Pueblo, 26 de junio de 1974
A la vigésima va la vencida. Ayer, un tribunal de primera instancia puso punto final a trece años de broncas y diamantes. Elizabeth Taylor y Richard Burton, posiblemente a causa de “haberse amado demasiado” (Liz), resolvieron definitivamente vivir en el futuro sus vidas por separado. El escenario, la localidad suiza de Saanen. El motivo, “irreconciliables diferencias”. Telón.
“¿Te han dicho alguna vez que eres una chica preciosa?”… ‘Cleopatra’ fue un fracaso comercial para la 20th Century-Fox, pero para las revistas del corazón significó el alumbramiento de un filón en apariencia inagotable. Y mientras el “número cuatro”, Eddie Fisher, se veía obligado a emprender un discreto mutis por el foro llevándose sus atalajes de “chevalier servant” (a un hospital donde se le sometería a una cura de reposo absoluto para olvidar la eterna inconstancia femenina), Marco Antonio y la reina de Egipto comenzaban el que había de revelarse como largo y tormentoso idilio. Para Sybil, por aquel entonces todavía señora Burton, llegó el amargo trance de retractarse de aquellas frases que habían reproducido las revistas en letras así de gordas: “Richard es mío. Todo mío. Siempre será mío. Nunca lo entregaré a la Taylor o a cualquier otra mujer”.
Cleopatra había ganado la partida. La primera vez que Burton abrió la boca para hacer declaraciones sobre el romance fue con unas palabras que no dejaban lugar a la menor duda: “Debo reconocer que Elizabeth me fascina. Me pregunto qué es lo que la hace tan estupenda. Te mira con esos ojos y tu sangre se agita”… Tanto se le agitó la sangre a Marco Antonio que el 16 de marzo de 1964, tras haber conseguido sonados divorcios de sus respectivos cónyuges, la feliz pareja se ligó, para lo bueno y para lo malo hasta que la muerte etcétera, ante diez amigos íntimos que les acompañaron a Montreal. Primera plana, por supuesto.
‘¿Quién teme a Virginia Woolf?’ tuvo el indudable mérito de mostrar a los espectadores de todo el mundo cómo una pareja puede tirarse los trastos a la cabeza. Ello habría de ser de suma utilidad a posteriori como marco de referencia cuando la gente comenzó a enterarse de que las cosas no marchaban ya como correspondía a un amor tan apasionado. Se habló de alcohol, de celos, de agarradas interminables, de lágrimas, portazos y búsquedas de consuelo en “solo buenos amigos”. Se fotografiaron encuentros enternecedores, entradas y salidas de hospitales, reconciliaciones y diamantes como puños. Comenzaba el “show” de los Burton.
“No puedo imaginar la vida sin él. Le amo. Le adoro. Nuestro amor es tan profundo que no me importa nada lo que la gente piense sobre nosotros. Si se tiene una auténtica intimidad con el hombre que se ama se puede transformarlo todo en mágico”... Sí que es cierto, sí. Pero cuando el hijo de Liz, Michael Wilding, se soltó el pelo y profesó de “hippie” en una comuna —con perdón— galesa toda la magia del asunto no pudo evitar que Richard se sintiese francamente molesto con el yerno. “A quién habrá salido”, y cosas así.
Siguió la juerga. “Se divorcia él”… “Se divorcia ella”... Después resultó que no, que de momento no se divorciaban, porque no podían vivir el uno sin el otro. “Esperamos que la tormenta pase pronto”. Más titulares, más fotografías, más reconciliaciones, más canas al aire y nuevas reconciliaciones. “Pienso que quizá tenga yo la culpa de todo esto, de esta increíble decisión de Liz, al no dar mayor importancia a sus problemas familiares. Me consta que su madre está enferma, pero le he hecho poco caso al asunto. Y sé que esto molesta mucho a Liz, porque ella adora mucho a su madre”... Sin embargo, Peter Lawford se mostró más comprensivo, dedicándose por aquella época a comentar los problemas familiares con Elizabeth en los clubes nocturnos de Beverly Hills.
Intentos de solucionar la papeleta a cargo del matrimonio Ponti, frustrados en toda la línea. Todo parece anunciar el inminente divorcio, cuando Liz debe someterse a una intervención quirúrgica en California, y a la salida del centro médico Richard decide invitarla a un desayuno con diamantes. Todo parece solucionado. Richard promete no volver a oler el alcohol. Se dice que 1974 va a ser el año de felicidad definitiva de la pareja. Se admiten apuestas. Y se divorcian. Punto.
Marco Antonio y Cleopatra se van, cada uno por su lado, y los “paparazzi” afinan sus cámaras fotográficas para tenernos informados de con quién, cuándo y dónde volverán a ser actualidad informativa. Los lectores sentimentales piensan que es una lástima; los escépticos opinan que se encontrarán de nuevo; los indiferentes que ya iba siendo hora; los futurólogos se callan. El mundo da tantas vueltas…
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