03 julio 1982

La batalla de Beirut


LA BATALLA DE BEIRUT

Pueblo, 13-16 de julio de 1982

[En Beirut Oeste, un infierno en el que se carece de lo más indispensable para la supervivencia, la guerra del Líbano y la tragedia del pueblo palestino están conociendo posiblemente su hora más dramática, más atroz. ‘Pueblo’ ha destacado a la zona de combate a Arturo Pérez-Reverte, especialista en cubrir conflictos bélicos desde la primera línea y sus crónicas de guerra]

1 - EN PRIMERA LÍNEA CON LOS “FEDAYÍN”

En Borj el Brajneh, barrio periférico de Beirut Oeste, son las once de la mañana. Ruinas por doquier, inmuebles de varios pisos que se han venido abajo como castillos de naipes. El aire abrasa y bajo los edificios derruidos el sofocante calor 40-45 grados hace apestar con hedor insoportable los cuerpos aplastados que desde hace días se pudren bajo los escombros. El suelo está alfombrado de casquillos vacíos, de trozos de metralla, de basuras, sobre las que revolotean enloquecidos enjambres de moscas. Esa es la imagen. El sonido, el fondo sonoro de este escenario de pesadilla, es un constante retumbar de explosiones entre los edificios próximos, un bum-bum continuo y estremecedor, punteado por el impacto de las balas perdidas que zumban por todas partes y rebotan en los martirizados muros, marcados por la viruela de la metralla y la guerra, que todavía se tienen en pie.

Escenario y sonido. Faltan los personajes, porque en este aterrador paisaje no se ve un alma. Michel, compañero de otras guerras, fotógrafo de la agencia Sygma, camina a mi lado en busca de esos personajes que faltan para completar el cuadro de la batalla de Beirut. Avanzamos pegados a las fachadas de las casas, empapados de sudor de arriba abajo, encogiéndonos instintivamente cada vez que un estruendo próximo desgarra el aire y la calle se llena de polvo denso que nos enrojece los ojos y cubre las lentes de nuestras cámaras fotográficas. Marchamos a pie, buscando en este laberinto de calles desiertas algo o alguien, alguna imagen viva que justifique nuestra presencia aquí. El taxista que nos acercó a Borj el Brajneh —100 libras, unas 2.500 pesetas por cinco minutos de recorrido— se negó a continuar cuando comenzó el bombardeo, nos hizo bajar y se alejó a toda velocidad, haciendo rechinar sus neumáticos al perderse tras la esquina más próxima. 

Por fin hay alguien. Un chiquillo de unos catorce años, vestido con uniforme camuflado y con un Kalashnikov colgado del hombro, nos mira con sorpresa desde la boca de un refugio.

—"Ana sahafiyin hispani ua fransaui. Ascari?" (Somos periodistas, español y francés. ¿Dónde están los soldados?).

El jovencísimo fedayín coge el fusil de asalto entre las manos, dice “iallah” (vamos) y echa a andar delante de nosotros. Diez minutos más tarde estamos los tres agrupados en la esquina de una calle batida a intervalos por ráfagas de francotiradores judíos. Al otro lado, unas figuras vestidas de verde nos hacen gestos para que corramos hacia ellos de uno en uno. Estamos en la posición palestina más avanzada de Borj el Brajneh, a 400 metros de las líneas del Ejército israelí.

Cruzar una calle puede ser toda una aventura. Se espera a que los judíos que disparan hagan una pausa, se aprietan los dientes, se sujetan las cámaras contra el cuerpo, se agacha la cabeza y se echa a correr como una flecha, con una desgarradora angustia cuando, a mitad de camino, escuchas el estampido de las balas que parten. Cuando sabes que alguien, 400 metros a tu derecha, está intentando pegarte un tiro precisamente a ti.

La llegada a la meta. El sofoco tras el desesperado “sprint”. La bendita y protectora pared, tras la que te derrumbas sin aliento. Unos rostros mal afeitados que se inclinan hacia ti, un “welcome”, unas manos ásperas que estrechan la tuya. Sacos terreros, cajas de munición, Kalashnikov, las granadas, olor acre a la grasa de armas, olor penetrante de la pólvora, a cordita de las bombas que siguen cayendo alrededor. Penumbra, una aspillera de la que se ven las posiciones judías, incluso un carro de combate que se ha acercado demasiado y que dispara contra el fortín, intentando tocarle encima un impacto directo que lo haga saltar en pedazos con los otros dentro. Del techo se desprenden regueros de tierra, trocitos de piedra y cemento, y las paredes del refugio tiemblan, bajo la onda expansiva, como si fuesen de cartón. La guerra es sucia, huele mal, hace sudar, da sed, deja la boca seca como papel de lija. Y da miedo, muchísimo miedo, os lo juro.

En la posición hay una docena de fedayín. Algunos son muy jóvenes, diecisiete o dieciocho años, y sus rostros imberbes recuerdan los de aquellos muchachos alemanes movilizados para defender Berlín en los últimos días de la Segunda Guerra Mundial. Para esta batalla, que puede ser batalla final, el mando militar palestino ha lanzado a la lucha a todos sus efectivos capaces de empuñar un arma.

Un vaso de té. Todavía queda tiempo en esta guerra de ofrecer un vaso de té a los periodistas atrozmente sedientos. El tanque israelí sigue disparando contra el fortín. Algunos de sus tiros pasan altos y se van a estampar sobre los edificios cercanos. Otros caen muy cerca, y el refugio se sacude como bajo un terremoto, demasiado cerca. Maldita sea.

—¿Tomarán Beirut los israelíes?

El jefe del grupo, de treinta años, Kalashnikov al hombro y prismáticos sobre el pecho, sonríe a medias, sin ganas. “Los judíos —remarca en un correctísimo inglés— carecen de experiencia en la lucha callejera, su superioridad es técnica, como combatientes individuales. Hombre a hombre, casa por casa, a granada, fusil de asalto y cuchillo, el fedayín es mejor combatiente. No en vano lleva a cuestas siete años de experiencia, que se lo pregunten a los “kataeb”, a los cristianos del otro lado. Esos sí que son buenos, casi tan buenos como los palestinos, no en vano se han estado destripando unos a otros por estas calles desde 1976. Para que Israel tome militarmente Beirut Oeste haría falta primero que sus cañones demolieran la ciudad casa por casa, calle por calle, antes de que penetrase la infantería”.

—¿Y creen que están dispuestos a hacerlo?

Un silencio. Después, desde un rincón, una voz grave responde que quizá sí, que posiblemente estén dispuestos a hacerlo. Sin embargo, pagarán un precio condenadamente caro por ello. Por eso, los judíos prefieren una solución negociada que haga marcharse del Líbano a los palestinos sin necesidad de tener que entrar en Beirut a buscarlos.

—¿Y se marcharán ustedes? ¿Aceptarán una solución negociada que los dejen marchase a Siria o a otro lado?

Se encogen de hombros. Ni creen que otros países árabes los acepten ni tienen ganas de irse del Líbano. Beirut es un sitio tan bueno como otro cualquiera para morir.

2 - LAS ALMAS ERRANTES

Se les ve caminar por las calles próximas a Hamra, el sector de Beirut oeste menos castigado por la guerra, con uniformes sucios, el pelo revuelto, el Kalashnikov colgado del hombro, mirando a su alrededor con ojos ausentes, sin saber a dónde ir. En su mayor parte son muy jóvenes; hacen tiempo, un momento de descanso antes de volver a la zona de combate. Caminan solos o en grupos, sin rumbo fijo, ojos de viejo en rostros que no han cumplido los veinte años. Son los palestinos, las almas errantes que vagan por las calles de esta ciudad sombría, estrangulada por el hambre, por la miseria, por la guerra.

¿Cómo llegaron hasta aquí? Su historia, una historia jalonada de muerte y destrucción, de dolor y sangre, comenzó en 1948, cuando la creación del Estado de Israel arrojó a esta tierra, entonces tierra de refugio, a 140.000 fugitivos, árabes de Palestina. Establecidos en quince campos de refugiados diseminados por este pequeño país, su número fue creciendo por etapas sucesivas tras las guerras de 1967 y 1973, tras el “septiembre negro” de 1970 en Jordania, hasta alcanzar las 400.000 personas. La creación de la Organización para la Liberación de Palestina, en 1964, y los acontecimientos posteriores, fueron el embrión para el establecimiento de una presencia armada en los campos palestinos, con el objeto de proteger éstos de las incursiones judías y relanzar la lucha, la eterna lucha, por la liberación de la tierra expoliada.

Su presencia, sin embargo, alteró gravemente el delicado equilibrio de fuerzas en un país tan artificial como era el Líbano de la época, complicada mezcla de razas, de religiones, de ideologías. El resultado fue una polarización del país en dos tendencias opuestas: de un lado, musulmanes y partidos de izquierda libaneses, favorables a una presencia armada palestina. De la otra, los grupos cristianos de derechas y el Ejército libanés, que veían con recelo la creación de un “Estado palestino” en el interior del frágil Estado libanés, incapaz de controlarlos.

Las incursiones israelíes contra el Líbano, ejecutadas a menudo con la más despiadada eficacia, agravaron la situación. La OLP había establecido su Estado Mayor en Beirut, y la propia capital se vio envuelta en el sangriento juego de las represalias hebreas. La tensión se hizo insostenible y, finalmente, en 1975, estalló la guerra civil. La vecina Siria, que nunca ocultó sus ambiciones territoriales respecto al Líbano, intervino primero para apoyar a los cristianos, luego, a favor de los palestino-progresistas, quedándose finalmente en el país como “fuerza de paz”, eufemismo que apenas ocultaba la ocupación por las tropas de Damasco de la mitad del país, concretamente el fértil valle de la Bekaa.

La guerra civil, más o menos, en “tablas”. Los cristianos conservaron un enclave que incluía Junieh, convertida de hecho en la auténtica capital del Líbano derechista y maronita, así como el sector oriental de Beirut. Por su parte, palestinos y musulmanes de izquierda permanecieron en Beirut oeste, extendiéndose su sector hasta el sur fronterizo con Israel, incluyendo las ciudades de Sidón y Tiro. Pero la situación distaba mucho de ser estable. Por una parte, subsistía la tensión entre las diversas fuerzas existentes, y por la otra, los enfrentamientos entre palestinos y judíos convirtieron el sur en un auténtico polvorín. Y la invasión del Líbano por Israel, iniciada el pasado 6 de junio, cambió por completo la situación.

Durante diez días he visto a las tropas israelíes actuar en el Líbano, he visto caer sus bombas, he estado con los palestinos bajo el fuego de su artillería y aviación. Esta vez no se trata, es evidente, de una “acción preventiva” de las tropas hebreas. Esta vez, Israel pretende borrar la presencia palestina del Líbano, bien mediante una negociación que los lleve lejos de su frontera norte, a otro país árabe, o bien, si la negociación fracasa, mediante la guerra de exterminio. El enclave palestino-progresista del Líbano se reduce ahora a algunos kilómetros cuadrados en Beirut, la capital libanesa.

Y las tropas venidas de Israel, dotadas del más avanzado material bélico, con el respaldo internacional que, como es habitual, les presta el “padrino” estadounidense, están aquí para quedarse. Para quedarse hasta que la última “kufiya” y el último Kalashnikov palestinos hayan desaparecido del Líbano. Por las buenas o por las malas.

¿Después? Después volverá el Líbano a ser un Líbano de predominancia cristiana, del que las Fuerzas libanesas (organización en la que se agrupan las milicias derechistas cristianas) serán núcleo básico de un nuevo ejército que el gabinete Beguín sueña con convertir en el guardián de su frontera norte. Un Líbano en buenas relaciones con Israel y con los Estados Unidos, estado-tapón frente a Siria, desde el que los fedayín ya no podrán seguir lanzando, desde sus campos militares, acciones de guerra en su lucha por la recuperación de Palestina. Y todos serán felices y comerán perdices mientras que los palestinos, expulsados de una u otra forma, desprovistos de su material de guerra pesado, en países árabes que les permitirán mucho menos margen de acción que el permitido en el Líbano, se harán matar en otra parte, sin molestar ya al Estado hebreo, bajos las armas de los “hermanos árabes” que, como Hussein en Jordania en 1970, darían un ojo de la cara porque el problema palestino desapareciera de la faz de la tierra.

Porque una lección sí tienen bien aprendida los palestinos que estos días pelean y mueren en Beirut, en una de las más desesperadas batallas de su dramática existencia. Los regímenes árabes, que tanto han explotado demagógicamente su causa, no los quieren. Los regímenes árabes han dado al mundo la más escalofriante lección de cinismo y de falta de vergüenza de los últimos tiempos, contemplando pasivamente cómo Israel, respaldado por los Estados Unidos, desencadenando un diluvio de fuego y metralla, ponían a los palestinos en Beirut arrinconados contra la pared. Y los palestinos se baten sin querer abandonar esa ciudad infernal, porque saben que, en cualquier país árabe que haga el “inmenso sacrificio” de acogerlos como refugiados, serán eternamente hombres marcados de los que se desconfía, fuente de problemas, raza maldita, prisioneros entre sus propios hermanos de raza y religión.

Seis mil combatientes y varias decenas de miles de ancianos, mujeres y niños, aplastados por 30.000 soldados y por la implacable máquina militar israelí, esperan su sentencia entre las ruinas de Beirut Oeste. Son, ya lo hemos dicho, almas errantes que se mueven por el laberinto de escombros de la ciudad sitiada. No tienen patria, no saben a dónde ir. Su pasado es la muerte y el exilio, su presente es una sangrienta tragedia. Y no existe su futuro.

3 - LA CIUDAD ESTRANGULADA

Son duras las noches de Beirut Oeste. La única luz en las calles desiertas es el resplandor, luminoso y tétrico, de las bombas judías que caen sobre la ciudad. Una claridad que surge a intervalos, espectral, recortando de forma siniestra los esqueletos de los edificios devastados por la guerra. De vez en cuando se escucha un motor de automóvil, una patrulla palestina que pasa a toda prisa, los faros apagados, viniendo del combate o yendo hacia él, con ocupantes silenciosos que empuñan armas, fantasmas confusos que se pierden en la noche.

Los pobladores de esta ciudad martirizada duermen amontonados en los sótanos. Refugiados palestinos, que han abandonado los campos cañoneados para buscar la protección de la zona céntrica; libaneses, que no quieren abandonar sus casas todavía intactas, o libaneses que no pueden abandonar lo que queda de las suyas porque no tienen recursos económicos para marcharse al otro lado, al Este, lejos del cerrojo de fuego y hierro que se cierra cada día más sobre la ciudad.

Jamás olvidaré los sótanos de Beirut. Ni los del lado cristiano durante los años anteriores, cuando eran ellos los perdedores, ni los del sector palestino-progresista en estos terribles días de la batalla de Beirut. Cuerpos tendidos en las sombras, llanto de niños, olor a muchedumbre apiñada, a sudor y a miedo. Y por encima de todas las cabezas, este batir sordo y espantoso de las bombas de grueso calibre que afuera, en la calle, reducen a escombros los inmuebles cercanos.

Tampoco olvidaré los hospitales. De todas las guerras que he vivido, los espectáculos más trágicos, más turbadores, no los he presenciado en el campo de batalla, sino en los hospitales. Y el Líbano se lleva la palma. Aquí, lejos de la luz del sol, del aire libre, las heridas, los vendajes empapados de sangre, los miembros amputados que se amontonan en los cubos de basura, las expresiones inolvidables de los heridos, de los moribundos, de los niños quemados por el fósforo, de los cuerpos destrozados para siempre por las bombas de fragmentación, constituyen un cuadro atroz que permanece en tu memoria mucho tiempo después de haberte alejado del lugar con paso rápido, sin mirar atrás, como quien huye de una pesadilla. Porque el rostro más descarnado de una guerra, eso se aprende pronto, no es el frente de combate. Es la anónima, gimiente y martirizada retaguardia, donde la guerra está desprovista de cualquiera de esos rasgos de espectacularidad, gloria o aventura que algunos imbéciles atribuyen a un campo de batalla.

Podría dedicar esta crónica a analizar, como ayer, la situación política internacional por la se ha llegado a esto, el balance de fuerzas en el Líbano, cifras estadísticas sobre efectivos militares, tanques, aviones, judíos... Podría intentar explicar qué es lo que bloquea la negociación, cuáles son las condiciones exigidas por uno y otro bando... Podría hacer todas esas cosas como otras veces, periodismo documentado y serio, lejos del color y del folklore. Pero no tengo ganas. Para eso están los analistas de chaqueta y corbata, las agencias de noticias, algunos colegas que informan desde el bar de un hotel, mirando la guerra de lejos. No me da la gana, repito, de ponerme a analizar coyunturas de política internacional. Estoy cansado, y me da igual la bronca que me va a echar mi director. Vengo el frente, del lugar en donde caen las bombas, del calor, del miedo y de la mierda. Vengo con náuseas en el estómago del olor a cuerpos que se pudren, de la basura que llena los barrios destruidos de Beirut oeste. Vengo aterrado y con ganas de vomitar bilis porque estoy viendo a unas gentes, me importa un bledo que sean palestinos, cristianos o el lucero del alba, que están siendo implacablemente asesinados, destrozados por las bombas, carbonizados por el fuego, desgarrados por la metralla israelí, fabricada bajo patente USA. Y todo eso, maldita sea mi estampa, ocurre mientras las altas instancias internacionales juegan al ping-pong con el problema palestino, mientras los analistas analizan, mientras los observadores observan, mientras los negociadores negocian, mientras los hijos de puta discuten si el misil Fulano está dando en esta guerra mejores resultados que el tanque Mengano...

Había un niño con la cara quemada que me miraba, en el hospital, con sus ojos grandes y tristes. Había una anciana palestina sentada a la puerta de su casa, en Borj El Brajneh, en la zona de guerra, bajo el bombardeo, que había sido olvidada en la evacuación y estaba allí sola, sorda y medio ciega, sin comprender nada de lo que ocurría a su alrededor, esperando a que alguien se ocupara de ella. Había un joven llamado Mussa que me dio un cigarrillo y después salió a la calle con un lanzagranadas a ver si podría destruir un tanque Merkava judío y lo mataron. Había una casa reventada, sin muros, con una cama de matrimonio entre los escombros. Había en el suelo una muñeca aplastada por las orugas de un tanque. Había un loco que se paseaba por la línea de fuego con los brazos en cruz, rezando, y al que milagrosamente nadie le disparaba. Había una calle larga y vacía, sin un alma, sin un ruido, que me causó más pavor que el más encarnizado de los combates. Había un cachorrillo, un perrito abandonado, que se pegaba a mis talones porque yo era el primer ser vivo que pasaba a su lado desde hacía varios días, y al que hube de alejar de una patada para que no me siguiera hasta el frente de combate. Había un hospital sin medicamentos de primera necesidad, una tienda de comestibles sin nada que comprar, un grifo del que no salía agua. Había bombas, cuyo efecto hace arder la piel y la carne sin que nada pueda apagarlas. Había balas que no siguen, al entrar en la carne, la trayectoria normal, sino que oscilan, cambian de dirección, se fragmentan, destrozan los huesos y convierten a su vez esos fragmentos en nuevos proyectiles que se reparten por el interior del cuerpo, desgarrando los órganos internos. Había aviones limpios y relucientes que pasaban volando allá en lo alto, y cuyos pilotos, aseados y frescos en su cabina transparente, mataban sin ensuciarse las manos, apretando botoncitos de colores que hacían caer las bombas y que disparaban los misiles. Había... 

Había un grupo de seis fedayín atrincherados en una de las posiciones más avanzadas de las líneas palestinas, en el sector del aeropuerto. Conviví con ellos durante una noche y una mañana; comieron mi chocolate y mis galletas y yo comí su pan duro y su arroz frío, bebí su agua. En mal inglés me contaron su vida: campos de refugiados, bombas, muerte... Me hablaron de esa Palestina fuera de la cual nacieron, pero a la que siguen soñando con regresar un día. Y cuando, terminado mi trabajo, me eché el macuto a la espalda y me alejé sorteando los escombros de la calle, ellos me dijeron adiós sin poder ocultar una cierta envidia porque sabían que yo llevaba un pasaje de avión en un bolsillo, un pasaporte hacia la libertad y hacia la vida.

4 - LOS ÁRABES PAGARÁN SU TRAICIÓN

“Los países árabes se han portado con nosotros como auténticos perros. Nos han abandonado, se han lavado las manos del problema palestino. ¿Y sabe una cosa? Cuando podamos, en la primera oportunidad, se lo vamos a hacer pagar muy, pero que muy caro. Ahora, nuestro lema de combate es “las capitales árabes antes que Jerusalén; los regímenes árabes antes que Sharon”. Vamos a hacer cuanto podamos por ir cazando uno a uno a esos malditos traidores. A cazarlos como a conejos”

Más claro, agua. En este Beirut cercado, cuando todavía se baten por su supervivencia, las facciones palestinas más radicales se preparan ya para pasar a los “hermanos árabes” la factura por el abandono de que han sido objeto. Pero ni siquiera dentro de la misma OLP los líderes gozan del fervor popular. La aceptación, en principio, de un desarme general de las fuerzas palestinas y de un traslado del estado mayor de la OLP a otra capital árabe, ha sentado como un tiro en numerosos sectores de los hombres que se baten en las calles, Kalashnikov en la mano, y que se siente, como suele ocurrir en estos casos, distanciados física y psicológicamente de buena parte de sus dirigentes, a los que acusan de querer salvar el pellejo, aunque ello suponga la admisión de condiciones vergonzosas.

Incluso en las altas instancias de la dirección palestina las opiniones siguen divididas. La “línea dura” sigue siendo partidaria de resistir a toda costa en Beirut, donde gozan de buenas posiciones defensivas y poseen alimentos y material de guerra para ofrecer una durísima resistencia que puede prolongarse todavía durante meses. Y en ese tiempo, sostienen, los acontecimientos internacionales y el tiempo, que juegan contra Israel, pueden dar lugar a un cambio en la situación que les permita otra salida diferente al desarme y a un nuevo exilio. Porque lo que está claro es que a Israel no le va a ser tan fácil roer el hueso palestino como los estrategas de Tel Aviv creían en un principio. Y aunque los comunicados oficiales y declaraciones judías insisten una y otra vez en que los palestinos están “acabados” y que sólo la benevolencia israelí les permitirá, si son razonables, irse con la música a otra parte, lo cierto es que, a cada día que pasa, los judíos descubren con más inquietud que se encuentran metidos en un atolladero que sólo una salvaje solución militar —con la desfavorable repercusión que ello tendría en el mundo— podría desbloquear en un plazo relativamente breve.

Una cosa parece cierta: Israel no se irá del Líbano hasta que el problema palestino haya sido “resuelto” de una u otra forma. Los políticos y los militares judíos tienen ya preparado todo un plan de relaciones futuras con el nuevo Líbano de predominancia cristiana, independiente y soberano, que se creará cuando todo haya terminado. El candidato más deseado por los israelíes para la presidencia del país es Bechir Gemayel, de treinta y cuatro años, hijo del fundador de las falanges cristianas. El hoy jefe de las fuerzas unificadas libanesas es inteligente, ambicioso y goza de una extraordinaria popularidad en la población cristiana, ganada a lo largo de los siete años de guerra civil. Y para colaborar activamente en que este hombre ocupe el asiento presidencial que hoy detenta Elías Sarkis, Israel sólo espera que la habilidad política de “Chef” Bechir le permita obtener el apoyo, aparte del de los cristianos maronitas, de las otras 16 comunidades étnicas y religiosas que forman el mosaico nacional libanés. Y en este lado oriental de Beirut se trabaja en ello.

Samir tiene treinta años, habla el francés a la perfección. Es el prototipo del cristiano libanés de clase alta: cultura occidental, vestido impecablemente, una gruesa cadena de oro con un crucifijo en torno al cuello. Samir es uno de los hombres de “Chef” Bechir, y también uno de los responsables de las Fuerzas Libanesas, el Ejército cristiano que agrupa a las milicias derechistas que durante siete difíciles años combatieron contra la coalición palestino-progresista. Estamos en su casa de Hasmieh, en el Beirut cristiano, observando desde la terraza cómo los judíos bombardean el otro lado.

—Esta vez, la guerra se ha terminado —me dice—. Todavía puede tardar semanas o quizá prolongarse un par de meses, pero se acabó. De una u otra forma, los palestinos en el Líbano están liquidados. Los israelíes se están encargando de ello, por la cuenta que les trae. Y la solución del problema palestino en nuestro país supone, sin lugar a dudas, la desaparición del factor que ha estado envenenando durante una década la convivencia de los libaneses, causando la división política y la guerra. Cuando se marchen de aquí, el Líbano podrá, por fin, iniciar una auténtica reconciliación nacional de cristianos y musulmanes, sin extranjeros. Un Líbano nuevo y fuerte, con un Ejército sólido que se haga respetar; que mantendrá buenas relaciones tanto con Occidente como con los países árabes, a cuyo conjunto pertenece. Unos y otros nos necesitan, y nosotros a ellos. Sólo queremos olvidar la guerra.

—Sin embargo, gracias al respaldo de Israel, el nuevo Líbano será un país de predominancia cristiana... ¿Qué va a ocurrir con los musulmanes, tanto con los que viven de este lado como los que hay en el otro?

Samir frunce las cejas. El nuevo Líbano, asegura, va a construirse mediante una política de reconciliación nacional en la que tendrán participación tanto los cristianos como los musulmanes, sin distinción de confesiones. Cierto es, matiza, que puesto que los vencedores de la guerra han sido las fuerzas libanesas, el Ejército cristiano, la alta dirección estará en manos de éstos y, posiblemente será Bachir Gemayel, hijo del fundador de las falanges cristianas y actual jefe de las fuerzas unificadas libanesas, el futuro presidente. Pero no se incurrirá en los mismos errores que en el pasado, marginando a la población musulmana. Por el contrario, ésta participará de todos los sectores de la actividad del país.

Samir, y como él la mayor parte de los cristianos libaneses, lo tienen muy claro. Sin embargo, a la hora de hablar de Israel se muestran reservados, prudentes, recelosos. Nadie sabe aquí exactamente a cuánto va a ascender la factura que los judíos pasarán al Líbano por liquidar la guerra y la idea de convertirse en un estado satélite del hebreo, aunque nadie la formula en voz alta, pasa a menudo por la mente de los libaneses, dando a sus rostros tintes extremadamente sombríos.

Ahora bien, para rostros sombríos, hay que ver los de los musulmanes, tanto de un lado como de otro. La idea de que precisamente el ala más derechista de las fuerzas políticas libanesas, las milicias cristiano-conservadoras, emerjan de la guerra civil como vencedoras, no les permite hacerse muchas ilusiones sobre el futuro. A pesar de las promesas de reconciliación nacional e igualdad de oportunidades en la participación política del futuro, los musulmanes, al fin y al cabo perdedores en el conflicto, hayan o no combatido, saben que se encuentran en inferioridad de condiciones y que quien manejará en el futuro el cuchillo para cortar el pastel serán los cristianos, principal fuerza militar existente en el país, con 15.000 hombres altamente preparados, que fácilmente, mediante movilización general, pueden ascender a 40.000.

Las fuerzas libanesas, las milicias cristianas unificadas, no han participado en esta última fase de la guerra que Israel lleva a cabo contra los palestinos. Tras haberse batido sucesivamente contra los palestino-izquierdistas y contra los sirios, peleando duramente por un Líbano independiente, unificado y libre de la presencia extranjera, los jóvenes combatientes cristianos se mantienen ahora a la expectativa, conscientes de que la hora de la victoria ha llegado. Muchos de ellos se integrarán en el nuevo ejército del Líbano. Otros serán desmovilizados y se reintegrarán a la vida civil. Son jóvenes de veintitantos años que se han hecho adultos a lo largo de siete años de guerra civil, abandonando sus estudios y que no saben hacer otra cosa que pelear. Y uno de los problemas que más preocupa a las nuevas autoridades libanesas es la difícil readaptación a la vida civil de esta “generación del Kalashnikov”.

Reportaje en pdf con fotos del autor:

http://www.icorso.com/hemeroteca/PUEBLO/PDF/LA%20BATALLA%20DE%20BEIRUT.pdf



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