15 marzo 2024

"El Mediterráneo es mi patria. Por eso soy más mediterráneo que español"

Entrevista de Antonio Lucas - elmundo.es - 15/03/2024

Con Pérez-Reverte a bordo del Corso III. Embarcamos dos días en el velero en el que el escritor navega por su territorio mítico. Es la primera vez que acepta a un fotógrafo a bordo. La única condición es dejar en tierra las cosas de tierra y darle al mar todo el sitio. Así lo hicimos. Literatura y mar. Vientos, velas, recuerdos de galernas, nostalgia y confesiones.

El primer libro de mar que inauguró su biblioteca de párvulo fue 'Un capitán de 15 años' (Julio Verne). Regalo de su madre en 1959. Arturo Pérez-Reverte tenía ocho. Vivía en Cartagena, donde nació en el 51. Escuchar las aventuras de su tío Antonio, marino mercante, estaba entre sus entusiasmos de niño. Por entonces su afición era ir al puerto a observar el trajín de los barcos, se arrimaba a los marinos apiñados en las tabernas, para escuchar. Aquel ambiente centelleante era un muestrario de buscavidas, tahúres, gentes de existencia desvencijada, pescadores, militares, algún tullido al que un marrajo le llevó la mano al fondo del abismo, sablistas, mercaderes ambulantes y otros fenotipos de dique seco. En medio de ese carnaval confuso espigó aquel muchacho excitado por echarse al pronto al mar a vivir esas vidas, a probarse otros nombres, imbuido por los sueños de los barcos que ha visto pasar. Barcos que se pierden y se agigantan por igual en la lejanía y en la mente.

Más o menos a la edad del capitán de la novela de Verne, Arturo Pérez-Reverte conoció a un personaje principal de su genealogía marinera: Paco el Piloto. Tipo recio, inquilino puro del mar, capitán de una embarcación menuda, El Piloto, de ahí el alias. Junto a él aprendió algunas mañas del contrabando de tabaco y whisky y entendió el voluminoso idioma de los marinos, la belleza y precisión de las palabras. Paco el Piloto era su escuela cuando escapaba de la escuela para salir de caza. Al calamar. A algún trapicheo de bote a bote. A pasear turistas. Paco el Piloto fue un maestro a la manera del señor Germain para Albert Camus, el hombre que le enseñó a leer y escribir cuando era un arrapiezo de Argel. «Con él aprendí cómo es posible resolver la vida con un pequeño barco y mucho coraje", dice Pérez-Reverte. "Fue ese amigo mayor, sabio, pícaro y silencioso que todos los adolescentes quieren tener". Un marino astuto, un filósofo profundo que hacía metafísica inmediata perfumado de gasóleo y sardina.

Esta mañana del primer día de marzo sopla una corriente garduña con breves rachas fatales. En el puerto de Cartagena el viento provoca un grilleo de jarcias nerviosas. En uno de los pantalanes, con altiva sobriedad, amarrado a los noráis, asoma el Corso III. Un velero rotundo, elegante, diseñado por el astillero escandinavo Hallberg-Rassy: 15 metros de eslora y 4,5 de manga. La vela de foque, blanquísima, tiene 10 metros desde el pujamen al puño de driza. La génova, unos 12. Antes hubo un Corso I y Corso II. En 1994, cuando aparcó el oficio de reportero en RTVE, Pérez-Reverte decidió empeñar la vida entre libros y mar. Lleva 30 años navegando en barco propio. Siempre a vela. Siempre en el Mediterráneo. Son las 10.11 de la mañana. Accedemos por la proa.

El fotógrafo Aymá va de recio y sin biodramina, pero Arturo Pérez-Reverte hace una inspección inesperada y Aymá se delata. A los pocos segundos estira el pescuezo para que pase cómoda la pastilla. La cubierta de lamas de madera de teca exige calzado blando de suela lisa. El anfitrión da la bienvenida y hace las primeras comprobaciones técnicas. Flaco, barba de arponero, gorrito negro de lana, cazadora impermeable con rastro de salitre de navegaciones pasadas, vaquero amplio, calcetín grueso y náuticos. El viento sigue erizado. Pérez-Reverte muestra el camino al camarote. Una fotografía de Joseph Conrad preside bajo una estantería con libros donde asoman los lomos de 'Gran sol', de Ignacio Aldecoa; 'Viaje alrededor del mundo', de John Byron; la 'Ilíada', de Homero; 'El gran mar', de David Dabulafia. De regreso a cubierta, ya en la bañera, con las dos manos en la rueda de timón, asesta la primera advertencia: "Debe quedar claro: un barco no es una democracia. Soy responsable del barco, del rumbo y de quien navega conmigo. Si ordeno que nos tiremos al agua, nos lanzamos al agua. Si digo a un lado, a un lado. Si pido que estéis quietos, quietos. Si no os hablo es que todo va bien. En el mar lo habitual es el silencio". Esto recuerda a la cita de Simon Leys: "Entre la elocuencia de los literatos (que hablan de lo que no conocen) y el silencio de los marinos (que saben pero no hablan) hay afortunadamente unos cuantos marinos que decidieron escribir, como por ejemplo Conrad".

El motor Volvo Penta del Corso III empieza a ronronear suavemente, como un gato tumbado. Pérez-Reverte maniobra y, con sutileza, el barco deja atrás el punto de amarre. El escritor enfila la bocana del puerto de Cartagena. En un movimiento rápido recogió antes las ocho defensas, cuatro a babor y cuatro a estribor. Vamos al ralentí unos minutos, mientras aduja los cabos en proa. Regresa al timón y habla un poco solo y un poco al pasaje: "Salir a navegar me obliga a estar alerta, a respetarme a mí mismo, a aceptar la fatiga como parte del placer del mar. Aquí hay que estar atento a todo: al sol, al viento, a las nubes, a la radio, a las previsiones meteorológicas, a cualquier detalle del barco... El mar es como un enemigo. Sabes que está ahí y esa conciencia te tiene vigilante, despierto".

Cartagena queda a popa. La ciudad, con su murazo de cuartel, también tiene algo agitado, prieto. Como todas las ciudades con puerto grande, su vida tiende a dispersarse de puertas afuera. Vamos a mar abierto. Atrás quedan los montes Galeras y San Julián. Arturo Pérez-Reverte llegó hace unos días de otra travesía más larga. Dos temporales le dieron estopa durante horas. "Cuando sales bien de un temporal duro en el que podrías perder el barco o perderte tú hay una satisfacción, incluso un placer. Te sientes marino. Para mí es importante sentir que soy parte de esto: vientos, mareas, ángulos, trayectorias, líneas, curvas... De la geometría del mar".

El cielo de las 11.38 está pleno de azul. "Al mar le pides permiso para estar en él. El mar jamás se vence. Quien intente desafiarlo es un estúpido. Si eres buen marino te tolera, te admite sin destruirte. Pero a los fanfarrones los humilla. O los naufraga", dice. "Las chulerías en el mar se pagan muy caras". Es una locura entrar a convencerlo de que se rinda. A la salida del puerto hubo durante décadas un desguace al que llamaban el cementerio de los barcos. Pérez-Reverte regresa a Paco el Piloto ahora que pasamos cerca. "Cada vez que veía este lugar me miraba con el cigarro colgando del labio y me decía: 'Qué tristeza. Después de conocer los mares, de soportar temporales, de dar alegrías, de acumular historias... Qué tristeza ver un barco acabar así. Ojalá a ti y a mí no nos desguacen nunca'". Aquel chaval tiene hoy 72 años y en su casa de Madrid conserva el timón de El Piloto, que sí fue desguazado.

El rumbo previsto es Mediterráneo arriba. Este es el mar de Pérez-Reverte. Ha escrito cientos de artículos sobre su experiencia aquí. En varias de sus novelas está el mar desplegado. 'La carta esférica' es la más íntima, la más íntima en su relación con este lugar. Y después llegaron más con otras latitudes marinas, pero la misma pasión de navegar, de observar, de entender. 'El asedio' y 'La Reina del Sur'; 'El tango de la Guardia Vieja' o 'El pintor de batallas'; 'El italiano' y 'El problema final', la última hasta ahora, donde el Egeo es escenario y horizonte.

El viento sopla a 15 nudos. El escritor activa el piloto automático para preparar los winches y con esfuerzo, entre dientes, comenta: "Ya está saludando con fuerza, a ver qué nos trae". Habla del viento. Con una maniobra esforzada despliega la vela de foque y el barco asume una ligera inclinación de nave sobre la luz meridional del claro día. Este Reverte no tiene mucho que ver por fuera con el que maneja una cuenta ruidosa en la red social X, con el ciudadano de declaraciones frontales, a veces gruesas, con el fajador de las mil guerras. Qué va. Este de aquí, al pie del timón del Corso III, es un tipo callado, observador, con una templanza de la que hace oficio y norma. Un sujeto fascinado, sin desgaste posible, con el mar. "El Mediterráneo es mi patria. Soy más mediterráneo que español. Sé reconocer en estas aguas las huellas del pasado. Y sé leer el presente por lo que hace siglos ocurrió aquí. Leer, escribir y navegar son las verdades que me importan. Todo lo demás es cada vez más prescindible. No sé cuantas razas tengo en las venas. Estoy hecho de mil leches y sangres mediterráneas. Me gusta pensar que cuando navego por aquí lo hago por mis orígenes, por mi memoria. El Mediterráneo, para mí, es una combinación de mar ancestral y mar materno. Y sobre esa base asiento lo demás. Al mar vengo a ver a mi otra familia: fenicios, griegos, romanos. Además es el mar de la gran literatura. El Mediterráneo es una biblioteca inmensa. De aquí viene todo".

Dicen que es un mar amable.

Lo dirán quienes no lo conocen. El Mediterráneo es un mar bravo, imprevisible, traicionero, de cambios drásticos y rápidos... Aunque el mar en sí no es malo, el viento es el que lo encanalla. Un viento duro de 40 nudos es el infierno.

¿Nunca desengaña?

A mí no. Y si de algo me ha desengañado el mar es de la prepotencia, de cierta vanidad. El mar, como la guerra, me ha ayudado a quitarme falsas seguridades. Y, a cambio, me ha concedido una saludable incertidumbre. Me ha despojado de certezas. Estar aquí es estar en peligro. Estar aquí es ser vulnerable como nunca. El mar no tiene nada de romántico. Belleza sí, pero romanticismo... Eso es cosa de poetas. Y de cada poeta el mar hace un náufrago.

Enciendo un cigarro de liar, marca Pueblo. Tardo en prenderlo. Cuando coge lumbre doy las dos primeras caladas. Estoy de frente al agua. A mi espalda escucho al capitán del Corso III asestar una orden seca: "¡Lanza la ceniza por barlovento, cabrón!". Con un viento de 20 nudos pienso en qué más dará dónde vaya la ceniza. Pero cumplo. El fotógrafo Aymá se mueve a compás de los vaivenes de la embarcación con algo de catástrofe inminente. Dejamos a un costado la bahía de Portman, las playas vírgenes de Calblanque. Son las 13.55. La vela de foque ciñe el viento.

En un momento de calma, el anfitrión pide estar atentos a una línea recta imaginaria, desaparece por la escotilla y al rato vuelve a cubierta con una bandeja donde hay longaniza murciana y otras chacinas del lugar. Tres cervezas y unos picos. Bordeamos ya el espolón del cabo Negrete. "Fijaos", dice. "El barco habla. Te da cuenta de sus necesidades. Hay que aprender a escucharlo. Y debes darle lo que pide. Un velero es un ser vivo. Si lo maltratas se vengará... El barco me obliga a seguir siendo lo que fui. Ese es su regalo".

¿Y el peor momento aquí cuál es?

El de amarrar el barco para regresar a Madrid. Y cada vez es peor.

Pasamos un buen rato en silencio. Al fondo, el soberbio faro del cabo de Palos, donde hace un par de años conocimos a su último inquilino: el farero José Luis Gandolfo. "El mar es aburrido para quien no tiene la capacidad de callar. Para quien no sabe escuchar". Pérez-Reverte anuncia, anticipándose, una racha furiosa del sursuroeste. Bastaba con mirar el cambio del azul en la superficie. "Cuando navego no suelo ver periódicos ni televisión. La cobertura suele ser escasa... Qué importa aquí dentro el jaleo diario del tal Koldo o el circo de la política. Navegar, navegar de verdad, es algo muy personal. La tierra suele quedar muy lejos, no sólo físicamente. Una hora en el mar pesa más que 60 minutos en tierra. El mar lo amortigua todo; y todo lo extrema". También guarda una antología de raros formidables. Un día, fondeado cerca de Asinara (Italia), una ballena se acercó al Corso II, una ballena más larga que el barco. Dio varias vueltas alrededor, muy despacio, viró, sacó un ojo al aire y lenta, muy lenta, marchó de nuevo al fondo. "Ese momento es de una intensidad insuperable", dice el escritor manteniendo el equilibrio bien sujeto el timón.

A lo lejos, algunas construcciones malforman el paisaje. "Conocí de joven un Mediterráneo limpio. Llegué a tiempo de verlo. Y en 30 años también asistí al asesinato de la costa. Se han cargado el Levante con tanto cemento y tanta mierda", ataja. El viento ulula con fuerza entre la isla Grosa y el Farallón. Vamos ciñendo a rabiar mientras la vela de foque flamea.

Arturo Pérez-Reverte es aquí otro, ya lo he dicho. Cultiva la razón práctica con una dosis de idealismo. Quizá eso le permite seguir navegando, viviendo, en medio de las trampas, las broncas y las puñaladas de los días de tierra, que hacen tan desagradable la vida. El atardecer se echa encima. Queríamos hacer noche aquí, pero dan malas condiciones. Nos refugiamos en puerto. Cenamos bien. La humedad entra hasta lo blando del hueso. La noche es lisa. Las jarcias expanden su canción. Acompaña el gluglú voluptuoso del agua contra el casco y uno siente cierta seguridad, ahora sí, frente a los movimientos indiscernibles de hace unas horas. El fotógrafo Aymá hace unos últimos estiramientos. El fotógrafo Aymá ronca.

A las 7.15, Arturo Pérez-Reverte, en la mesa de cartas, repasa la ruta con lápiz, compás, transportador cuadrado, reglas paralelas y una rosa de maniobras. Esta misma tiene, de antes, las huellas de otras travesías por Francia, Italia, Grecia, Turquía... "Una carta náutica es la historia de muchas culturas previas que han hecho esta misma ruta, que han navegado en otros tiempos", informa. "Sabemos del mar gracias a la memoria de miles de marinos que se jugaron la vida. Navegando aprendes que todo humano tiene su Titanic y su iceberg". Esto último lo dice como para nadie. Como se dicen algunas cosas cuando uno está a solas entre su corazón y sus asuntos.

Con la ruta clara, salimos a cubierta. El mar es un espacio altamente protocolizado. Abundante de reglas, de códigos, de normas. "Pero nunca hay una legalidad absoluta", avisa. El Corso III deja atrás el puerto de acogida. Quedan horas de travesía. El punto de destino es una ciudad cualquiera. Levante arriba. Llevamos la vela mayor a palo seco. El viento es suave. El café sabe bien. "Me fascina la sabiduría de las gentes del mar... Los errores en la vida siempre se pagan, pero aquí dentro se pagan antes".

Buena parte de su pasión marinera está recogida en los textos de un libro misceláneo: 'Los barcos se pierden en tierra' (Alfaguara). Ahí despliega, como aquí, la fascinación por algunos compañeros de viaje: Ulises, Ismael, Joshua Slocum, Jack Sparrow y Jack Aubrey, Arthur Gordon Pym, Arthur Coy, Lord Jim... O lo que es igual, los barcos míticos: el Pequod, el Surprise, el HMS Ulysses, el Atlantis, el Patna... O lo que también podríamos cifrar en unos cuantos nombres: Homero, Stevenson, London, Conrad, Melville, McLean, Orlan, Scott... Quiero decir: literatura.

Arturo Pérez-Reverte está de nuevo en la bañera del Corso III. Después de varias maniobras nos situamos en el punto escogido, a la velocidad necesaria para seguir la travesía. Estar al timón de un velero exige un esfuerzo grande y constante. Cada cual a su manera cumplimos con el rito ancestral de admirar en silencio la línea del horizonte a la hora en que el sol vertical alumbra algunos rizos del mar que después serán esquirlas de plata si el gregal levanta de las olas un poco de espuma. La mañana ocurre lenta y una cierta calma está al alcance de la mano, siempre a un punto de la destrucción. La conversación va y viene sin ningún pretexto. El silencio se hace sitio.

¿Escribes en el barco?

En el barco navego. Y, si acaso, leo. Escribir no es compatible con navegar.

No sé cómo hemos llegado a ese punto en el que cada uno explica cómo sería el mejor final posible. Pérez-Reverte confía en el suyo: embarcarse en el Corso III, poner rumbo a cualquier lejanía, desplegar las velas si es posible y dejar que la vida se consuma al compás de las olas, sin pena, sin lágrima, sin temor. Con el mar de catafalco. El viento mantiene flácida la vela de foque. Quedan por delante algunas horas hasta la ensenada de destino. Nadie vuelve a emitir palabras durante largo tiempo. Una travesía de dos singladuras puede servir para encalmar la cabeza que antes alojó ideas capaces de arrojarte al barranco. A este barco no ha subido casi nadie en años. Sólo la mínima familia del escritor, estrictamente. Pérez-Reverte al timón podría aullar el verso mítico de Arthur Rimbaud: "Yo es otro". Navegar, si va en serio, es un álgebra capaz de hacer saltar por los aires cualquier evidencia. Casi nada es por entero lo que ves. Ese es su poder. Y nuestra trampa.

https://www.elmundo.es/la-lectura/2024/03/14/65ead67421efa042548b45bc.html

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