11 octubre 2023

Nuestra banda de hermanos (una apreciación 'de Sidi', de Arturo Pérez-Reverte)

Joel Streicker - letralia.com - 11/10/2023

Como las mejores historias de aventura, 'Sidi: un relato de frontera' nos sumerge en su mundo a través de todos los sentidos. Pero Pérez-Reverte pretende mucho más que ofrecer un relato de aventuras. 

La novela 'Sidi: un relato de frontera', de Arturo Pérez-Reverte, es claramente una novela de aventuras. El héroe, Ruy Díaz, mejor conocido como el Cid, tiene su misión y la cumple a cabalidad, con toda la acción emocionante y la trama rápida que se espera del género. De ñapa, el autor nos ofrece un lujo de detalles fascinantes sobre el combate medieval: estrategia, táctica, preparación, armamento, indumentaria, etc. Como las mejores historias de aventura, la novela nos sumerge en su mundo a través de todos los sentidos. Es una novela visual, sonora, táctil, gustativa y, sobre todo, olfativa. En resumidas cuentas, visceral (en ocasiones literalmente, pues por lo menos a un combatiente se le salen las tripas). También sufre de los defectos del género: personajes planos, poca profundidad sicológica, estereotipos y machismo.

Pero Pérez-Reverte pretende mucho más que ofrecer un relato de aventuras. Y no es para menos, tratándose de una figura tan clave en la historia —o la mitología— española como Ruy Díaz, amén de la importancia del autor en el mundo de las letras españolas. Hace una reevaluación de Ruy Díaz, construyendo un personaje de valores idóneos, universalmente admirado por los que saben apreciar sus cualidades y temido por los que se oponen a él en combate. Lo novedoso del empeño, o al menos lo destacado, es el esfuerzo por mostrar las convergencias culturales entre los cristianos y los musulmanes de la península ibérica de la época. El escritor argumenta la compatibilidad y la convivencia de los adherentes de las dos religiones. Las diferencias religiosas que existen entre los dos bandos no son las que los enemistan o generan rivalidad, sino la búsqueda y la consolidación del poder. En cambio, según la novela, los valores que tienen en común, forjados por las condiciones de vida de la frontera, les ofrecen una base para la colaboración. Todo esto va en contra de la imagen que desde hace siglos se ha promovido de Ruy Díaz como ejemplar cristiano de la Reconquista y, como tal, el enemigo implacable de los moros.

Cuando la acción del libro comienza, Ruy Díaz tiene treinta y dos años y Alfonso VI, rey de Castilla, lo ha desterrado injustamente por el término de un año. El edicto se justificaba en que Ruy Díaz había servido a Sancho, el hermano de Alfonso, a quien éste depuso en una disputa sobre quién reinaría. Reducido a merodear por la frontera con una pequeña hueste, Ruy Díaz se topa con la secuela de un asalto a una pequeña y más bien indefensa aldea, que incluye tres muertos: dos hombres que han sido crucificados y una mujer violada y asfixiada. Ruy Díaz y sus hombres persiguen a los culpables, que resultan ser en su mayoría morabíes, guerreros norteafricanos. Varios reyes musulmanes los han traído como una especie de tropa de choque, porque son diestros y valientes en la batalla. También son fanáticos cuya adherencia estricta a las leyes religiosas ocasiona cierto desdén y miedo por parte de quienes los emplean. Ruy Díaz da la orden de matar a todos los morabíes, capturar a cuanto andalusí puedan para luego venderlos como esclavos, y degollar a todos los muertos enemigos. La hueste castellana vence a los asaltantes. Con este episodio, otra de sus muchísimas victorias, la gente de la frontera, incluidos sus propios hombres, empiezan a llamarlo "sidi", es decir, “señor” en árabe.

Pero una hueste no puede subsistir sin patrocinio: el jefe tiene que proveer sustento y dinero a los guerreros que manda. Aunque Ruy Díaz sabe que se ha ganado el respeto y la lealtad de sus tropas por su valentía, sabio mando militar y sentido de justicia, reconoce que no los retendrá sin recompensar sus esfuerzos y privaciones. Así que busca afiliarse con el conde franco (es decir, lo que hoy sería catalán) de Barcelona, Berenguer Remont II. Es difícil imaginarse a un personaje más arrogante. En su audiencia con Ruy Díaz y su segundo al mando, los llama “malcalzados”, que “no era un insulto sino una definición, pero dejaba en el aire la sospecha” (119). Los dependientes del conde sonríen socarronamente, pues ellos llevan “refinadas calzas y borceguíes” en vez de “las rudas huesas de cuero de Ruy Díaz y Minaya Alvar Fáñez” (119). El conde considera a Ruy Díaz y sus hombres “gentuza meridional”, inferiores a la gente del norte. También Berenguer Remont exige que Ruy Díaz le jure lealtad incondicional. Éste se rehúsa a hacerlo porque, aunque Alfonso lo ha desterrado, Ruy Díaz le sigue siendo fiel al soberano, contando con la eventualidad de regresar a su Castilla natal, donde viven su mujer, Jimena, y sus dos hijas. Aunque Berenguer Remont y Alfonso no están en pugna en ese momento, el conde cree posible que la ambición de éste lo lleve a intentar apropiarse de territorio del conde. Para rematar, el muy soberbio Berenguer Remont señala su espada y dice que no le hace falta la ayuda de Ruy Díaz.

Preocupado por sus hombres, Ruy Díaz decide acercarse al rey de Zaragoza, Mutamán. El padre de Mutamán, al morirse, había dividido su reinado entre él y su hermano Mundir. Éste, con la ayuda de sus aliados cristianos, pretende arrebatarle su porción a Mutamán. Ruy Díaz le ofrece a Mutamán sus servicios, sabiendo que necesita soldados para librar la guerra contra su hermano. La idea de alianzas entre los moros y los cristianos en pos de sus propios intereses políticos puede sonar fantástica a oídos modernos. De hecho, creo que el autor cuenta con que así sea. Al contrario de la idea maniquea que sigue reinando en la mentalidad popular sobre la Reconquista, estas alianzas eran bastante comunes. Es saludable que la novela nos enseñe (o nos recuerde) este hecho fundamental. Lo hace desde casi su comienzo: al recontar el historial marcial de Ruy Díaz, se nos informa que los combates “entonces eran menos contra mahometanos que contra navarros y aragoneses” (60). La reiteración de esta idea durante todo el libro es un claro indicio de su importancia.

Las condiciones de la vida de frontera han creado una sociedad guerrera cuyos hombres —por lo menos los combatientes— forman una especie de protodemocracia, o por lo menos protomeritocracia. Al revisar a sus tropas antes de entrar en combate con los morabíes, Ruy Díaz rumia que son "infanzones y gente baja mezclados en busca de rango y fortuna, aventureros de poca o ninguna hacienda, endurecidos por padres y abuelos hechos en cuatro siglos de guerrear contra moros e incluso contra cristianos. Con nada que perder excepto la vida y todo por ganar, si lo ganaban. Una sociedad entre dos mundos, organizada y forjada para la guerra" (81).

Para dirigir a sus soldados, que llevan una vida tan precaria, Ruy Díaz cuenta sólo con su reputación (en un momento reconoce que su reputación es “su único patrimonio” [176]), temible para los enemigos, por cierto, pero igualitario con respecto a sus hombres: "Jamás, desde que guerreaba, había ordenado a un hombre algo que no fuera capaz de hacer por sí mismo. Eran sus reglas. Dormía donde todos, comía lo que todos, cargaba con su impedimenta como todos. Y combatía igual que ellos, siempre en el mayor peligro, socorriéndolos en la lucha como lo socorrían a él. Aquello era punto de honra. Nunca dejaba a uno de los suyos solo entre enemigos, ni nunca atrás mientras estuviera vivo. Por eso sus hombres lo seguían de aquel modo, y la mayor parte lo haría hasta la boca misma del infierno" (58).

En este orden de ideas, él es también imparcial, instando a un sobrino suyo que combate en su hueste a que no le diga “tío”, lo que implica que los soldados ganan sus posiciones de rango por sus méritos y no por nepotismo (literalmente, en este caso). Es también un hombre de palabra, especialmente cuando de justicia se trata y, sobre todo, leal. Cuando negocia con el rey Mutamán por sus servicios, Ruy Díaz insiste en que le será leal a Mutamán siempre y cuando no viole su lealtad a Alfonso. Reconociendo las grandes virtudes de Ruy Díaz, y necesitado de ayuda militar, el rey accede.

Más allá de motivos prácticos, es claro que Mutamán admira a Ruy Díaz, un sentimiento que va en aumento a medida que avanza la narrativa. En el primer encuentro, Mutamán, que revela que su madre era cristiana, observa de él y Ruy Díaz: “Tampoco somos tan diferentes, al fin y al cabo”, afirmación que éste confirma. Agrega Mutamán que:

—…Conoces nuestras buenas maneras, aunque no hagas alarde de ello. En realidad, podrías ser uno de los nuestros… Con esa barba, tostado por el sol. Orgulloso y de espada fácil.

—O vos, mi señor, uno de los míos.

El moro le dirigió un vistazo rápido, sagaz. Después, relajado, sonrió de nuevo.

—La antigua Ispaniya de los romanos y los godos es ahora un lugar complejo —comentó—: Al-Andalus y reinos cristianos, sangres vertidas y mezcladas… Y esa frontera nunca tranquila, siempre en avance o retroceso (154).

Mutamán reitera este punto al final de la novela, cuando Ruy Díaz ha vencido a la tropa de Berenguer Remont:

—No somos tan diferentes, ¿verdad?

—No, mi señor. Creo que no lo somos.

—De religión distinta, pero hijos de la misma espada y la misma tierra (350).

Incluso, en un momento el rey le propone a Ruy Díaz que se convierta al islam y se quede a su servicio. Ruy Díaz objeta que le debe lealtad a Alfonso. Mutamán, con admiración, responde que Ruy Díaz es “uno de esos raros hombres fieles, no a una persona sino a una idea. En tu caso, una idea egoísta: la que tienes de ti mismo… No hay lealtad tan sólida como ésa” (263).

El respeto de los adversarios convertidos en aliados no se restringe al rey. Cuando Ruy Díaz jura lealtad a Mutamán (con la salvedad mencionada arriba), emite una serie de reglas a sus hombres para que sus acciones no compliquen las relaciones entre ellos y los moros de Zaragoza. Las reglas restringen el contacto con los moros e instan al buen comportamiento cuando el contacto es inevitable, pues la situación con los nuevos aliados es todavía incierta. Los castigos para los que trasgreden las reglas son draconianos. La voluntad de Ruy Díaz de cumplir con su enunciado se pone a prueba cuando un soldado cristiano mata a su homólogo moro durante unas maniobras de entrenamiento. Los moros, alborotados, claman justicia, como explica su líder, Yaqub al-Jatib, a quien el rey ha destacado para mandar la tropa mora. Ruy Díaz no titubea, ni siquiera al enterarse de que el culpable es de su pueblo natal, Vivar.

El líder de la hueste se toma la molestia de explicarle al hombre condenado por qué lo castiga. A la protesta de que el castigo resultará humillante para un soldado, Ruy Díaz responde con franqueza: “Hoy sólo eres un asesino. Y muchas cosas dependen de que se haga justicia… Si no hago cumplir mis propias órdenes… habrá una revuelta y correrá la sangre… La alianza con el rey Mutamán se irá al diablo, y nos costará dios y ayuda salir de aquí, si es que lo conseguimos” (184). El hombre dice que comprende, pero la perspectiva de que le corten las manos antes del ahorcamiento (lo cual es parte del proceso de la ejecución) y que su cuerpo sea expuesto después de muerto lo angustia. Ruy Díaz le asegura que le darán un bebedizo para mitigar el dolor de la cortada de manos y que le harán “un buen entierro cristiano” (184).

Esta compasión es una característica que comparte con sus propios hombres. Pensando en ellos, Ruy Díaz musita: “No eran hombres malos… Ni tampoco ajenos a la compasión. Sólo gente dura en un mundo duro” (70). Esta cualidad sirve un poco de contrapeso a las virtudes marciales de Ruy Díaz y su falta de expresión, cultura e instrucción. Aun así —o precisamente por eso— el autor pinta a los hombres como dignos de respetar por su saber de lo esencial y por su falta de pretensiones: "Sabían cosas de la vida y de la muerte, del combate, de la supervivencia, que ellos mismos no eran capaces de explicar cómo alcanzaban a saberlas. Rudos en las formas, extraordinariamente complejos en instintos e intuiciones, eran guerreros y nunca habían pretendido ser otra cosa" (243). En otra ocasión Ruy Díaz rumia: “Eran hombres sencillos, capaces de matar sin remordimientos y de morir como era debido” (254). Aunque ha recibido un poco de educación, y es mucho más elocuente que ellos, la forma en que Ruy Díaz describe a sus soldados aplica muy bien para él mismo.

La tropa mora reacciona a la ejecución con un “griterío de satisfacción” (187). Yaqub hace saber a Ruy Díaz que el rey también está satisfecho. Cuando el jefe castellano le pregunta a Yaqub si él se siente igual, éste contesta: “Yo no lo habría hecho mejor… Por mi cara te lo juro. Has dado ejemplo a tu gente y a la mía. Y ahora la mía también es tu gente” (188). La hora de la tercera oración los sorprende al regresar al campamento desde el lugar de ejecución. Yaqub se excusa para rezar. Ruy Díaz le pide que le permita acompañarlo. Para gran sorpresa y admiración del moro, Ruy Díaz dice que conoce todos los rezos musulmanes, igual que los movimientos que los complementan. Antes, Yaqub le había dicho a Ruy Díaz que su lealtad a él, compelida por su rey, no duraría ni un minuto más ni un minuto menos a lo que mandara Mutamán. Ahora, al participar con Yaqub en la oración, “el jefe de la hueste supo que acababa de ganarse el corazón de aquel hombre. Y con él, su lealtad hasta la muerte” (192). Más adelante, después de que Ruy Díaz muestre su conocimiento del Corán al revisar las tropas moras en la víspera de la batalla culminante con las fuerzas de Mundir y Berenguer Remont, Yaqub le dice: “Me sigues asombrando, Sidi… Por mi caro te lo juro. Manejas el Corán mejor que muchos musulmanes que conozco” (294).

Si todo anda tan bien entre cristianos y moros, ¿qué genera la tensión dramática de la novela? ¿Quiénes son los antagonistas? En un principio, lo son los morabíes. Su función en la narrativa parece ser doble. Por un lado, dan un toque de actualidad a la historia, con todo y una referencia a su gusto por el yihad. Por otro, permiten que Pérez-Reverte nos muestre la liberalidad del reino de Mutamán. El rey se define en contraste con los morabíes, a quienes desprecia diciendo: “Los norteafricanos son gente sin escrúpulos, a medio civilizar. Basura rigurosa e intolerante” (147). En cambio, en Zaragoza el vino no es prohibido y las mujeres gozan de ciertas libertades ajenas a las interpretaciones estrictas del islam.

La presencia de los morabíes en la novela es más bien fugaz. El otro antagonista, Berenguer Remont, aunque ocupa pocas páginas de la narrativa, por ser cristiano y oriundo de la península es un antagonista más peligroso porque es una amenaza interna. Además, el desafío que representa es de otra clase que el de los morabíes, uno que rechaza el valor principal de la lealtad. Ya vimos cómo el conde franco trató con desdén a Ruy Díaz y a sus hombres cuando éste le pidió afiliarse a su causa. El capítulo más largo de la novela, y que contiene su clímax, es la batalla que libran Ruy Díaz y sus tropas. No es ninguna sorpresa que salgan victoriosos (dicho sea de paso, las escenas de combate son entre las mejores logradas del libro, en mi opinión). En el acto, capturan a Berenguer Remont y algunos de sus jefes militares que han sobrevivido. El último capítulo trata del conde cautivo.

Ruy Díaz trata a Berenguer Remont con la cortesía y la deferencia usuales en estos casos. El conde se lo paga con arrogancia. Como respuesta, y sin delatar emoción alguna, Ruy Díaz le echa en cara el insulto de “malcalzados” que el conde le hizo la primera vez que se encontraron, insinuando que éste es menos hombre que el guerrero castellano:

—En Agramunt, a mí y a mi gente nos llamasteis malcalcats —habló mirando las botas con espuelas doradas del conde—. Hoy, sin embargo, ambos llevamos la misma clase de huesas —señaló las suyas—. Apenas me las he quitado desde entonces.

Lo observaba el franco con recelosa curiosidad.

—¿Y qué pretendes decir con eso?

—Que todo es cuestión de saber para qué se calza uno: para danzar en los salones o para la guerra… Yo lo hago para ganar mi pan, como habéis dicho (345).

Ruy Díaz se da cuenta de que “el conde de Barcelona iba a necesitar tiempo para asumir su humillación” (346). Sin embargo, acto seguido, cuando Berenguer Remont insulta a los muertos de ambos bandos, Ruy Díaz pierde la compostura:

—Ahí acaban de morir dos millares de hombres valientes vuestros y míos. Tenían hijos, mujeres, padres que en este momento los esperan y aún no saben que están muertos… Moros o cristianos, todos merecen vuestro respeto (346).

Le pone la daga al cuello de Berenguer Remont y le dice que, si abre la boca o se mueve lo más mínimo, lo degollará. El conde se queda quietico.

No obstante, después de este episodio, el franco sigue con su falta de respeto. El rey manda a preparar un convite para los soldados y, forzosamente, el conde y sus hombres cautivos están presentes. Éste rechaza la comida que el rey envía a través de Ruy Díaz. Incluso insulta al rey (no a su cara, por supuesto), llamándolo “un reyezuelo moro”. También se niega a unirse a Ruy Díaz en el brindis que éste ofrece en honor a los muertos. Esta vez, el castellano no se enoja, sino que se venga de Berenguer Remont de una forma ingeniosa. Éste rehúsa firmar el documento que Mutamán hizo redactar, dictando los términos del rescate exigido para liberarlo. Ruy Díaz lo hace caer en cuenta de que, si no firma, seguramente se quedará en las mazmorras del rey hasta que a éste le dé la gana. Los otros francos cautivos se quedarán a la disposición de Ruy Díaz, quien dice que los degollará a todos. Ante la amenaza, Berenguer Remont accede.

Como Ruy Díaz anteriormente había tanteado al conde respecto de los términos de un rescate en dinero, hacia ese punto, piensa Berenguer Remont, la conversación se dirigirá ahora. Muy a sorpresa suya, lo que Mutamán exige es que ceda los terrenos capturados por Ruy Díaz y sus tropas. Por añadidura, Ruy Díaz le pide a Berenguer Remont que coma de la comida que le ofrece, y que le conceda su espada. El conde se somete a regañadientes a las todas las condiciones de su rescate. Sobra decir que aceptar la comida en un convite celebrando su derrota es una humillación tremenda, y quitarle la espada es emascularlo simbólicamente.

Pero la arrogancia de Berenguer Remont no parece conocer límites. Cuando Ruy Díaz lo libera a manos de sus compatriotas, el conde le encara diciendo: “No sé quién crees que eres… Sólo la suerte te dio lo que tienes. Y no es gran cosa” (367). Sigue: “No eres más que un desterrado sin patria… Tú y esa gente sois mercenarios y buscavidas. Chusma de frontera” (368). Ruy Díaz medita por un momento antes de responder: “Tengo un caballo y una buena espada, señor… Lo demás Dios lo proveerá” (368). Colérico, Berenguer Remont pronuncia unas palabras que van dirigidas más a los lectores que a Ruy Díaz, pues es obvio que la intención del autor es mostrar qué tan equivocado está el conde:

—Estoy en los anales de la historia, como lo estuvieron mi abuelo y mi padre, y como lo estarán mis hijos y mis nietos… Pero tú acabarás pudriéndote al sol en cualquier oscuro combate, ahorcado y pasto de los cuervos, cargado de cadenas en los sótanos de un castillo… Se borrará del mundo lo que eres y lo que fuiste… Dentro de unos años nadie recordará tu triste nombre (368-369).

Para rematar, ubicar la pugna entre cristianos en las regiones de Castilla y la actual Cataluña le da una resonancia muy actual. Puede parecer condescendiente que el autor haga que los personajes moros elogien tanto a Ruy Díaz. Que baste un último ejemplo. Hacia el final de la novela, Mutamán le dice a Ruy Díaz:

—Eres un jefe extraño, Ludriq [una variante de Rodrigo, el nombre de pila de Ruy Díaz]. Puedes ser temible con los enemigos, implacable con los indisciplinados, fraternal con los valientes y leales… Tienes la energía y la crueldad objetivas de un gran señor. Eres duro y justo. Y lo que es más importante: puedes mirar el mundo como un cristiano o un musulmán, según lo necesites (354).

Los moros perdieron la península y ahora, más de quinientos años después, se ven obligados por Pérez-Reverte a embellecer la leyenda del Cid. Claro, viene con la compensación de que los personajes moros son nobles. El rey es sabio, justo, liberal y conocedor de las cualidades importantes de un hombre cuando los encuentra en otro (a saber, en Ruy Díaz). Yaqub se compara favorablemente con los mejores compañeros de guerra de Ruy Díaz y, como el rey, es obvio que es una persona de valor precisamente porque reconoce en el jefe castellano las cualidades que hacen a éste especial.

La cuestión tiene olor al tropo del buen salvaje, pero no lo es exactamente, pues Pérez-Reverte se esmera en mostrarnos que la civilización mora en ese momento es y se sabe superior a la cristiana. En conversación en el palacio con Raxida, la hermana viuda de Mutamán, ésta hace alarde de su relativa y asombrosa libertad y de su cultura —sabe leer y escribir y estudia las obras de los filósofos. Le recita una estrofa de un poema y le pregunta si es aficionado a la poesía. Ruy Díaz responde:

—No demasiado.

Chispearon divertidos los ojos verdes.

—Lo suponía… Tosco y valiente, como buen cristiano (165).

Siendo esta una novela de aventuras para adultos y, más, una novela de Pérez-Reverte, Raxida siente una fuerte atracción sexual a Ruy Díaz, y lo seduce. Pero también el autor señala que Ruy Díaz le es fiel a Jimena a su manera: “Tenía la certeza de que las mujerzuelas que a veces seguían a la hueste o las moras que se ofrecían al paso —no las rechazaba por falta de deseo varonil, sino por mantener el decoro ante sus hombres— no habría calmado la necesidad de ver de nuevo a la esposa” (131). La implicación es que, aunque es un hombre hecho y derecho con un fuerte código ético, Raxida le resulta irresistible. Me imagino que el autor se encoge de hombros como quien dice ¿qué se puede hacer? Al fin y al cabo, no es un santo sino un hombre de carne y hueso. Hasta sus (pocas) faltas cubren de mérito a Ruy Díaz. Al principio, noté cierta inseguridad cultural en esta necesidad de fundar la leyenda del Cid en las alabanzas (me sorprendió aprender que la raíz de esta palabra no es árabe sino latina) por parte de sus rivales y aliados moros. Pero Pérez-Reverte ha desarmado ese argumento con un ataque preventivo, mostrando que no sólo creen los moros en su propia superioridad cultural, sino que Ruy Díaz les concede el punto.

Como ya se ha dicho, la novela enfatiza lo que tienen en común los moros y los cristianos, minimizando sus diferencias. Pero si las diferencias entre los dos grupos no son tan importantes, es menos explicable por qué no pudieron convivir. Sabiamente, creo, Pérez-Reverte hace hincapié en los valores de la frontera para ensayar una respuesta, que consiste en que sí lo hicieron, aunque la situación no resultó duradera. No es por nada que haya subtitulado la novela “un relato de frontera”. El libro es un reto a la historiografía posterior —o al mito, si se quiere— que plantea que la Reconquista siempre estaba destinada a llevarse a cabo tal y como se hizo, y que la historia no pudo ser sino lo que fue. Como afirma el autor en su nota de introducción, ha combinado “historia, leyenda e imaginación”, y que el Ruy Díaz que así emergió es su creación. En una época en que se viven los conflictos religiosos y étnicos dentro y a través de las fronteras, su creación es admirablemente respetuosa de aquellos que comparten la vida en los lugares donde las diferencias culturales son la realidad cotidiana.

https://letralia.com/lecturas/2023/10/11/sidi-un-relato-de-frontera-de-arturo-perez-reverte/

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