a los relámpagos les da por desgarrar las nubes, llenando el agua de reflejos amarillentos. Tras la cortina de lluvia porque no sé si les habré dicho que además llueve a cántaros nos cruzamos con las siluetas de dos grandes petroleros, que regresan con las cubiertas casi a ras de mar. Pero ni siquiera la tormenta sirve para dar amenidad a la travesía; en todos los rostros sigues viendo la misma expresión de aburrimiento. Y es que ni un rayo que se colara por la chimenea iba a romper la monotonía de la vida a bordo. A propósito de rayos: ¿qué pasaría si uno cayese sobre el barco? El tercer oficial me mira de un modo raro; a lo mejor se ha figurado que lo estoy deseando, pero lo cierto es que no me haría la menor gracia. Me apresuro a asegurárselo, porque no quiero terminar el viaje en la bodega y cargado de grilletes. 

Hombre, lo preguntaba por curiosidad... 

Inconvenientes de la leyenda negra del periodista. Por lo visto, la gente está convencida de que cuando surge una desgracia de él, engorda varios kilos. Menos mal que aquí resultan todos bastante razonables. 

Pues si una chispa eléctrica fuese a dar cerca de esas salidas de gas que hay sobre los palos, podría producirse una explosión. Eso ahora que sólo hay gas en los tanques; cuando van cargados el riesgo es de incendio y hay que andarse con mucho ojo. Esto puede llegar a ser una bomba con chimenea. 

Me lo dice así, y se queda tan tranquilo; yo estoy mirando a un señor que, con una máscara antigás que le cubre el rostro, baja al interior de un tanque vacío "Están limpiándolos; hay que hacerlo tras cada descarga...". Cuando cojo la cámara para hacerle una fotografía, ya se ha metido dentro. A varias millas por la proa nos precede un buque de guerra cuya bandera nos resulta imposible distinguir. Hay gaviotas por todas partes y por ahí cerca, a estribor, debe de estar la costa de África.

2 - El Puertollano estuvo en peligro de ser dinamitado

¿Que cuándo tengo un permiso? Hace nueve meses tan sólo que entré al servicio de esta empresa, y hasta que cumpla el año no me corresponde. Después, si las cosas marchan bien, hay un mes en casa cada cinco...

Mi interlocutor, uno de los oficiales del Puertollano, sonríe unos instantes con amargura y luego se queda mirando a los hombres que trabajan en cubierta. La estela del buque-tanque va quedando atrás, blanca de espuma. 

Al menos, los que hacen navegación costera pisan tierra a menudo, pero aquí... Tras dos meses al Pérsico o a donde sea, llegada a Escombreras, dos días para descargar y vuelta a salir para otro sitio. A veces hasta se llega a perder la noción del tiempo que se pasa en estos barcos. Es necesaria mucha vocación para aguantar eso...

Y no me extraña lo más mínimo. Observo que incluso algunos de los agregados más jóvenes, quienes se supone conservan intacta la vocación que les impulsó a embarcar, aparecen hastiados, mostrando en ocasiones una acusada pérdida de interés por lo que les rodea. Sus veinte años se rebelan sordamente contra lo que los mantiene en esta irritante inactividad. Todos recuerdan con melancolía el tiempo en que navegaban recreándose en ello, Liverpool, el Caribe... Se les ilumina el rostro al recordar; lo hacían con ilusión, antes. Ahora este cielo, siempre el mismo, gravita sobre sus espaldas y así lo confiesan sus ojos cansados ya de contemplar el mar. 

No sé si podré resistir mucho tiempo aquí me han dicho. Me gustaría haber terminado ya; quedar en tierra, tener una casa y despertar en ella todos los días… 

¿Por qué embarcasteis entonces? 

Desde allá se veía todo muy distinto a como es en realidad; el hombre ha sido creado para habitar la tierra, pero la lección se aprende cuando es demasiado tarde para volver atrás. Encontrarás pocos marinos que, teniendo familia, sientan aún el impulso que los llevó un día sobre la cubierta de un buque. Y es que el mar quema a los hombres. 

Y si esta clase de vida les cansa, ¿por qué no aceptan un trabajo en tierra? ¿Por qué regresan siempre a ese mar al que con tanta facilidad llegan a aborrecer? 

Un barco es un mundo aparte. Aunque se impone la convivencia, cada uno conserva su interior celosamente oculto, inaccesible a los demás. Aquí te faltan los puntos de apoyo que necesita el hombre, social por naturaleza. No tienes amigos, ni familia... Te llegas incluso a sentir abandonado de Dios, si tras diez años de vida en el mar aún crees que existe. Después, en un permiso, bajas a tierra y te notas incómodo porque estás acostumbrado a lo otro. También te das cuenta de que no puedes hacer otra cosa, y necesitas dinero para mantener a esa familia que has formado. Acabas regresando a pesar tuyo. Aquí posees al menos una personalidad; te conocen. Es tu mundo. Un mundo que hasta puedes llegar a odiar, pero tu mundo al fin y al cabo. 

Es entonces cuando el marino se va envenenando de amargura, al saberse impotente para escapar a ese destino que ve acercarse tras cada milla que recorre. Hay quien busca una solución en el alcohol. Y esto no sucede sólo en los petroleros; todos los marinos lo han sentido en su carne alguna vez, aunque desde luego, no todos reaccionan del mismo modo...

Y vosotros, que tenéis veinte o veinticinco años, que sabéis todo esto y podéis ver en los que os rodean lo que va a ser vuestra vida, ¿continuáis embarcados? 

Los agregados me han mirado con tristeza. Son jóvenes, y sin embargo el rostro se les ensombrece al mirar por encima de la borda. 

Algunos nos echaremos atrás tarde o temprano. Estamos aquí porque ya perdimos demasiados años en la escuela de Náutica antes de saber cómo era esto en realidad; cuando hayamos conseguido ese título que tanto nos cuesta obtener, quizás nos vayamos lejos. Otros permanecen navegando; son los marinos natos, los que creen poder resistirlo. Tienen voluntad, y lo consiguen porque son conscientes de la importancia social del trabajo que desempeñan. 

Eso suena a tópico... 

Puede, pero es una verdad como un templo. Es gracias a ese camino que sobre el mar tienden con su esfuerzo y con tantas ilusiones olvidadas a lo que debe la industria petrolera de todo el muerdo el auge en que se encuentra. El crudo es el fluido vital del mundo en que nos ha tocado vivir. Sin él, maquinaria, transportes, industria, todo quedaría paralizado. Ellos lo saben y se mantienen en su puesto. Protestan, sufren... Es cierto: no podemos olvidar que son hombres. Pero por encima de ello está su propia estimación; es saberse peones imprescindibles de ese vasto ajedrez que la humanidad juega desde hace siglos. Ahí encuentran algo que luego, a solas con ellos mismos, les dice que su vida no está desprovista de sentido; y los petroleros siguen cruzando el mar. 

He pasado la tarde haciendo fotografías. El cabeceo del buque no se acaba nunca y por ahí andan rompiéndose cosas; las oigo desde el camarote. En el techo, el último ocupante dejó pegado un dibujo que levanta el ánimo: un barco semejante a un castillo cuyas puertas y ventanas se encuentran cubiertas de gruesos barrotes; de la proa pende un hombre ahorcado. Humor pero que muy sano el de a bordo, palabra. En la cena todo el mundo permanece en silencio; el movimiento del agua produce un malestar general. Sobre la mesa, unas pastillas efervescentes. “Es vitamina C, para el escorbuto y todo lo demás”. La radio italiana se dedica a informarnos de lo que pasa en el mundo. El bip-bip de la cabina del radiotelegrafista se está oyendo hasta muy avanzada la noche, y lo cierto es que uno empieza ya a estar harto de tanta inactividad. 

Pero el caso es que no todos se muestran descontentos con su profesión. Ahí tenemos al primer oficial, sin ir más lejos. Resulta que por nada del mundo cambiaría su trabajo, las guardias en el puente, los discos de Mari Trini y María Dolores Pradera... “¡Tampoco hay que decir que navegar es un infierno, caramba!”. Y lo dice de un modo que no deja la menor duda. Los marinos son los primeros en estar de acuerdo con que las condiciones económicas, de higiene y confort, son satisfactorias. Pero a veces en tierra parece olvidarse que son hombres como los otros; sienten necesidades afectivas, y que hay cosas a las que nunca podrá desplazar el dinero. Tienen familia; mujer e hijos que les necesitan. Y esta constante separación es más de lo que un hombre llega a soportar.

Lo que el dinero tampoco llega a compensar son los riesgos a los que, en ocasiones, estos hombres deben enfrentarse. No podemos pasar por alto los frecuentes viajes que hacen a zonas epidémicas o de guerra y lo peligroso de la carga que transportan. 

En abril pasado, cuando fuimos por última vez a Sidón y nos encontrábamos a medio llenar tanques, recibimos un aviso en el que se nos comunicaba el intento de unos comandos para colocar una bomba en uno de los petroleros atracados en el puerto. Ya puede figurarse la noche que pasamos; la cubierta llena de mangueras y extintores y la tripulación de guardia a lo largo de la borda con reflectores.

Y no ha sido la única vez. Otras, mientras cargaban en ciudades de Oriente Medio, les acompañaba un fondo de explosiones y ráfagas de ametralladora procedentes del otro lado de la ciudad. Ahora José Carlos ríe al recordar; tiene veinte años, y además de piloto estudia Económicas. Durante las guardias camina arriba y abajo, como aburrido. Hace proyectos para cuando obtenga el título y pueda bajar a tierra. José Carlos tiene veinte años y está cansado del mar...

3 - Ras Lanuf, zona epidémica

Son las tres de la madrugada cuando, cual pájaro mañanero, me enfundo hasta las orejas en un marino chaquetón y voy a hacer compañía a los que están de guardia en el puente. Allí arriba hace un frío de bigote y la cubierta, como en todos los barcos a estas horas, se encuentra resbaladiza por la humedad. Las islas de la Galita parecen, al pasar frente a ellas, dos enormes monstruos que broten del mar en medio de la noche. El blanco destello del faro ilumina a intervalos sus propios acantilados, a los que las olas golpean con furia. El mar va encrespándose violentamente y al romperse contra el casco del Puertollano hace exhalar a éste un gemido sordo y prolongado. El petrolero se estremece una y otra vez, traicionado por sus tanques vacíos. “Vamos a tener que lastrar”, está murmurando el capitán. Momentos después son abiertas las válvulas y el agua penetra en los depósitos; el balanceo disminuye un poco, pero la proa se hunde en el mar, éste salta hecho espuma sobre cubierta, y tú te agarras a cualquier sitio porque ya no puedes tenerte derecho. “Al menos esto nos sirve de distracción”, dice alguien. Ahora al barco le ha dado por escorarse a estribor, así que me siento en el primer lugar que encuentro, porque el trastazo lo estoy viendo venir. 

A lo lejos se distinguen dos luces; una de intensidad fija, que se desplaza con lentitud y la otra intermitente, siempre en el mismo sitio. 

Es otro petrolero que dobla cabo Bon. Por lo cerca de tierra que está virando y con la noche que hace, debe de estar pasando un mal rato. 

En la pantalla de radar, luminosa en la oscuridad, puedo ver nítidamente el contorno de la punta que se adentra en el mar y la pequeña manchita que está bordeándola muy despacio. Más tarde, abandonamos la ruta de Suez, Trípoli y Banyas y se pone proa hacia el golfo de Sidra, pasando entre Ras Mostefa y Pantellería. 

Como el agua siga así no vamos a poder fondear en cuanto lleguemos a Ras Lanuf. Tendremos que esperar dando vueltas por allí...

El día amanece cubierto de nubes, aunque de vez en cuando el sol se filtra entre ellas y se da un paseo por aquí abajo. El mar tiene un color gris plomizo. Después de comer, los oficiales colocan en la cámara un arbolito con bolas de cristal y guirnaldas. Dentro de tres días será Navidad. 

El viento está soplando con ganas y el oleaje no acaba nunca de calmarse. Un par de veces la gorra está a punto de largárseme por la borda. Apenas si se ve alguien sobre cubierta; el viento y el sueño los retienen a todos en sus camarotes. En el alerón, el segundo oficial toma con el sextante la altura del sol para fijar nuestra posición. 

¿Puedo subir al mástil para tomar unas fotografías? 

Bueno; pero tenga cuidado si está el radar funcionando. Dicen que, entre otras cosas, sus radiaciones producen esterilidad...

Eso por si faltaba algo. Así que ya lo saben: ojo con los radares, hermanos. Y es que parece que no, pero cualquier semejanza de un petrolero con un centro psiquiátrico es mera coincidencia. Y ya que estamos con la cosa de las navegaciones largas y tal, a ver si puedo enterarme de una vez si los grandes “todo a popa” le están dando la puntilla definitiva al canal de Suez, o si todavía se abrigan esperanzas de volverlo a utilizar como ruta petrolera. Porque hasta ahora llevo escuchadas dieciséis versiones distintas al respecto...

Lo que es indudable es que la guerra árabe-israelí está dejando por completo impracticable el canal para la navegación me informa el primer oficial, el de los discos de Mari Trini. Dejando aparte lo de las minas y barcos hundidos, si quedara libre hoy mismo aún serían necesarios muchos meses para dragar la arena que se ha ido acumulando en su fondo desde que empezó la guerra. De todos modos, allí hay tela para rato. 

Y en caso de que pudiera ser abierto nuevamente ¿no sería ya de poca utilidad a los grandes petroleros que se construyen actualmente? Por sus dimensiones, apenas van a poder usarlo...

A la ida, cuando marchasen de vacío, sí podrían. Un “todo a popa” cruza el canal sin problemas si en sus tanques no hay nada. Una vez cargado iba a ser imposible el regreso por el mismo sitio, pero de todos modos se acortaría considerablemente, cerca de quince días, el viaje al golfo Pérsico. Usando Suez sólo tendríamos que rodear África una vez, a la vuelta. Y ahorrarse quince días de navegación no es cualquier cosa. 

No, si ya; ya me voy dando cuenta. Si tuviera que pasar dos meses sin pisar tierra firme, a bordo de un chisme de estos, iba a tener un hermoso sepelio marinero. Tan sólo llevo cinco días y voy por los pasillos como un alma en pena. Y de bajar a Ras Lanuf, nada; ayer por la mañana, cuando con la mayor diplomacia abordé la cuestión, el capitán me informó de la imposibilidad de poner pie en suelo libio. 

El oleoducto se encuentra mar adentro, en unas boyas. De todos modos, aquel lugar sólo es un desierto...

Don Daniel Reina me lo dijo muy serio, así que a reprimir los anhelos de libertad tocan; otra vez no será. Y a propósito de subir y bajar, ¿qué tal el asunto del cólera? 

Tenemos que andar con mucho cuidado me han dicho hace un momento. En el último viaje no dejábamos subir a nadie a bordo. No podemos correr el riego de un contagio. A pesar de las precauciones que nosotros tomamos hay que dejar transcurrir cinco días desde que salgamos de Libia hasta la bajada en Escombreras. Un plazo preventivo, y eso que antes de salir nos vacunaron a todos, los de Sanidad. 

Toma, y a mí. El cólera, la viruela y la fiebre amarilla; aún tengo los brazos que no los siento, en serio. Y por si alguien alberga dudas, aquí me tiene firmando un documento en el cual un servidor “releva de responsabilidad a los fletadores y armadores, y renuncia a toda acción legal o reclamación de daños, enfermedad, accidente o muerte que el que suscribe pueda sufrir...”. A esto llamo yo previsión. Casi nada. 

y 4 - Navidad en el golfo de Sidra

Hoy es el segundo día que el buque-tanque Puertollano amanece en el puerto petrolero de Ras Lanuf, en la costa de Libia. El día de ayer lo pasamos fondeados a tres millas de la costa, una delgada línea pardo-amarillenta en la que apenas se distinguen los achatados cilindros grisáceos de los tanques de crudo. No estamos solos; tres barcos llenan ahora sus depósitos en las boyas flotantes situadas entre nosotros y tierra. A nuestro alrededor, otros tres petroleros aguardan igualmente su turno para aproximarse, y el sol hace ya un rato que se levantó en el cielo, tras aquel espigón que avanza con tenacidad entre el oleaje que lo cubre de espuma. 

Ya se acerca el práctico. 

Pues iba siendo hora, caray. Con ayuda de los prismáticos pueden verse media docena de cobertizos en tierra, y una carretera cubierta de arena que corre paralela a los “pipelines” que se extienden desde los tanques al agua. En Ras Lanuf que, por cierto, pertenece a la Mobil Oil Co. hay diez prácticos: cinco alemanes, cuatro ingleses y un noruego. ¿Cuánto tiempo deben pasar aquí? 

Estos pueden marchar a casa cada cuarenta días y los sueldos llegan a ser bastante buenos. Cuando necesitan algo urgente, un médico o lo que sea, utilizan una avioneta que tienen en un campo cercano y van a Trípoli. No están mal del todo...

Se nota, vaya que sí. Y por si hay dudas, ahí está el práctico subiendo la escala con un “walkie-talkie” en bandolera; apenas llega al puente, empieza a dar instrucciones por el transmisor-receptor y todo se pone en movimiento. Herr Hille es un alemán rubio y sonrosado, como los que vemos en las películas vestidos con el uniforme de la Wehrmacht, y doy fe de que le encanta el brandy español. El barco se acerca a las boyas y el ancla se hunde en el mar haciendo vibrar la cubierta. Unos pequeños remolcadores van tendiendo los cabos y el Puertollano se coloca junto a las balizas de carga. “Ahora vendrán los de la aduana”. Yo estoy en cubierta, filmando a los libios que trabajan en los botes y que me saludan agitando la mano. El primer oficial se me acerca con aire de misterio. 

¿Declaró esos chismes antes de embarcar? 

Los chismes son mis aparatos fotográficos, y le digo que lo hice en tierra, pero que no me dieron justificante; no me volví a preocupar de ellos. 

Ya los está escondiendo, porque como se los vean los de aduanas se los cepillan...

Una juerga, vamos. Y esos señores que ya están subiendo la escalerilla. Salgo disparado hacia mi camarote y me falta tiempo para meterlo todo bajo siete llaves; jadeando como una bestezuela voy al pasillo y me doy de narices con cuatro libios de uniforme que me saludan muy serios. Después resulta que el capitán tenía una declaración de mis máquinas y tal, redactada por no sé quién, la cual las pone a salvo de aduaneros escrupulosos; así que me dejo caer en un sillón de la cámara, exhalando suspiros de alivio. La cosa no es para menos. 

Tras dar un paso por el barco, los militares se ponen a sellar documentos y autorizaciones mientras trasiegan Coca-Cola; uno de ellos lleva un revólver de seis tiros con balas en la recámara y un bigote que le cubre el labio superior. Ultimados los trámites, quedamos autorizados para efectuar la carga y se marchan como vinieron. El del bigote me da la mano y después se la lleva al pecho; cosas de los libios. Pero lo importante es que aquí no ha pasado nada y la cubierta comienza a bullir de actividad: la baliza de la manguera submarina de carga es izada a bordo y conectada a los tanques. El petróleo va llenando los 27 depósitos del Puertollano a un ritmo de 3.000 toneladas por hora. Sin embargo, lo único que este momento nos preocupa es que son las once de la mañana y tanta visita ha terminado por abrirnos el apetito. 

Herr Hille nos acompaña en la mesa y nos cuenta que conoce Barcelona y Málaga; pero suele permanecer silencioso, atento a las noticias que desde tierra le llegan por el transmisor-receptor que ha colgado del respaldo de la silla. Pasará todo el día con nosotros, así que José, el camarero, lo conduce a un camarote. El largar amarras está previsto para las ocho de la noche, la hora en que se supone deberíamos estar celebrando la Nochebuena, pero el trabajo es lo primero. 

Las mangueras de carga producen un murmullo constante y el olor a crudo es muy fuerte en la cubierta. Por todos lados hay equipos de extinción listos para ser usados a la menor señal de emergencia. Junto a la escotilla de un tanque, el primer oficial inspecciona el interior, que va llenándose lentamente. La salida de gas es muy acusada y se enturbia la visión a través de ella. 

Tanto gas es perjudicial: si uno está quince segundos asomado ahí, coge una trompa que le hace caerse de espaldas. Equivale a una botella de ron. Yo me voy de aquí porque ya no puedo más. 

Bajo el alerón de estribor, el tercer oficial juega una partida de ping-pong con Yanqui, el radiotelegrafista. José Carlos ha encontrado unas obras completas de Somerset Maugham y Bruno se dedica a pasear con las manos en los bolsillos; el tedio de la espera ha vuelto a adueñarse del barco. 

Y como no hay otra cosa que escribir, creo llegado el momento de informarles de que el Puertollano fue construido en El Ferrol por la E. N. Bazán, que desplaza 26.100 toneladas, desarrolla quince nudos y quema fuel en marcha y gas-oil en maniobra... Pero todo eso debían ya de saberlo ustedes a estas alturas del reportaje, así que no insisto demasiado en el tema. Además, para obtener esos datos, basta con buscar en cualquier lista oficial de buques. 

“Y busco senderos 

entre las montañas 

que van al mar...” 

El tocadiscos sigue desgranando siempre la misma canción. El práctico acaba de anunciar que los depósitos estarán llenos a las siete en punto; las gaviotas describen círculos sobre nosotros y a uno de los marineros han estado a punto de destrozarle la mano de un picotazo. Incluso ellas parecen al colmo del aburrimiento. Sobre Ras Lanuf comienza a bajar el sol, y de tierra viene un viento que produce escalofríos. 

Nunca había visto anochecer en el desierto, y debo reconocer que es un espectáculo impresionante. El sol, convertido ya en un disco rojo de contornos perfectamente delimitados, va descendiendo hacia la línea del horizonte; la arena comienza a enrojecer y las últimas luces, reflejadas en las dunas, tornasolean entre los jirones de nubes que parecen detenerse unos instantes. El tamaño del disco va decreciendo hasta no ser más que una pequeña porción de sol concentrado que desaparece bruscamente; es entonces cuando todo Ras Lanuf parece arder, como si se hubiesen inflamado los depósitos que ya apenas pueden verse a lo lejos. Y ese resplandor, que sólo dura unos instantes, se va apagando como una brasa que se enfría en la oscuridad; el agua recobra su color verde esmeralda y a lo largo de la costa se enciende el rosario de luces de los petroleros. El hechizo se ha roto, pero nadie parece notarlo; todos se encuentran concentrados en su trabajo. Y es que había olvidado que el Puertollano debe zarpar esta noche. En cubierta se llenan los últimos metros de los tanques. Provistos de linternas, los tripulantes observan el nivel ascendente del líquido pardo oscuro, casi negro. 

Hay que dejar una cámara de aire; el tanque no debe llenarse hasta la misma escotilla porque entonces, si el líquido se dilata a consecuencia del calor, existe el peligro de que rebosen los depósitos. Por eso tenemos colocado ahí este listón de madera con una escala grabada; cuando el nivel llega a la señal, cerramos las válvulas y todo en orden. Estos van terminándose son los más grandes. Los otros ya están cerrados. 

Por la pequeña escotilla abierta en la tapa del tanque, el gas sube con fuerza, y tengo ocasión de experimentar personalmente los efectos contra los cuales me previno antes el primer oficial. Las emanaciones hacen el aire prácticamente irrespirable. Sobre la pasarela, el práctico alemán lo supervisa todo, incansable. De vez en cuando se detiene y, vuelto hacia tierra, habla con alguien que debe encontrarse en ella, junto a las luces que señalan la ubicación de los depósitos. Herr Hille sonríe un instante y vuelve a medir con sus pasos apresurados la pasarela. Esta noche desea encontrarse pronto en tierra. 

Ya están todos los tanques llenos y cerrados. Todo listo para la maniobra...

Nos vamos al puente, desde donde el capitán y el práctico dirigen ya la salida del petrolero. El oleoducto submarino es devuelto al agua, se recogen cabos y anclas y el Puertollano va saliendo del círculo de balizas. Ras Lanuf se apaga por la popa y Herr Hille hace ya un rato que descendió por la escalerilla hasta la embarcación que le aguardaba junto al costado; después se alejó, fundiéndose con la oscuridad que lo llena todo. Lo último que vemos antes de adentrarnos en las aguas del golfo de Sidra son los faros de un automóvil que recorre la carretera cercana a la costa. 

Más tarde, sentados a la mesa ante una cena idéntica a la de otros días la de Nochebuena ha sido aplazada a causa de la maniobra hemos permanecido en silencio, sin atrevernos a abrir la boca. Esta noche se respira en el mar una brisa de tristeza. En algún sitio se escucha una grabación magnetofónica con villancicos, que el capitán guardaba para hoy. Bajo el árbol de Navidad cubierto de algodón no tenemos nieve a mano han colocado un pequeño Nacimiento de plástico. El segundo oficial ha perdido una botella de champagne a los dados; hemos estado buscando un trozo de turrón por todo el barco, pero el que hay se guarda para la cena de mañana. 

Ya en la soledad del camarote, he celebrado la Navidad tendido sobre mi litera, escuchando los pasos del tercero que se encuentra de guardia en el puente. Se me han acabado los cigarrillos, y ni siquiera pueden verse las estrellas. 



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