29 octubre 1982

Noche de esperanza

Pueblo, 29 de octubre de 1982

La noche del jueves fue, en Madrid, la noche de la esperanza. Las ventanas se abrieron y un soplo de aire fresco recorrió las calles, barriendo sombras y trayendo consigo ilusión y alegría desbordante. Madrid era bastante más que una fiesta. A medida que la radio y la televisión, los diarios, los altavoces o el panel de televisión de la plaza Mayor iban suministrando los últimos datos sobre el recuento de votos, la gente se echaba a la calle, silenciosa o exultante, individuos solitarios y bulliciosos grupos que se saludaban sin conocerse, se abrazaban, bailaban en la Puerta del Sol o la Gran Vía, hacían sonar las bocinas de sus automóviles y se gritaban unos a otros que ya era hora, que a ver, que por fin parece haber llegado el momento de que “esto” sea mejor, diferente.

En la plaza Mayor, donde el alcalde Tierno organizó para el evento todo un espectáculo, con actuación de grupos rockeros y un gigantesco panel de televisión, no cabía un alfiler. Pasotas de Malasaña, jóvenes duros de San Blas y Entrevías, universitarios que el jueves estrenaron su derecho al voto, proletarios con pegatinas sindicales, banderas —incluida la de España, la buena, la nueva—, pancartas, champán, juerga y, sobre todo, esperanza. Toneladas de esperanza en cada mirada, en cada gesto, en cada voz. Una belleza de apenas dieciocho años, con una rosa roja en la mano, una pareja que se besaba bajo el panel de televisión, niños sobre los hombros de sus padres que agitaban banderines, bocadillos, porros y una solidaria hermandad de gentes que reconocían en sus semejantes precisamente eso, semejantes. “Esto va a cambiar, esto va a cambiar”. Puños levantados —no demasiados, es cierto—, pero sin rencor ni revanchismo. Porque esa noche, en Madrid, el periodista que recorría las calles encontraba a su paso una multitud adulta, serena, feliz. Gente buena que se descubría a sí misma y a los demás, gente que, por una noche al menos, se sentía estrechamente unida al resto de la gente. Y sólo por presenciar eso ya merecía, quizá, la pena haber llegado hasta aquí.

Frente al hotel Luz Palacio, cuartel general de Alianza Popular, el tráfico había formado un embotellamiento impresionante. Toques de bocina, coches que taponaban el lateral de la Castellana, densos grupos de seguidores que afluían hacia allí. “Somos “la” oposición”... El ambiente era bastante distinto del de la plaza Mayor, Sol y el hotel Palace, sede socialista. En Castellana había abrigos de pieles, cuidada vestimenta, moderación en la alegría, aplausos y pocos gritos. Del barrio de Salamanca, a dos pasos de allí, llegaban vehículos con pegatinas de banderas españolas, llevando a guapas chicas cuidadosamente maquilladas y a jóvenes de pelo meticulosamente peinado. La oposición se puso elegante para celebrar el acontecimiento de ser la segunda fuerza política de la democracia española.

En Cedaceros y en el hotel Gran Versalles, militantes de UCD y del Partido Comunista, respectivamente, se miraban unos a otros sin terminar todavía de creérselo, rumiando la noche triste. Ucedeos con cara de funeral, algunos de los cuales todavía no acababan de comprender demasiado bien las razones —que en otros lugares de Madrid saltaban a la vista de forma rotunda y notoria— de su desastre. Jóvenes desmoralizados, veteranos militantes curtidos por muchos lustros de carné, hacían auténticos esfuerzos por no echarse a llorar como chiquillos...

Barrio de Salamanca. Zona “nacional” de tradición y afición. Calles desiertas, en cuyos muros levantaban todavía la barbilla con digno gesto patéticos salvadores de la Patria que acaban de encontrarse con la evidencia de que la Patria puede, sabe y quiere salvarse sin su concurso. Cafeterías y “pubs” desde los que a diario se han venido trazando y gritando en voz alta odios y revanchas permanecían ayer vacíos, silenciosos, con algunos parroquianos habituales que bebían en silencio, soñando con amaneceres redentores y Dios quiera que lejanos.

El resto, Madrid era la noche del jueves 26 mucho Madrid. Desde la esperanza viva y palpable de los barrios humildes hasta el hermoso clamor de fraternidad que vibraba en el centro de la ciudad. A un lado y otro de la calle, esperando que el semáforo del paso de peatones se volviese verde, densos grupos de hombres y mujeres se saludaban de acera a acera con los brazos levantados, no para insultar, sino para saludar con sonrisas y amistad... Una vendedora de tabaco con una pegatina sobre cada cajetilla, una furcia buscando clientes en la esquina de Montera: “Esta noche, por ser hoy, el que sea guapo se lo hago gratis”. Un oso y un madroño regados de champán, un niño de la mano de su padre que miraba el mundo con ojos muy abiertos y al que un desconocido, acercándose y dándole un beso, le dijo: “Qué suerte tienes, chaval, yo nunca tuve de niño una noche como ésta”... Un viandante absolutamente bebido con una pegatina, “Empieza el cambio”, dándole la murga a un municipal enorme y benévolo:

—Hemos ganado, señor guardia.

—Sí, hombre, sí.

—Hemos ganado, señor guardia.

—Que sí, hombre, que sí. Váyase a dormir.

—Hemos ganado, señor guardia. ¡Viva Felipe!

—Que sí, hombre, que viva.

Y flores. Y vino. Y canciones. ¿Quién sería capaz de defraudar a toda esta gente, cazadoras de cuero, canutos humeantes y latas de cerveza?... “Tronco, nosotros pasamos de milongas políticas ¿sabes? Pero un día es un día, oyes. Por esta vez hemos votado, porque a esto había que darle marcha. Pero que no sirva de precedente...”. Una pareja que se pasea estrechamente abrazada entre la multitud, como ajena a todo, y de pronto él se para, la mira a los ojos —ella es bajita, morena y tierna— y le dice: “Esta es una buena noche para tener un hijo”.

Junto al edificio de la Dirección General de Seguridad, fuerzas de reserva de la Policía Nacional contemplaban el espectáculo con los brazos cruzados, sin casco y sin armas, porque, por Dios que sí, esa noche no había en Madrid necesidad de usarlas absolutamente para nada. Como debe ser. Como debe continuar siendo en este país tan puñetero a veces, pero que la noche del jueves 28, volcado en la calle y confiando en el mañana por primera vez en muchos años, no había nadie que no fuese capaz de jurar que parecía, maldita sea, el país más hermoso del mundo.

http://www.icorso.com/hemeroteca/PUEBLO/PDF/NOCHE%20DE%20ESPERANZA.pdf

07 octubre 1982

Mientras peleábamos, Argentina hablaba de fútbol

Pueblo, 7 de octubre de 1982

[En Argentina el tema es tabú. Nadie quiere hablar de lo ocurrido en las Malvinas, y las autoridades evitan cuidadosamente que los jóvenes soldados que allí estuvieron narren públicamente el horror que les tocó vivir. Arturo Pérez-Reverte, que durante dos meses cubrió el conflicto del Atlántico Sur, ha regresado a Argentina en busca de esos testimonios que proporcionan buena parte de las claves de la derrota y que hoy ofrecemos a nuestros lectores en rigurosa exclusiva.]

Calle Florida, en pleno centro de Buenos Aires. En la esquina con Lavalle, dos jóvenes se abalanzan sobre un transeúnte y, sin mediar palabra, la emprenden con él a golpes y puntapiés, ante la atónita mirada de los numerosos viandantes que a esa hora pasean por la principal arteria comercial bonaerense. Gritos, policías que llegan a la carrera... Los dos jóvenes agresores son detenidos y se les conduce a un coche celular aparcado en las inmediaciones. Momentos antes de ser introducido en el interior, uno de ellos se vuelve hacia los curiosos y señala al agredido, al que la gente ayuda en ese momento a levantarse del suelo:

“Ese hijo de puta era nuestro teniente cuando estábamos en las Malvinas —grita—. Se quedaba con nuestra comida y se portó siempre como un cerdo. Habíamos jurado pegarle un tiro cuando empezase el combate, pero se largó con los primeros tiros, dejándonos solos en la posición...”.

Y la Policía tiene que intervenir de nuevo, esta vez para impedir que los indignados transeúntes linchen al teniente. La escena no me la ha contado nadie, sino que tuve ocasión de presenciarla hace sólo un par de semanas, en la capital argentina, precisamente cuando acudía a una cita con varios chicos de los que combatieron en Puerto Argentino durante la guerra de las Malvinas. En un país sumido en el caos por la crisis económica y los inhábiles titubeos políticos del Gobierno militar que lo rige, la inútil guerra del Atlántico Sur, con la derrota que trajo consigo, sigue siendo hoy, casi tres meses después del fin de las hostilidades, una herida abierta, una llaga en carne viva que resulta imposible cerrar.

Tienen dieciocho o diecinueve años y se pasean por la vida con el aire ausente, la mirada fija, perdida, como si ante sus ojos desfilasen todavía las imágenes de horror que la estupidez y la incompetencia de sus dirigentes les obligaron a vivir. Desde que, tras ser hechos prisioneros por los ingleses y devueltos a su patria, fueron desmovilizados, las autoridades militares han procurado hacer caer sobre ellos una cortina de silencio. Parece que a nadie le interesa que lo que ocurrió “allá abajo”, en las heladas tierras australes, bajo el diluvio de fuego y metralla británica, se remueva demasiado. Nadie quiere ahora hablar de las Malvinas en Argentina, y muchos menos dejar oír la voz de estos chicos que, en sus cansados ojos de niños que han madurado demasiado rápida y trágicamente, llevan una muda y dolorosa acusación contra quienes les enviaron al matadero mal equipados y peor entrenados, carne de cañón, que dejó en el archipiélago maldito, salud, juventud, amigos, un brazo o una pierna o su propia vida. Casi nadie quiere oír hoy en Argentina a los chicos de la guerra. Quizá porque su relato es demasiado atroz.

Marcelo tiene dieciocho años, y llegó a Malvinas con sus compañeros de la quinta del 63, con sólo tres meses de entrenamiento militar. Es, junto a otro, el único superviviente de un grupo de doce soldados que defendían una posición de ametralladoras MAG, en las afueras de Puerto Argentino. Su compañero no puede hablar ni conmigo ni con nadie, pues se encuentra todavía en la sala psiquiátrica de un hospital militar, gritando: “¡Los gurjas! ¡Son los gurjas!”, y escondiéndose bajo las sábanas en cuanto alguien se acerca a su cama.

“Estábamos durmiendo en las trincheras cuando empezó el ataque. Los ingleses venían gritando, sin protegerse casi, subiendo por la ladera. Habían puesto delante a los gurjas, que avanzaban drogados, escuchando música con los auriculares de sus Sony Walkman, riéndose y disparando. Les estuvimos tirando con todo lo que teníamos, pero les daba igual. Se metieron en un campo de minas y saltaban por el aire, pero seguían subiendo. Nuestro sargento nos había dicho que aguantásemos allí mientras hubiera munición, que él nos daría la señal de repliegue. Pero los ingleses nos machacaron con morteros y después los gurjas llegaron hasta nosotros. Algunos chicos que estaban un poco más abajo tiraban las armas y se rendían, pero los gurjas los degollaban con sus cuchillos. Desde arriba les oíamos gritar. El sargento no aparecía por ninguna parte, así que cuando nos quedamos sin munición echamos a correr. Sólo Silvio y yo llegamos a Puerto Argentino… Las calles estaban llenas de chicos que tiraban el equipo y se sentaban en el suelo a llorar: nos habían pasado por arriba por todas partes. Allí encontramos al sargento R. Se había retirado al comienzo del combate sin avisarnos. Ahora lamento no haberle matado en cuanto le vi, pero entonces estaba tan cansado y aterrado que no hice más que llorar y llorar.”

Guillermo es de la quinta del 62. Estuvo trabajando en el acondicionamiento del aeródromo de Puerto Argentino y luego fue trasladado al frente, en las cercanías de Monte Tumbledown.

“Cuando ya era prisionero, a bordo del Canberra, un inglés me preguntó que cuánto entrenamiento tenía yo antes de ir a la guerra. Cuando le dije que un año y que yo era de los veteranos, el tipo no se lo podía creer... ¿Sabes? Durante la batalla un suboficial me entregó granadas de fusil y cuando le dije que no sabía cómo usarlas, se limitó a responder: “Bueno, flaco. En cuanto tengas a los ingleses enfrente, ya verás cómo aprendes rápido”. Tuvo que ser otro compañero, un soldado, el que me enseñara cómo utilizarlas. Cuando llegaron los ingleses estuve tirándolas todas hasta que se terminaron: después usé mi fusil, un FAL que recuperaba mal y sólo disparaba tiro a tiro. Cuando se me acabó la munición me quedé allí, sin saber qué hacer, escondido en un agujero. Entonces llegaron los ingleses y me rendí”.

Héctor tiene dieciocho años, quinta del 63. Antes de la batalla fue “estaqueado” por robar comida. El estaqueo es un castigo que fue profusamente aplicado en las Malvinas; al soldado se le ataba a las estacas que sujetan las tiendas, en el suelo, y se le dejaba allí a la intemperie, bajo el espantoso frío, durante varias horas. Algunos de los soldados que sufrieron este castigo fueron víctimas de congelación en diverso grado. A otros se les despojaba de botas y calcetines y se les obligaba a permanecer con los pies dentro del agua helada.

“Nuestra posición estaba bastante lejos de Puerto Argentino. Al principio llegaba comida todos los días, después se fue haciendo más escasa, y finalmente no llegaba nada. Así que otros chicos y yo hacíamos “equipos de recuperación” y bajábamos a los almacenes de Puerto Argentino a robar algo de comida. A mí me agarró la Policía Militar, y un capitán mandó que me estaquearan. Estuve seis horas, hasta que otro capitán me vio y me soltó, tras una violenta discusión con el que me castigó. Cuando me soltaron yo estaba muy mal, no sentía ni los pies ni las manos. Estuvieron a punto de cortarme los dedos de los pies, como le ocurrió a otro chico de Compañía… ¿Qué por qué no nos llegaba la comida? No lo sé. Mala organización, supongo. En mi sección, el teniente mandó hacer un depósito con raciones que nos prohibió tocar para usar sólo cuando empezara el combate. Nadie tocó esas raciones excepto él, que cada día agarraba lo que necesitaba para su comida y la de los otros oficiales. Ante esa situación no había más remedio que ir por ahí a buscar algo. Lo que más bronca me da es que después, una vez rendidos a los ingleses, en Puerto Argentino descubrimos casas llenas de comida y prendas de abrigo hasta el techo. Comida y ropas que nadie nos entregó. Estuvimos pasando hambre y frío con todo aquello a pocos kilómetros de nosotros. En cualquier país decente, a los responsables de aquello les habrían fusilado.”

No todos hablan mal de sus oficiales. Por ejemplo, Marcelo reconoce que, aunque le hubiera gustado pegarle un tiro a su sargento, “el capitán era un tipo bárbaro, estupendo. Hacía lo que podía. Se ocupaba de nosotros y pasaba noches enteras en nuestras posiciones, enseñándonos todo cuanto sabía. Lo que ocurre es que la desorganización era mucha, y cuando los ingleses nos pasaron por arriba quedó desbordado. Le faltaban medios”... Los soldaditos reconocen que muchos de los mandos dieron muestras de bravura y heroísmo, como un teniente, jefe de sección, que estaba herido y se quedó disparando una MAG para proteger al repliegue de sus hombres hasta que le mataron. Todos coinciden en que las tropas que mejor pelearon en la batalla terrestre fueron las pertenecientes al V Batallón de Infantería de Marina, que aguantaron el diluvio de metralla firmes en sus posiciones de Monte Williams y la orden de repliegue les llegó cuando se preparaban a lanzar un desesperado contraataque. “Lo que ocurrió —cuenta Raúl, el único miembro de ese batallón al que pude entrevistar— fue que las otras tropas que estaban a los flancos, del Ejército de Tierra, se vinieron abajo. Esos soldaditos hicieron lo que podían, pero tenían menos preparación militar que nosotros y estaban mucho peor mandados.”

Raúl reconoce que los efectivos de Infantería de Marina estaban bien provistos de ropa, alimentos y munición, pero que el equipo de la mayor parte de los soldados destacados en Malvinas dejaba mucho que desear. “Y ya se sabe —comenta encogiéndose de hombros— que si a unos chicos muertos de hambre y de frío, mal armados, les tiras encima todo lo que les tiraron los ingleses, y, además, resulta que esos chicos tienen tres meses de entrenamiento y nadie les enseñó a sobrevivir en la guerra, y además sus mandos son incapaces o están desbordados… Pues eso, es muy poco lo que se puede hacer. ¿Los jefes y oficiales? Bueno, si hemos de ser sinceros, yo diría que, en general, un 70 por 100 estuvieron bien, hicieron lo que pudieron, procuraron mantener la moral de la tropa y pelearon duro. El resto, el otro treinta por ciento... de esos es mejor no hablar”.

Héctor se queja de la pasividad con la que el Mando fue dejando acercarse a los ingleses hasta Puerto Argentino, después del desembarco en San Carlos. “Sabían que los ingleses venían y no hicieron nada por frenarles hasta que les tuvimos encima. Les dejaron pasearse tranquilamente por toda la isla, pensando que les detendrían nuestras defensas en torno a la ciudad. ¡Ja! Una noche llegaron, nos aplastaron y ganaron, eso fue todo. En mi posición, por ejemplo, una de las más avanzadas, no sabíamos que estaban tan cerca hasta que les escuchamos gritar mientras subían al asalto. Y en aquel maremágnum, nadie nos dijo si teníamos que aguantar, contraatacar o replegarnos. Nos dejaron allí tirados, con los ingleses encima, sin acordarse de nosotros. Mi sargento, un tipo bárbaro, organizó la cosa como pudo y estuvimos tirándoles a los ingleses durante un par de horas. Matamos a muchos, pero cuando empezaron a darnos con la artillería, la cosa se nos puso muy mal. El teniente nadie sabía dónde estaba y el sargento dijo: “Bueno, hijos, ya hemos cumplido. Vámonos de aquí.” Echamos a correr todos hacia Puerto Argentino, muy preocupados por si alguien consideraba que habíamos desertado frente al enemigo... Y cuando llegamos nos enteramos de que éramos los últimos de nuestro sector que se habían retirado. Todos los que estaban detrás se habían largado mucho antes que nosotros. El sargento se presentó después voluntario para una compañía que se organizaba para lanzar un contraataque, pero todos volvieron al poco rato. Los ingleses ya estaban encima de nosotros. Al sargento le habían matado”.

Jaime, de padre y madre españoles, es el único de los cinco chicos que entrevisté que no habló mal de nadie. Tirador de élite en el Monte Longdon, durante el combate, sirvió sucesivamente en una ametralladora MAG, como camillero y finalmente como sirviente de una pieza de artillería. “Estuvimos tirando —cuenta— mientras la pieza funcionó. Los ingleses tenían unos aparatos que les permitían localizar nuestros cañones, y los fueron destruyendo uno por uno, matando a muchos chicos. Yo estaba con cinco más y un subteniente, y llovía metralla por todos lados. El subteniente no paraba de blasfemar mientras cargábamos y disparábamos. A cada tiro inglés nos bajaban uno de los cañones nuestros. Yo pensaba: “El próximo, el nuestro. El próximo, el nuestro”. Pero las municiones se terminaron antes y no podíamos ir a por más porque los ingleses ya estaban a cincuenta metros. El subteniente nos hizo armar las bayonetas —era un tipo estupendo, ¿sabes?— mientras él inutilizaba el cañón. Después nos pusimos a joder todo lo que podía servirles a los ingleses, hasta que los chicos que teníamos delante pasaron por nuestro lado, corriendo. Entonces tiramos contra los ingleses que llegaban, matamos a los primeros y nos retiramos ordenadamente. Me da igual que ahora se diga lo que se diga. En mi grupo peleamos bien”.

Hay algo en lo que todos ellos coinciden, y lo hacen con una dolorosa amargura. Mientras estaban allá abajo, mientras esperaban la acometida inglesa, tenían la impresión de que en su propio país, Argentina, la gente consideraba el asunto de las Malvinas como algo lejano, que no afectaba muy directamente. Quizá sea Guillermo quien mejor define esa sensación:

“Mira. Lo que más bronca deba era poner la radio buscando información sobre lo que estaba pasando y encontrarse con que en Argentina la gente se preocupaba más del Mundial de fútbol que de nosotros. El ochenta por ciento de los boletines de radio hablaban de Maradona, de que si en tal partido había vencido el equipo cual... Y nosotros allá abajo, helados de frío y pasando hambre, sin saber si íbamos a vivir o no, nos mirábamos sin dar crédito a lo que oíamos. “Estamos en la guerra —nos decíamos— y esos hijos de puta hablan de fútbol”. Aquello fue duro, ¿sabes? Nos minaba mucho la moral. Estábamos peleando y muriendo por un país cuya máxima aspiración era quedar campeón en el Mundial. Te juro que si aquello no hubiera sido una isla, las deserciones se habrían contado por millares... Yo hubiera agarrado por el cuello a todos aquellos locutores de radio y televisión que tanto hablaban de luchar hasta el último hombre, hubiera agarrado por el cuello a todo el Gobierno, a los generales y toda esa gente que aplaudía en plaza de mayo, cuando Galtieri decía que Argentina estaba dispuesta a tener cuarenta mil muertos por defender las Malvinas, y me los habría llevado conmigo a mi agujero helado, con la mierda hasta las cejas y bajo las bombas inglesas, con los gurjas encima degollándolos como a nosotros, a ver si entonces seguían tan entusiasmados con el asunto. La frase “resistir hasta el último hombre” queda muy bonita dicha en Buenos Aires, pero cuando el último hombre eres tú mismo, la cosa cambia”.

Y una última reflexión, triste reflexión:

“¿Sabes? Nosotros pensábamos que, después de lo que habíamos hecho allá abajo, al regresar a la patria las cosas iban a cambiar. Creíamos que los milicos, que tanto sacrificio nos habían pedido a cambio de todo eso nos darían pelota, qué sé yo, que procurarían hacer un país mejor para todos nosotros. Cuando se es lo bastante adulto para morir peleando, también se es para asumir responsabilidades políticas y ciudadanas. Pienso que todos los chicos que estuvimos allá, en Malvinas, los vivos y los que murieron, merecemos al menos respeto y esfuerzo por parte de nuestros gobernantes; que cumplan todas las promesas de democratización que hicieron cuando tanto nos necesitaban para que fuésemos a luchar. Sin embargo, no ha cambiado nada. Nadie quiere acordarse de aquello, nadie quiere acordarse de que nosotros no sufrimos allá abajo para que las cosas sigan igual, sino para que la vida en Argentina sea mejor. ¿Te cuento una cosa? Cuando regresé a mi patria después de la guerra, tras haber pasado cuanto pasé, mi madre me estaba esperando. Se echó a llorar, me abrazó y después, como yo estaba en mangas de camisa, me dijo: “Willy, ponte un pullover, porque te vas a resfriar”. Y en ese momento yo me di cuenta: pensé que para los que se quedaron aquí todo seguía igual que antes, éramos niños pequeños, no había cambiado nada”.

http://www.icorso.com/hemeroteca/PUEBLO/PDF/MIENTRAS%20PELEABAMOS%20ARGENTINA%20HABLABA%20DE%20FUTBOL.pdf

12 julio 1982

Aumenta la presión militar israelí / 8000 bombas sobre Beirut

Pueblo, 12 de julio de 1982

[Beirut Oeste. De nuestro enviado especial, Arturo Pérez-Reverte]

Desde el pasado viernes, las bombas siguen cayendo sin interrupción sobre los barrios sureños de Beirut oeste, convertidos en un laberinto de ruinas, de escombros. La máquina militar israelí, en un derroche artillero sin precedentes, sigue dando vueltas de tornillo en torno al estrangulado cuello de los 6.000 fedayines palestinos que, aferrados a sus posiciones, resisten como pueden el chaparrón de fuego y metralla que cae sobre ellos, ante los ojos indiferentes de los “países hermanos árabes”.

En la madrugada de ayer, tras una breve pausa, los combates se recrudecieron a lo largo de la línea de frente, en los barrios de Al Laykali, Borj el Brajneh, Ramel al Aali y Hay al Selum. La artillería palestina respondió al fuego concentrado de los cañones judíos, alcanzando a un blindado israelí y posiciones judías en el sector de la Facultad de Ciencias. Pero, a pesar de su violencia, en el momento de transmitir esta crónica los bombardeos no habían alcanzado todavía la atroz intensidad del pasado viernes, una de las más duras concentraciones de artillería realizadas por Israel desde que el pasado 6 de junio invadió el Líbano. En la acción del viernes, efectuada por cañones y buques de guerra israelíes, toda la zona sur de Beirut oeste y la línea de demarcación fueron salvajemente castigadas, produciéndose abundantes víctimas, tanto entre combatientes palestinos e izquierdistas libaneses como entre la población civil.

Las bombas de fósforo y de fragmentación las dos siniestras “vedettes” de esta sucia guerra de exterminio fueron, una vez más, protagonistas. El barrio de Ramlet el Bada, donde está lo que queda de la Embajada española evacuada por sus ocupantes, que no mantienen presencia oficial en Beirut oeste, a diferencia de diplomáticos de otras nacionalidades sufrió, una vez más, graves daños, mientras las baterías palestino-progresistas contestaban al fuego judío con cañones y cohetes, enviando también disparos sobre los sectores cristianos de Beirut este.

Mientras la gente sigue muriendo en Beirut, mientras la escasez de agua, electricidad, alimentos, medicamentos, continúan convirtiendo el sector oriental de la ciudad en un infierno, las negociaciones continúan. Israel bombardea, negocia, bombardea, negocia... Los palestinos, conscientes de que el Ejército judío no desea por nada del mundo tener que meterse en una durísima lucha callejera para conquistar el Beirut oeste, se mantienen duros en sus posiciones negociadoras, confiando en que la mediación internacional ponga fin a este drama. Sin embargo, aunque por todas partes se asegura de vez en cuando que se han obtenido “progresos”, lo cierto es que la tragedia de Beirut parece instalada en un callejón sin salida próxima, agravada por el cinismo de Siria que, a última hora, teniendo buena parte de culpa de lo que actualmente ocurre en un Líbano (cuya mitad ha estado ocupando durante siete años), sale por peteneras, negándose a recibir en su territorio de forma permanente a los 6.000 fedayines.

Por su parte, Israel mantiene su intransigencia tradicional, y las tropas judías en el Líbano se preparan para pasar aquí el próximo invierno. En las estancadas negociaciones los principales puntos de fricción siguen siendo el desarme de los palestinos pretendido por los dirigentes judíos mientras que los fedayines exigen abandonar Beirut con su armamento individual y el lugar en el que se establecerá la sede la Organización para la Liberación de Palestina, aspecto este último para el que Siria, esta vez, sí parece estar favorablemente dispuesta. Otro punto que paraliza la posibilidad de llegar a un acuerdo estriba en las declaraciones hechas el sábado por el ministro israelí de la Defensa, Ariel Sharon, quien sigue excluyendo completamente la posibilidad de que la OLP, tras su hipotética salida de Beirut, pueda mantener en la ciudad una representación, ni siquiera a título simbólico.

Se ha sabido aquí, mientras tanto, que se mantiene el ofrecimiento de Francia a colaborar en la posible evacuación de los palestinos de Beirut oeste, único aspecto positivo tras la retirada palestina de las negociaciones y la negativa siria a acoger a los combatientes en su suelo. Los Estados Unidos, sin duda, habrán recibido con satisfacción esta oferta francesa, ya que Washington prefiere que sea un contingente militar galo el que, junto a sus “marines”, supervise el posible final de la batalla de Beirut, en lugar de una fuerza multinacional de la ONU, organismo en el que la URSS tiene voz y derecho al veto. Y la obsesión de la Administración Reagan en el conflicto consiste en evitar que la crisis libanesa sea aprovechada por la URSS para incrementar su influencia en los asuntos de la región.

Sin embargo, el campo de batalla, desde aquí, se ve muy lejos de las mesas negociadoras. Entre un insoportable calor, entre basuras y escombros, Beirut oeste se sigue pudriendo y sigue siendo demolida por las bombas. Y los fedayines palestinos, los hombres del Kalashnikov, se siguen batiendo con la esperanza de que, de una vez, alguien haga algo por sacarlos de este infierno.

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http://www.icorso.com/hemeroteca/PUEBLO/PDF/AUMENTA%20LA%20PRESION%20MILITAR%20ISRAELI.pdf

8.000 BOMBAS SOBRE BEIRUT

Pueblo, 12 de julio de 1982

[Beirut Oeste - De nuestro corresponsal Arturo Pérez-Reverte]

Ayer, lunes, la sitiada Beirut se despertó para contemplar, aterrada, los efectos del devastador bombardeo que la artillería israelí lanzó sobre ella durante el pasado fin de semana, contabilizándose 8.000 proyectiles de todo calibre. Se ignora la cifra exacta de muertos y heridos, pero una primera evaluación, todavía no completa, señala setenta y dos muertos y más de dos centenares de heridos. En el sector cristiano, la zona oriental de la ciudad, la respuesta palestino-progresista a la artillería israelí también se cobró un trágico precio: quince muertos y cuarenta y cinco heridos.

¿Por qué los palestinos disparan sobre el sector cristiano si las fuerzas libanesas no participan directamente en esta fase de la guerra? La respuesta es evidente. El Ejército judío ha tomado posiciones en los sectores altos de la ciudad, entre barrios cristianos, en los que habita población civil. Desde allí, la artillería hebrea tiene buena línea de tiro para alcanzar sus objetivos en Beirut oeste, pero cuando los palestinos inician el fuego de contrabatería, las bombas caen tanto sobre los judíos como sobre los edificios próximos. Y esta falta de delicadeza de los israelíes a la hora de escoger emplazamientos para sus cañones, está dando mucho que pensar a la población cristiano-libanesa sobre las consecuencias de la acción israelí en el Líbano (que al principio fue acogida con entusiasmo, pues puede ser el golpe definitivo para el fin de la guerra). Sin embargo, la presencia judía se hace más intensa, las tropas parecen haberse instalado en el país para bastante tiempo y muchos libaneses se preguntan si tras haber tenido aquí a palestinos y sirios no habrá ahora que soportar durante años a los “libertadores” que, de hecho, son los nuevos amos del país.

Mientras tanto la OLP ha preparado, aseguran fuentes palestinas, un nuevo documento para la “pacificación de Beirut oeste”, que ha sido enviado ya, se asegura, a Francia y Arabia Saudita. El programa de las condiciones palestinas prevé los siguientes puntos:

-Un alto el fuego efectivo y real.

-Retorno de las fuerzas palestinas a los campos de refugiados, previa una retirada israelí de la zona de Beirut.

-Toma de posiciones en Beirut oeste de una fuerza multinacional de pacificación y del Ejército regular libanés.

-Evacuación de Beirut oeste por los combatientes palestinos, seguida por la salida de los dirigentes políticos.

-Mantenimiento en el Líbano de una presencia política y militar de la OLP que sea garantía de protección para los campos de refugiados.

Estas son las líneas generales de la nueva propuesta palestina, que se teme tampoco encuentre excesivo eco en la intransigente actitud del Gobierno israelí, especialmente en lo que se refiere a una retirada judía de Beirut y al mantenimiento de la presencia política y militar palestina en el Líbano, aunque ésta sea a título simbólico. Se ha tenido conocimiento, por otra parte, de que también Egipto ha preparado unas propuestas de paz para el Líbano que estarían a punto de ser presentadas ante el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas y en las que podría incluirse el ofrecimiento de El Cairo como futura sede política de la OLP.

Por último, las noticias procedentes de Israel dejan poco lugar al optimismo. El punto muerto de las negociaciones está impacientando a los “halcones” judíos, y se teme aquí que, en los próximos días, el Gobierno Beguin adopte sus “propias decisiones” para expulsar a los palestinos de Beirut oeste.

Artículo en pdf:

http://www.icorso.com/hemeroteca/PUEBLO/PDF/8000%20BOMBAS.pdf

03 julio 1982

La batalla de Beirut


LA BATALLA DE BEIRUT

Pueblo, 13-16 de julio de 1982

[En Beirut Oeste, un infierno en el que se carece de lo más indispensable para la supervivencia, la guerra del Líbano y la tragedia del pueblo palestino están conociendo posiblemente su hora más dramática, más atroz. ‘Pueblo’ ha destacado a la zona de combate a Arturo Pérez-Reverte, especialista en cubrir conflictos bélicos desde la primera línea y sus crónicas de guerra]

1 - EN PRIMERA LÍNEA CON LOS “FEDAYÍN”

En Borj el Brajneh, barrio periférico de Beirut Oeste, son las once de la mañana. Ruinas por doquier, inmuebles de varios pisos que se han venido abajo como castillos de naipes. El aire abrasa y bajo los edificios derruidos el sofocante calor 40-45 grados hace apestar con hedor insoportable los cuerpos aplastados que desde hace días se pudren bajo los escombros. El suelo está alfombrado de casquillos vacíos, de trozos de metralla, de basuras, sobre las que revolotean enloquecidos enjambres de moscas. Esa es la imagen. El sonido, el fondo sonoro de este escenario de pesadilla, es un constante retumbar de explosiones entre los edificios próximos, un bum-bum continuo y estremecedor, punteado por el impacto de las balas perdidas que zumban por todas partes y rebotan en los martirizados muros, marcados por la viruela de la metralla y la guerra, que todavía se tienen en pie.

Escenario y sonido. Faltan los personajes, porque en este aterrador paisaje no se ve un alma. Michel, compañero de otras guerras, fotógrafo de la agencia Sygma, camina a mi lado en busca de esos personajes que faltan para completar el cuadro de la batalla de Beirut. Avanzamos pegados a las fachadas de las casas, empapados de sudor de arriba abajo, encogiéndonos instintivamente cada vez que un estruendo próximo desgarra el aire y la calle se llena de polvo denso que nos enrojece los ojos y cubre las lentes de nuestras cámaras fotográficas. Marchamos a pie, buscando en este laberinto de calles desiertas algo o alguien, alguna imagen viva que justifique nuestra presencia aquí. El taxista que nos acercó a Borj el Brajneh —100 libras, unas 2.500 pesetas por cinco minutos de recorrido— se negó a continuar cuando comenzó el bombardeo, nos hizo bajar y se alejó a toda velocidad, haciendo rechinar sus neumáticos al perderse tras la esquina más próxima. 

Por fin hay alguien. Un chiquillo de unos catorce años, vestido con uniforme camuflado y con un Kalashnikov colgado del hombro, nos mira con sorpresa desde la boca de un refugio.

—"Ana sahafiyin hispani ua fransaui. Ascari?" (Somos periodistas, español y francés. ¿Dónde están los soldados?).

El jovencísimo fedayín coge el fusil de asalto entre las manos, dice “iallah” (vamos) y echa a andar delante de nosotros. Diez minutos más tarde estamos los tres agrupados en la esquina de una calle batida a intervalos por ráfagas de francotiradores judíos. Al otro lado, unas figuras vestidas de verde nos hacen gestos para que corramos hacia ellos de uno en uno. Estamos en la posición palestina más avanzada de Borj el Brajneh, a 400 metros de las líneas del Ejército israelí.

Cruzar una calle puede ser toda una aventura. Se espera a que los judíos que disparan hagan una pausa, se aprietan los dientes, se sujetan las cámaras contra el cuerpo, se agacha la cabeza y se echa a correr como una flecha, con una desgarradora angustia cuando, a mitad de camino, escuchas el estampido de las balas que parten. Cuando sabes que alguien, 400 metros a tu derecha, está intentando pegarte un tiro precisamente a ti.

La llegada a la meta. El sofoco tras el desesperado “sprint”. La bendita y protectora pared, tras la que te derrumbas sin aliento. Unos rostros mal afeitados que se inclinan hacia ti, un “welcome”, unas manos ásperas que estrechan la tuya. Sacos terreros, cajas de munición, Kalashnikov, las granadas, olor acre a la grasa de armas, olor penetrante de la pólvora, a cordita de las bombas que siguen cayendo alrededor. Penumbra, una aspillera de la que se ven las posiciones judías, incluso un carro de combate que se ha acercado demasiado y que dispara contra el fortín, intentando tocarle encima un impacto directo que lo haga saltar en pedazos con los otros dentro. Del techo se desprenden regueros de tierra, trocitos de piedra y cemento, y las paredes del refugio tiemblan, bajo la onda expansiva, como si fuesen de cartón. La guerra es sucia, huele mal, hace sudar, da sed, deja la boca seca como papel de lija. Y da miedo, muchísimo miedo, os lo juro.

En la posición hay una docena de fedayín. Algunos son muy jóvenes, diecisiete o dieciocho años, y sus rostros imberbes recuerdan los de aquellos muchachos alemanes movilizados para defender Berlín en los últimos días de la Segunda Guerra Mundial. Para esta batalla, que puede ser batalla final, el mando militar palestino ha lanzado a la lucha a todos sus efectivos capaces de empuñar un arma.

Un vaso de té. Todavía queda tiempo en esta guerra de ofrecer un vaso de té a los periodistas atrozmente sedientos. El tanque israelí sigue disparando contra el fortín. Algunos de sus tiros pasan altos y se van a estampar sobre los edificios cercanos. Otros caen muy cerca, y el refugio se sacude como bajo un terremoto, demasiado cerca. Maldita sea.

—¿Tomarán Beirut los israelíes?

El jefe del grupo, de treinta años, Kalashnikov al hombro y prismáticos sobre el pecho, sonríe a medias, sin ganas. “Los judíos —remarca en un correctísimo inglés— carecen de experiencia en la lucha callejera, su superioridad es técnica, como combatientes individuales. Hombre a hombre, casa por casa, a granada, fusil de asalto y cuchillo, el fedayín es mejor combatiente. No en vano lleva a cuestas siete años de experiencia, que se lo pregunten a los “kataeb”, a los cristianos del otro lado. Esos sí que son buenos, casi tan buenos como los palestinos, no en vano se han estado destripando unos a otros por estas calles desde 1976. Para que Israel tome militarmente Beirut Oeste haría falta primero que sus cañones demolieran la ciudad casa por casa, calle por calle, antes de que penetrase la infantería”.

—¿Y creen que están dispuestos a hacerlo?

Un silencio. Después, desde un rincón, una voz grave responde que quizá sí, que posiblemente estén dispuestos a hacerlo. Sin embargo, pagarán un precio condenadamente caro por ello. Por eso, los judíos prefieren una solución negociada que haga marcharse del Líbano a los palestinos sin necesidad de tener que entrar en Beirut a buscarlos.

—¿Y se marcharán ustedes? ¿Aceptarán una solución negociada que los dejen marchase a Siria o a otro lado?

Se encogen de hombros. Ni creen que otros países árabes los acepten ni tienen ganas de irse del Líbano. Beirut es un sitio tan bueno como otro cualquiera para morir.

2 - LAS ALMAS ERRANTES

Se les ve caminar por las calles próximas a Hamra, el sector de Beirut oeste menos castigado por la guerra, con uniformes sucios, el pelo revuelto, el Kalashnikov colgado del hombro, mirando a su alrededor con ojos ausentes, sin saber a dónde ir. En su mayor parte son muy jóvenes; hacen tiempo, un momento de descanso antes de volver a la zona de combate. Caminan solos o en grupos, sin rumbo fijo, ojos de viejo en rostros que no han cumplido los veinte años. Son los palestinos, las almas errantes que vagan por las calles de esta ciudad sombría, estrangulada por el hambre, por la miseria, por la guerra.

¿Cómo llegaron hasta aquí? Su historia, una historia jalonada de muerte y destrucción, de dolor y sangre, comenzó en 1948, cuando la creación del Estado de Israel arrojó a esta tierra, entonces tierra de refugio, a 140.000 fugitivos, árabes de Palestina. Establecidos en quince campos de refugiados diseminados por este pequeño país, su número fue creciendo por etapas sucesivas tras las guerras de 1967 y 1973, tras el “septiembre negro” de 1970 en Jordania, hasta alcanzar las 400.000 personas. La creación de la Organización para la Liberación de Palestina, en 1964, y los acontecimientos posteriores, fueron el embrión para el establecimiento de una presencia armada en los campos palestinos, con el objeto de proteger éstos de las incursiones judías y relanzar la lucha, la eterna lucha, por la liberación de la tierra expoliada.

Su presencia, sin embargo, alteró gravemente el delicado equilibrio de fuerzas en un país tan artificial como era el Líbano de la época, complicada mezcla de razas, de religiones, de ideologías. El resultado fue una polarización del país en dos tendencias opuestas: de un lado, musulmanes y partidos de izquierda libaneses, favorables a una presencia armada palestina. De la otra, los grupos cristianos de derechas y el Ejército libanés, que veían con recelo la creación de un “Estado palestino” en el interior del frágil Estado libanés, incapaz de controlarlos.

Las incursiones israelíes contra el Líbano, ejecutadas a menudo con la más despiadada eficacia, agravaron la situación. La OLP había establecido su Estado Mayor en Beirut, y la propia capital se vio envuelta en el sangriento juego de las represalias hebreas. La tensión se hizo insostenible y, finalmente, en 1975, estalló la guerra civil. La vecina Siria, que nunca ocultó sus ambiciones territoriales respecto al Líbano, intervino primero para apoyar a los cristianos, luego, a favor de los palestino-progresistas, quedándose finalmente en el país como “fuerza de paz”, eufemismo que apenas ocultaba la ocupación por las tropas de Damasco de la mitad del país, concretamente el fértil valle de la Bekaa.

La guerra civil, más o menos, en “tablas”. Los cristianos conservaron un enclave que incluía Junieh, convertida de hecho en la auténtica capital del Líbano derechista y maronita, así como el sector oriental de Beirut. Por su parte, palestinos y musulmanes de izquierda permanecieron en Beirut oeste, extendiéndose su sector hasta el sur fronterizo con Israel, incluyendo las ciudades de Sidón y Tiro. Pero la situación distaba mucho de ser estable. Por una parte, subsistía la tensión entre las diversas fuerzas existentes, y por la otra, los enfrentamientos entre palestinos y judíos convirtieron el sur en un auténtico polvorín. Y la invasión del Líbano por Israel, iniciada el pasado 6 de junio, cambió por completo la situación.

Durante diez días he visto a las tropas israelíes actuar en el Líbano, he visto caer sus bombas, he estado con los palestinos bajo el fuego de su artillería y aviación. Esta vez no se trata, es evidente, de una “acción preventiva” de las tropas hebreas. Esta vez, Israel pretende borrar la presencia palestina del Líbano, bien mediante una negociación que los lleve lejos de su frontera norte, a otro país árabe, o bien, si la negociación fracasa, mediante la guerra de exterminio. El enclave palestino-progresista del Líbano se reduce ahora a algunos kilómetros cuadrados en Beirut, la capital libanesa.

Y las tropas venidas de Israel, dotadas del más avanzado material bélico, con el respaldo internacional que, como es habitual, les presta el “padrino” estadounidense, están aquí para quedarse. Para quedarse hasta que la última “kufiya” y el último Kalashnikov palestinos hayan desaparecido del Líbano. Por las buenas o por las malas.

¿Después? Después volverá el Líbano a ser un Líbano de predominancia cristiana, del que las Fuerzas libanesas (organización en la que se agrupan las milicias derechistas cristianas) serán núcleo básico de un nuevo ejército que el gabinete Beguín sueña con convertir en el guardián de su frontera norte. Un Líbano en buenas relaciones con Israel y con los Estados Unidos, estado-tapón frente a Siria, desde el que los fedayín ya no podrán seguir lanzando, desde sus campos militares, acciones de guerra en su lucha por la recuperación de Palestina. Y todos serán felices y comerán perdices mientras que los palestinos, expulsados de una u otra forma, desprovistos de su material de guerra pesado, en países árabes que les permitirán mucho menos margen de acción que el permitido en el Líbano, se harán matar en otra parte, sin molestar ya al Estado hebreo, bajos las armas de los “hermanos árabes” que, como Hussein en Jordania en 1970, darían un ojo de la cara porque el problema palestino desapareciera de la faz de la tierra.

Porque una lección sí tienen bien aprendida los palestinos que estos días pelean y mueren en Beirut, en una de las más desesperadas batallas de su dramática existencia. Los regímenes árabes, que tanto han explotado demagógicamente su causa, no los quieren. Los regímenes árabes han dado al mundo la más escalofriante lección de cinismo y de falta de vergüenza de los últimos tiempos, contemplando pasivamente cómo Israel, respaldado por los Estados Unidos, desencadenando un diluvio de fuego y metralla, ponían a los palestinos en Beirut arrinconados contra la pared. Y los palestinos se baten sin querer abandonar esa ciudad infernal, porque saben que, en cualquier país árabe que haga el “inmenso sacrificio” de acogerlos como refugiados, serán eternamente hombres marcados de los que se desconfía, fuente de problemas, raza maldita, prisioneros entre sus propios hermanos de raza y religión.

Seis mil combatientes y varias decenas de miles de ancianos, mujeres y niños, aplastados por 30.000 soldados y por la implacable máquina militar israelí, esperan su sentencia entre las ruinas de Beirut Oeste. Son, ya lo hemos dicho, almas errantes que se mueven por el laberinto de escombros de la ciudad sitiada. No tienen patria, no saben a dónde ir. Su pasado es la muerte y el exilio, su presente es una sangrienta tragedia. Y no existe su futuro.

3 - LA CIUDAD ESTRANGULADA

Son duras las noches de Beirut Oeste. La única luz en las calles desiertas es el resplandor, luminoso y tétrico, de las bombas judías que caen sobre la ciudad. Una claridad que surge a intervalos, espectral, recortando de forma siniestra los esqueletos de los edificios devastados por la guerra. De vez en cuando se escucha un motor de automóvil, una patrulla palestina que pasa a toda prisa, los faros apagados, viniendo del combate o yendo hacia él, con ocupantes silenciosos que empuñan armas, fantasmas confusos que se pierden en la noche.

Los pobladores de esta ciudad martirizada duermen amontonados en los sótanos. Refugiados palestinos, que han abandonado los campos cañoneados para buscar la protección de la zona céntrica; libaneses, que no quieren abandonar sus casas todavía intactas, o libaneses que no pueden abandonar lo que queda de las suyas porque no tienen recursos económicos para marcharse al otro lado, al Este, lejos del cerrojo de fuego y hierro que se cierra cada día más sobre la ciudad.

Jamás olvidaré los sótanos de Beirut. Ni los del lado cristiano durante los años anteriores, cuando eran ellos los perdedores, ni los del sector palestino-progresista en estos terribles días de la batalla de Beirut. Cuerpos tendidos en las sombras, llanto de niños, olor a muchedumbre apiñada, a sudor y a miedo. Y por encima de todas las cabezas, este batir sordo y espantoso de las bombas de grueso calibre que afuera, en la calle, reducen a escombros los inmuebles cercanos.

Tampoco olvidaré los hospitales. De todas las guerras que he vivido, los espectáculos más trágicos, más turbadores, no los he presenciado en el campo de batalla, sino en los hospitales. Y el Líbano se lleva la palma. Aquí, lejos de la luz del sol, del aire libre, las heridas, los vendajes empapados de sangre, los miembros amputados que se amontonan en los cubos de basura, las expresiones inolvidables de los heridos, de los moribundos, de los niños quemados por el fósforo, de los cuerpos destrozados para siempre por las bombas de fragmentación, constituyen un cuadro atroz que permanece en tu memoria mucho tiempo después de haberte alejado del lugar con paso rápido, sin mirar atrás, como quien huye de una pesadilla. Porque el rostro más descarnado de una guerra, eso se aprende pronto, no es el frente de combate. Es la anónima, gimiente y martirizada retaguardia, donde la guerra está desprovista de cualquiera de esos rasgos de espectacularidad, gloria o aventura que algunos imbéciles atribuyen a un campo de batalla.

Podría dedicar esta crónica a analizar, como ayer, la situación política internacional por la se ha llegado a esto, el balance de fuerzas en el Líbano, cifras estadísticas sobre efectivos militares, tanques, aviones, judíos... Podría intentar explicar qué es lo que bloquea la negociación, cuáles son las condiciones exigidas por uno y otro bando... Podría hacer todas esas cosas como otras veces, periodismo documentado y serio, lejos del color y del folklore. Pero no tengo ganas. Para eso están los analistas de chaqueta y corbata, las agencias de noticias, algunos colegas que informan desde el bar de un hotel, mirando la guerra de lejos. No me da la gana, repito, de ponerme a analizar coyunturas de política internacional. Estoy cansado, y me da igual la bronca que me va a echar mi director. Vengo el frente, del lugar en donde caen las bombas, del calor, del miedo y de la mierda. Vengo con náuseas en el estómago del olor a cuerpos que se pudren, de la basura que llena los barrios destruidos de Beirut oeste. Vengo aterrado y con ganas de vomitar bilis porque estoy viendo a unas gentes, me importa un bledo que sean palestinos, cristianos o el lucero del alba, que están siendo implacablemente asesinados, destrozados por las bombas, carbonizados por el fuego, desgarrados por la metralla israelí, fabricada bajo patente USA. Y todo eso, maldita sea mi estampa, ocurre mientras las altas instancias internacionales juegan al ping-pong con el problema palestino, mientras los analistas analizan, mientras los observadores observan, mientras los negociadores negocian, mientras los hijos de puta discuten si el misil Fulano está dando en esta guerra mejores resultados que el tanque Mengano...

Había un niño con la cara quemada que me miraba, en el hospital, con sus ojos grandes y tristes. Había una anciana palestina sentada a la puerta de su casa, en Borj El Brajneh, en la zona de guerra, bajo el bombardeo, que había sido olvidada en la evacuación y estaba allí sola, sorda y medio ciega, sin comprender nada de lo que ocurría a su alrededor, esperando a que alguien se ocupara de ella. Había un joven llamado Mussa que me dio un cigarrillo y después salió a la calle con un lanzagranadas a ver si podría destruir un tanque Merkava judío y lo mataron. Había una casa reventada, sin muros, con una cama de matrimonio entre los escombros. Había en el suelo una muñeca aplastada por las orugas de un tanque. Había un loco que se paseaba por la línea de fuego con los brazos en cruz, rezando, y al que milagrosamente nadie le disparaba. Había una calle larga y vacía, sin un alma, sin un ruido, que me causó más pavor que el más encarnizado de los combates. Había un cachorrillo, un perrito abandonado, que se pegaba a mis talones porque yo era el primer ser vivo que pasaba a su lado desde hacía varios días, y al que hube de alejar de una patada para que no me siguiera hasta el frente de combate. Había un hospital sin medicamentos de primera necesidad, una tienda de comestibles sin nada que comprar, un grifo del que no salía agua. Había bombas, cuyo efecto hace arder la piel y la carne sin que nada pueda apagarlas. Había balas que no siguen, al entrar en la carne, la trayectoria normal, sino que oscilan, cambian de dirección, se fragmentan, destrozan los huesos y convierten a su vez esos fragmentos en nuevos proyectiles que se reparten por el interior del cuerpo, desgarrando los órganos internos. Había aviones limpios y relucientes que pasaban volando allá en lo alto, y cuyos pilotos, aseados y frescos en su cabina transparente, mataban sin ensuciarse las manos, apretando botoncitos de colores que hacían caer las bombas y que disparaban los misiles. Había... 

Había un grupo de seis fedayín atrincherados en una de las posiciones más avanzadas de las líneas palestinas, en el sector del aeropuerto. Conviví con ellos durante una noche y una mañana; comieron mi chocolate y mis galletas y yo comí su pan duro y su arroz frío, bebí su agua. En mal inglés me contaron su vida: campos de refugiados, bombas, muerte... Me hablaron de esa Palestina fuera de la cual nacieron, pero a la que siguen soñando con regresar un día. Y cuando, terminado mi trabajo, me eché el macuto a la espalda y me alejé sorteando los escombros de la calle, ellos me dijeron adiós sin poder ocultar una cierta envidia porque sabían que yo llevaba un pasaje de avión en un bolsillo, un pasaporte hacia la libertad y hacia la vida.

4 - LOS ÁRABES PAGARÁN SU TRAICIÓN

“Los países árabes se han portado con nosotros como auténticos perros. Nos han abandonado, se han lavado las manos del problema palestino. ¿Y sabe una cosa? Cuando podamos, en la primera oportunidad, se lo vamos a hacer pagar muy, pero que muy caro. Ahora, nuestro lema de combate es “las capitales árabes antes que Jerusalén; los regímenes árabes antes que Sharon”. Vamos a hacer cuanto podamos por ir cazando uno a uno a esos malditos traidores. A cazarlos como a conejos”

Más claro, agua. En este Beirut cercado, cuando todavía se baten por su supervivencia, las facciones palestinas más radicales se preparan ya para pasar a los “hermanos árabes” la factura por el abandono de que han sido objeto. Pero ni siquiera dentro de la misma OLP los líderes gozan del fervor popular. La aceptación, en principio, de un desarme general de las fuerzas palestinas y de un traslado del estado mayor de la OLP a otra capital árabe, ha sentado como un tiro en numerosos sectores de los hombres que se baten en las calles, Kalashnikov en la mano, y que se siente, como suele ocurrir en estos casos, distanciados física y psicológicamente de buena parte de sus dirigentes, a los que acusan de querer salvar el pellejo, aunque ello suponga la admisión de condiciones vergonzosas.

Incluso en las altas instancias de la dirección palestina las opiniones siguen divididas. La “línea dura” sigue siendo partidaria de resistir a toda costa en Beirut, donde gozan de buenas posiciones defensivas y poseen alimentos y material de guerra para ofrecer una durísima resistencia que puede prolongarse todavía durante meses. Y en ese tiempo, sostienen, los acontecimientos internacionales y el tiempo, que juegan contra Israel, pueden dar lugar a un cambio en la situación que les permita otra salida diferente al desarme y a un nuevo exilio. Porque lo que está claro es que a Israel no le va a ser tan fácil roer el hueso palestino como los estrategas de Tel Aviv creían en un principio. Y aunque los comunicados oficiales y declaraciones judías insisten una y otra vez en que los palestinos están “acabados” y que sólo la benevolencia israelí les permitirá, si son razonables, irse con la música a otra parte, lo cierto es que, a cada día que pasa, los judíos descubren con más inquietud que se encuentran metidos en un atolladero que sólo una salvaje solución militar —con la desfavorable repercusión que ello tendría en el mundo— podría desbloquear en un plazo relativamente breve.

Una cosa parece cierta: Israel no se irá del Líbano hasta que el problema palestino haya sido “resuelto” de una u otra forma. Los políticos y los militares judíos tienen ya preparado todo un plan de relaciones futuras con el nuevo Líbano de predominancia cristiana, independiente y soberano, que se creará cuando todo haya terminado. El candidato más deseado por los israelíes para la presidencia del país es Bechir Gemayel, de treinta y cuatro años, hijo del fundador de las falanges cristianas. El hoy jefe de las fuerzas unificadas libanesas es inteligente, ambicioso y goza de una extraordinaria popularidad en la población cristiana, ganada a lo largo de los siete años de guerra civil. Y para colaborar activamente en que este hombre ocupe el asiento presidencial que hoy detenta Elías Sarkis, Israel sólo espera que la habilidad política de “Chef” Bechir le permita obtener el apoyo, aparte del de los cristianos maronitas, de las otras 16 comunidades étnicas y religiosas que forman el mosaico nacional libanés. Y en este lado oriental de Beirut se trabaja en ello.

Samir tiene treinta años, habla el francés a la perfección. Es el prototipo del cristiano libanés de clase alta: cultura occidental, vestido impecablemente, una gruesa cadena de oro con un crucifijo en torno al cuello. Samir es uno de los hombres de “Chef” Bechir, y también uno de los responsables de las Fuerzas Libanesas, el Ejército cristiano que agrupa a las milicias derechistas que durante siete difíciles años combatieron contra la coalición palestino-progresista. Estamos en su casa de Hasmieh, en el Beirut cristiano, observando desde la terraza cómo los judíos bombardean el otro lado.

—Esta vez, la guerra se ha terminado —me dice—. Todavía puede tardar semanas o quizá prolongarse un par de meses, pero se acabó. De una u otra forma, los palestinos en el Líbano están liquidados. Los israelíes se están encargando de ello, por la cuenta que les trae. Y la solución del problema palestino en nuestro país supone, sin lugar a dudas, la desaparición del factor que ha estado envenenando durante una década la convivencia de los libaneses, causando la división política y la guerra. Cuando se marchen de aquí, el Líbano podrá, por fin, iniciar una auténtica reconciliación nacional de cristianos y musulmanes, sin extranjeros. Un Líbano nuevo y fuerte, con un Ejército sólido que se haga respetar; que mantendrá buenas relaciones tanto con Occidente como con los países árabes, a cuyo conjunto pertenece. Unos y otros nos necesitan, y nosotros a ellos. Sólo queremos olvidar la guerra.

—Sin embargo, gracias al respaldo de Israel, el nuevo Líbano será un país de predominancia cristiana... ¿Qué va a ocurrir con los musulmanes, tanto con los que viven de este lado como los que hay en el otro?

Samir frunce las cejas. El nuevo Líbano, asegura, va a construirse mediante una política de reconciliación nacional en la que tendrán participación tanto los cristianos como los musulmanes, sin distinción de confesiones. Cierto es, matiza, que puesto que los vencedores de la guerra han sido las fuerzas libanesas, el Ejército cristiano, la alta dirección estará en manos de éstos y, posiblemente será Bachir Gemayel, hijo del fundador de las falanges cristianas y actual jefe de las fuerzas unificadas libanesas, el futuro presidente. Pero no se incurrirá en los mismos errores que en el pasado, marginando a la población musulmana. Por el contrario, ésta participará de todos los sectores de la actividad del país.

Samir, y como él la mayor parte de los cristianos libaneses, lo tienen muy claro. Sin embargo, a la hora de hablar de Israel se muestran reservados, prudentes, recelosos. Nadie sabe aquí exactamente a cuánto va a ascender la factura que los judíos pasarán al Líbano por liquidar la guerra y la idea de convertirse en un estado satélite del hebreo, aunque nadie la formula en voz alta, pasa a menudo por la mente de los libaneses, dando a sus rostros tintes extremadamente sombríos.

Ahora bien, para rostros sombríos, hay que ver los de los musulmanes, tanto de un lado como de otro. La idea de que precisamente el ala más derechista de las fuerzas políticas libanesas, las milicias cristiano-conservadoras, emerjan de la guerra civil como vencedoras, no les permite hacerse muchas ilusiones sobre el futuro. A pesar de las promesas de reconciliación nacional e igualdad de oportunidades en la participación política del futuro, los musulmanes, al fin y al cabo perdedores en el conflicto, hayan o no combatido, saben que se encuentran en inferioridad de condiciones y que quien manejará en el futuro el cuchillo para cortar el pastel serán los cristianos, principal fuerza militar existente en el país, con 15.000 hombres altamente preparados, que fácilmente, mediante movilización general, pueden ascender a 40.000.

Las fuerzas libanesas, las milicias cristianas unificadas, no han participado en esta última fase de la guerra que Israel lleva a cabo contra los palestinos. Tras haberse batido sucesivamente contra los palestino-izquierdistas y contra los sirios, peleando duramente por un Líbano independiente, unificado y libre de la presencia extranjera, los jóvenes combatientes cristianos se mantienen ahora a la expectativa, conscientes de que la hora de la victoria ha llegado. Muchos de ellos se integrarán en el nuevo ejército del Líbano. Otros serán desmovilizados y se reintegrarán a la vida civil. Son jóvenes de veintitantos años que se han hecho adultos a lo largo de siete años de guerra civil, abandonando sus estudios y que no saben hacer otra cosa que pelear. Y uno de los problemas que más preocupa a las nuevas autoridades libanesas es la difícil readaptación a la vida civil de esta “generación del Kalashnikov”.

Reportaje en pdf con fotos del autor:

http://www.icorso.com/hemeroteca/PUEBLO/PDF/LA%20BATALLA%20DE%20BEIRUT.pdf



17 junio 1982

Clima de tensión nacional

Pueblo, 17 de junio de 1982

¿Qué va a pasar ahora? Esa es la pregunta que se formula una Argentina a la que el discurso pronunciado por el Presidente Galtieri ha llegado tarde, mal y, además, no ha convencido. Cuando se esperaban las explicaciones sobre los porqués de una derrota; cuando los padres, hermanos, esposas e hijos de los soldados argentinos en las Malvinas aguardaba que alguien les dijera exactamente cuál es la situación de sus seres queridos; cuando lo que todos quería saber era si —como Londres asegura— en las Malvinas hay 15.000 prisioneros. Mientras aquí ni siquiera se ha pronunciado oficialmente las palabras “derrota” y “rendición”, el primer mandatario de la nación se limitó a dirigir al país una serie de promesas que, si hace unos días habrían sido bien recibidas, ayer sonaban demasiado a propósito para calmar los ánimos excitados por el desastre malvinense. 

“Teniendo en cuenta la opinión de los distintos sectores del quehacer nacional, revisaremos y corregiremos todo lo que sea necesario en política interna y externa —dijo Galtieri—, rescataremos la República, reconstruiremos las instituciones, restableceremos la democracia”. Todo este atractivo programa político que surge inesperadamente tras la derrota, en lugar de haber surgido mientras tenían lugar el sacrificio y la batalla, vino acompañado por la conminación a Gran Bretaña —conminación insólita en estos momentos— para que “resuelva su actitud frente al conflicto”, indicando que Londres tiene ahora dos posibilidades: aceptar que la situación de las islas no sea ya la misma que hasta el día 2 de abril y negociar o restaurar el régimen colonial, con lo que no habrá seguridad ni paz definitiva, y recaerá sobre ella la responsabilidad por profundizar el conflicto”. 

Sobre las vicisitudes del desastre, cuando todos esperaban una explicación realista y técnica, en el sentido más o menos de aquel histórico y sincero “tenemos que aceptar lo inaceptable”, Galtieri ofreció un discurso retórico, aludiendo una vez más a la “abrumadora superioridad de una potencia apoyada por la tecnología militar de los Estados Unidos, sorprendentemente enemigos de la Argentina y su pueblo”, terminando al señalar que “la dignidad y el porvenir son nuestros, y ello nos dará la paz y la victoria”, lo que suena hermoso, pero no compromete a nada. 

Mientras estas palabras eran difundidas por los altavoces de la plaza de Mayo, todavía humeaban en ella las carcasas incendiadas de unos autobuses y el olor a gas lacrimógeno no se había disipado todavía. En efecto, tras una llamada oficial, y un tanto ingenua al “pueblo” argentino a concentrarse en la plaza de Mayo para escuchar el discurso del Presidente, los congregados manifestaron pública y sonoramente su disconformidad con la gestión gubernamental. Una dura represión policial y la actividad de grupos armados con cócteles molotov desembocaron en violentísimos enfrentamientos, que convirtieron el centro de Buenos Aires en el escenario de una batalla campal: balas de goma, barricadas, autobuses incendiados, granadas lacrimógenas, detenidos y heridos entre fuerzas del orden y manifestantes, incluyendo el apaleamiento, tanto por manifestantes como por policías, de periodistas nacionales y extranjeros, a los que también, por lo visto se les atribuyen responsabilidades por lo ocurrido en las Malvinas. 

Mientras tanto, el ministro de Asuntos Exteriores, canciller Costa Méndez, a quien las gestiones de paz en las Naciones Unidades dieron, desde hace un mes, una altísima popularidad de cara a la opinión pública argentina, proponía al Presidente Galtieri la dimisión de todo el Gobierno tras los acontecimientos del Atlántico sur, y es posible que, a pesar de iniciales desmentidos, las próximas horas o los próximos días traigan alguna novedad en este sentido. 

En el resto, mientras crecen serios rumores respecto a la existencia de graves divergencias entre el Ejército de Tierra, por una parte, y la Marina y la Aviación, por otra, Buenos Aires seguía viviendo ayer un clima extraordinariamente tengo y enrarecido, mezcla de temor y de amargura por el presente y por el futuro. En resumen, la Junta Militar argentina y el Gobierno de la nación no parecen estar en su momento de máxima popularidad. Y el país, exasperado por una derrota que ni digiere ni entiende, tiene la sangre caliente. 

http://www.icorso.com/hemeroteca/PUEBLO/PDF/CLIMA%20DE%20TENSION%20NACIONAL.pdf

16 junio 1982

Galtieri oculta la derrota

Pueblo, 16 de junio de 1982

La derrota de las Malvinas no ha despertado precisamente la locuacidad de los altos jerarcas militares argentinos. Ayer, en Buenos Aires, mientras los padres de los combatientes que se manifestaban en la plaza de Mayo eran dispersados con gases lacrimógenos, el protagonista era el silencio oficial. El último parte militar había sido emitido a las 4:30 de la madrugada, confirmando la rendición entre el comandante de las fuerzas británicas y el de las argentinas, y la redacción de un acta “en la que se establecen las condiciones de cese el fuego y retiro de tropas”. Nada más. Sin embargo, a esas horas ya todo el mundo sabía en Buenos Aires que se vivía la derrota total, sin paliativos, y que reporteros británicos ya transmitían a Londres crónicas desde el interior de una ciudad que vuelve a llamarse Port Stanley. Y mientras los miembros de la Junta Militar seguían reunidos a puerta cerrada en el más total hermetismo, todo el angustiado país estaba pendiente de la radio y la televisión, esperando que alguien diese la cara para explicar lo que ocurrió realmente allá abajo. 

“Dimos nuestros hijos, y nos los mataron. Los jefes nos traicionaron”... Unas seiscientas personas se congregaron con ese “slogan” a media mañana de ayer, ante la Casa Rosada, protestando por una derrota que, vista desde aquí y a la luz de las manifestaciones oficiales de los últimos días, aparece inexplicable. Pero lo cierto es que, como esos padres dispersados ayer de forma contundente en la plaza de Mayo, la opinión pública argentina ha comenzado a plantearse graves preguntas sobre las responsabilidades que a cada cual incumben en este triste desenlace. Y aunque se insiste una y otra vez en la “cohesión” reinante en el seno de las fuerzas armadas, lo cierto es que en sectores militares se comentaba ayer el “excesivo optimismo” con que el Alto Mando encaró la presencia británica en la isla Soledad tras el desembarco en la cabeza de puente de San Carlos, y se señala que el despliegue y la acumulación de medios militares británicos para la ofensiva final “ha constituido una sorpresa”, pues no se esperaba “que habían logrado meter allí todo aquello”. Y a tal respecto se añade que sólo hace tres días, en una reunión con altas jerarquías militares, éstas mostraron su plena seguridad de que Puerto Argentino podría resistir “por tiempo indefinido” frente a los ataques británicos. 

Pero no se trata sólo de eso. Otro de los “puntos oscuros” de esta historia radica, según los analistas, en la táctica defensiva terrestre adoptada desde el primer momento, encerrándose el grueso de los efectivos argentinos en la ratonera de la capital del archipiélago y abandonando prácticamente el resto de la isla a los ingleses, lo que ha posibilitado los movimientos de aquéllos y el transporte de su material hasta la zona del asalto final. A esta táctica tímida y estática, de trinchera, se añade el hecho de que en ningún momento se ha recurrido a otros efectivos situados fuera del archipiélago para intentar organizar contraataques o movimientos que permitiesen aliviar la presión sobre Puerto Argentino, o dislocar los movimientos logísticos británicos. Desde el primer momento, ésa es la impresión, la guarnición de Puerto Argentino abandonó a su suerte a los defensores de Goose Green, tras la ofensiva inglesa desde la cabeza de playa de San Carlos y, a su vez, más tarde, la propia guarnición de Puerto Argentino fue abandonada por el resto de los efectivos militares propios que, a excepción de la aviación, no llevaron a cabo intento alguno por cambiar el curso de los acontecimientos. 

La conclusión parece evidente: igual que Gran Bretaña infravaloró inicialmente la potencia y la profesionalidad de la aviación argentina, lo que se tradujo en muchos y serios descalabros para la flota inglesa, en la batalla de isla Soledad fueron los argentinos quienes subestimaron la capacidad logística y la potencia de fuego, así como la avanzada tecnología bélica británica. 

http://www.icorso.com/hemeroteca/PUEBLO/PDF/GALTIERI%20OCULTA%20LA%20DERROTA.pdf

15 junio 1982

Llora Argentina

Pueblo, 15 de junio de 1982

Ayer los argentinos lloraron en la calle. Los vi hacerlo mientras formaban corro en torno a los receptores de radio, puestos a todo volumen, que emitían los últimos comunicados sobre las horas finales de la lucha en Puerto Argentino. Ayer, en las avenidas porteñas, barridas por un frío viento invernal, vi derramar lágrimas a hombres ceñudos y silenciosos, a ancianos con escarapelas argentinas en la solapa, a mujeres de ojos enrojecidos... Vi lágrimas de rabia, de impotencia y de amargura. Argentina entera lloraba por los soldaditos de dieciocho años que allá abajo, en las tierras australes, libraban una feroz batalla sin esperanza y que, exhaustos, abrumados por la aplastante superioridad enemiga, pasaban después velando en sus últimas trincheras la que posiblemente sería su postrera noche antes de la capitulación y el cautiverio.

Es triste el rostro de la derrota. El general Menéndez, comandante de las fuerzas argentinas en las Malvinas, el defensor de Puerto Argentino, salió hace sólo unas horas de Buenos Aires en viaje de regreso al teatro de operaciones, de donde llegó anoche para exponer al mando militar de la nación las condiciones impuestas por los británicos para una rendición de la guarnición cercada. Un cese el fuego había entrado en vigor en la zona de combate a las dieciséis horas locales de ayer, a fin de permitir al general Menéndez conferenciar con su oponente, el general Moore, y traer posteriormente a Buenos Aires el resultado del diálogo. Y aunque fuentes militares argentinas seguían insistiendo de madrugada en que no se había firmado todavía capitulación alguna, otras fuentes señalaban que la rendición de Puerto Argentino a los ingleses era ya un hecho, y que la actuación formal tendría lugar, posiblemente, a partir de las diez de la mañana de hoy (quince en España), hora en la que finalizaba el alto el fuego decidido ayer por la tarde.

El ataque había partido de las posiciones británicas a las veintidós y treinta horas de la noche del domingo, con una ofensiva masiva en tres direcciones. El avance inglés, combinado con la actuación de potentes concentraciones de fuego artillero y naval sobre las posiciones argentinas, no tardó en convertirse en lucha generalizada, revistiendo especial crudeza los combates por la posesión de Monte Thumbledown y Wireless Ridge. Las fuerzas defensoras, que en un principio rechazaron los intentos británicos por perforar el perímetro en torno a Puerto Argentino, no tardaron en verse superadas en algunos puntos por la abrumadora superioridad británica, materializada en un armamento avanzado, especialmente adaptado al combate nocturno. Los helicópteros artillados ingleses, dotados de aparatos especiales de detección para combatir en la oscuridad, combinaron su letal actuación con las fuerzas de tierra, provistas de visores para sus armas, con intensificadores de luz y con detección por infrarrojos.

Los argentinos pelearon en la noche contra un enemigo al que no veían, pero que sí los veía a ellos. A las 8.30 de la mañana de ayer, los ingleses lograron poner pie en Monte Thumbledown y en Wireless Ridge, y los contraataques argentinos, encaminados a recuperar esos lugares, se estrellaron contra la superior potencia de fuego enemiga. Toda la península de Fresinet, en la que está enclavado Puerto Argentino, ardía de punta a punta. Desde las alturas de Harriet y Enriqueta, la artillería de grueso calibre castigaba ya con disparos en directo la ciudad, combinando su fuego con el concentrado de artillería y misiles procedentes de la flota, situada a pocas millas de la costa. El centro principal del ataque terrestre se dirigió al norte de Puerto Argentino, lugar que había estado hasta entonces terriblemente castigado por bombardeos de ablandamiento británicos.

En sus trincheras cubiertas de fango helado, acosados por incesante bombardeo y abrumados por la superioridad numérica, material y tecnológica del enemigo, los soldados argentinos, reclutas de dieciocho años, vieron surgir ante ellos a paracaidistas, comandos de Marina y "gurjas". Fieles a las órdenes recibidas, se batieron con denuedo hasta que rodeados, aplastados por la máquina profesional británica, tuvieron que rendirse o replegarse hacia la línea defensiva en torno a la ciudad, cada vez más reducida, cada vez más castigada. En su puesto de mando, el general Menéndez recibía uno tras otro desoladores informes de los diferentes sectores de la zona de combate. La consigna era resistir, resistir hasta el final, resistir mientras se pudiera, para dar una lección a los británicos, para enseñar al mundo cómo saben pelear los argentinos.

Las bajas estaban siendo atroces por ambas partes. Los heridos argentinos se retiraban hacia el interior del dispositivo, algunos por sus propios medios, otros llevados por camaradas heridos de menos gravedad. En los sótanos del hospital de campaña, las víctimas afluían sin cesar. Aterrada en sus refugios dentro de la zona neutral de Puerto Argentino, la población civil malviniense se encogía al escuchar el bramido de las bombas, el silbido de la metralla que reventaba en el exterior, desgarrando edificios, máquinas y hombres.

Hacia el mediodía, los ingleses estaban ya a menos de cuatro kilómetros de la ciudad, empujando a los defensores hacia el mar, desde el que seguían cañoneando los barcos británicos. El resto del dispositivo de defensa argentino ya no era sino una serie de posiciones que iban quedando aisladas y en las que oficiales y soldados se disponían a vender cara su piel sin la menor esperanza. Frente al puesto de mando, la bandera argentina, desgarrada por el helado viento austral y por la metralla, seguía flameando en el mástil. El general Menéndez, tras repasar los últimos informes sobre la situación, miró el reloj. Quince horas de combate. A pocos centenares de metros, los soldados ingleses llegaban junto a las primeras casas de Puerto Argentino. Jóvenes soldados con las ropas empapadas, negros de humo de pólvora, sucios y desgreñados, mostrando en sus rostros las huellas de la fatiga, el miedo, la rabia o la resignada impotencia, arrojaban las armas y levantaban los brazos. En otros lugares, aferrados a sus fusiles, con el casco de acero hasta las cejas y los dientes apretados, los soldaditos de Argentina devolvían a los atacantes, a los que ya eran vencedores, el fuego por el fuego, resistiendo hasta el último cartucho y empuñando después con desesperación la bayoneta, sucumbiendo bajo la mortal eficacia de los fusileros de choque "gurjas".

En su puesto de mando, el general Menéndez hizo un gesto de desaliento y miró con amargura el mapa clavado en la pared, en el que los trazos azules del dispositivo de defensa se veían perforados por implacables flechas rojas. Al otro lado del hilo telefónico, Menéndez tenía al general Moore, comandante de las tropas enemigas, que le ofrecía entablar conversaciones para una rendición. El jefe supremo de las fuerzas argentinas en las Malvinas echó un último vistazo al mapa de la pared, al escenario de su derrota, a los soldados bajo su mando, que se habían batido hasta el límite de lo humanamente exigible; ya resultaba imposible e injusto seguirles exigiendo aún más, seguirles pidiendo que continuasen muriendo por una batalla perdida, por una ciudad a punto de caer. "Ya es suficiente", dijo el general en voz alta, como si sus soldados desperdigados por ahí pudieran oírlo. Y envió un radiograma a Buenos Aires pidiendo instrucciones.

A las 16.00 horas (21.00 en España) los hombres de las trincheras, atacantes y defensores, bajaron sus armas y se volvieron a mirar los rostros de sus camaradas, sorprendidos, mientras sobre la ciudad envuelta en densas nubes de humo negro caía el silencio. Las armas habían callado en Puerto Argentino.

http://www.icorso.com/hemeroteca/PUEBLO/PDF/LLORA%20ARGENTINA.pdf

14 junio 1982

Argentina se batió a la desesperada

Pueblo, 14 de junio de 1982

Desde cerro Dos Hermanas y monte Harriet, conquistados el pasado fin de semana, tras treinta y seis horas de lucha, la artillería británica hace ya fuego directo sobre Puerto Argentino. Replegados hasta las afueras de la ciudad, vendiendo caro cada metro de terreno cedido, de cinco a siete mil soldados argentinos seguían batiéndose ayer con denuedo en un desesperado intento por detener la penetración británica en sus posiciones, tras el ataque masivo que las tercera y quinta brigadas inglesas reanudaron en tres direcciones durante la noche. Según fuentes militares argentinas, en el momento de transmitir esta crónica la lucha ya se había generalizado a lo largo de toda la línea del frente, y los efectivos argentinos se mantenían, "hasta el momento", en sus posiciones, batiéndose a la desesperada.

"Hemos rechazado cuatro asaltos en diez horas de combate... Seguimos resistiendo, pero ignoramos cuánto podremos aguantar más. Viva la patria." Este comunicado, textual, fue uno de los últimos recibidos ayer de una de las posiciones avanzadas argentinas en las proximidades de monte Sapper, promontorio todavía en poder de las tropas argentinas a la hora de esta transmisión, que según los indicios era uno de los objetivos próximos del ataque británico. Todos los radiogramas militares de los jefes de unidades en el perímetro defensivo de Puerto Argentino hablaban de intenso fuego enemigo y solicitaban evacuación para sus heridos, reafirmando al mismo tiempo su voluntad de resistir hasta el límite. Por parte británica, señalan los informes que citan las comunicaciones de radio británicas captadas en el continente, las pérdidas humanas estaban siendo también muy altas ayer, y un anónimo oficial informaba de la dificultad en desalojar a los argentinos de determinada posición no identificada: "Les tiramos con todo lo que tenemos, aguantan el chaparrón de fuego y después, cuando avanzamos de nuevo, nos reciben con intenso fuego. Progresamos, pero necesito helicópteros."

Mientras me encuentro efectuando esta transmisión, llegan hasta mí las últimas noticias del frente. Una fuente militar de toda solvencia me asegura que las avanzadas británicas se encuentran ya a sólo cuatro kilómetros de la ciudad, y que la enconada resistencia que les oponen los efectivos argentinos no basta para evitar que, una tras otra, las posiciones vayan siendo desbordadas. Algunas, se me indica, totalmente cercadas, se mantienen desesperadamente, batiéndose todavía bajo el alud de fuego británico.

http://www.icorso.com/hemeroteca/PUEBLO/PDF/ARGENTINA%20SE%20BATIO%20A%20LA%20DESESPERADA.pdf

13 junio 1982

Todos los efectivos, en combate

Pueblo, 13 de junio de 1982

Buenos Aires. De nuestro enviado especial, Arturo Pérez-Reverte 

Se combate en las afueras de la capital de las Malvinas. Los soldados argentinos, en una furiosa serie de ataques y contraataques, al precio de centenares de bajas propias y enemigas, lograron ayer frenar momentáneamente la peligrosa penetración de las tropas británicas en el interior de su perímetro de defensa. 

Fuentes militares bonaerenses hablan de la batalla de este fin de semana como la más sangrienta de todas las libradas hasta ahora en tierra desde que se inició el conflicto, con feroces ataques cuerpo a cuerpo, a la bayoneta peleando trinchera por trinchera y con masiva intervención de fuego de mortero y artillería de grueso calibre. 

La tragedia se desencadenó a las 2,50 horas de la madrugada del sábado pasado, tras un intenso bombardeo naval que produjo bajas militares y civiles en Puerto Argentino. Coincidiendo con el cumpleaños de la reina de Inglaterra, las tropas británicas se lanzaron al asalto nocturno de las posiciones más avanzadas enemigas. Soldados ingleses avanzaron por la línea que se alarga hacia la capital malvinense, cayendo inesperadamente sobre las defensas exteriores argentinas en monte Dos Hermanas, monte Harriet y cerro Enriqueta. Comandos paracaidistas y “gurjas” desbordaron las posiciones, llegando algunas de las avanzadas hasta penetrar cuatro kilómetros dentro de la línea defensiva argentina. 

La aviación argentina hizo acto de presencia con las primeras luces del alba, en ataques contra las unidades navales inglesas que continuaban castigando la capital malvinense con denso fuego de artillería y misiles. Como resultado de esas acciones, informa un comunicado oficial de Buenos Aires, una fragata británica no identificada fue seriamente alcanzada, “quedando fuera de combate y siendo abandonada por su tripulación”.

Mientras tanto, los efectivos de Infantería británicos proseguían su avance, respaldados por el empleo masivo de una alta potencia de fuego concentrado sobre los puntos de defensa enemigos. Los argentinos se replegaron, abandonando monte Dos Hermanas y monte Harriet, reagrupándose en la ladera este de esta colina y lanzando desde allí un contraataque desesperado que, según los informes de radio de los Cercados, logró frenar allí el avance inglés. Sin embargo, en otros puntos los británicos continuaban la progresión de los “gurjas” en cabeza efectuando misiones de limpieza de las posiciones argentinas. A la concentración de fuego inglés se unió la aparición de aviones Harrier en misiones de ataque a tierra, de los que, según fuentes de la defensa aérea argentina, uno fue derribado y otro se alejó averiado. 

A mediodía del sábado, el fuego de artillería, las bombas de aviación y el estrépito de las armas de Infantería se escuchaban nítidamente en Puerto Argentino, pues los británicos habían logrado poner pie en cerro Enriqueta, a unos ocho kilómetros de la ciudad. 

Según fuentes militares argentinas, tras diecisiete horas de despiadados combates, “con altísimas bajas por ambas partes”, las tropas defensoras lograron estabilizar nuevamente las líneas de frente, quedando los ingleses en posición de Dos Hermanas, Harriet y Enriqueta, con avanzadas a una distancia de ocho a cinco kilómetros de Puerto Argentino. 

Las últimas horas de la visita de Juan Pablo II a la Argentina estuvieron, como el resto de su viaje, profundamente marcadas por la guerra. Mientras en el sur austral se desataba el más dramático episodio de esta guerra, en Buenos Aires, en torno a la figura del Pontífice, se vio la mayor multitud jamás concentrada, con la que, por cierto, el Papa tiene una especial relación, ya que su mediación evitó una guerra con Chile a causa del canal de Beagle, cuando las armas estaban a punto de sonar, y aquí se unía al Vicario de Cristo en su angustiada rogativa por la paz. No fue este viaje del Papa a Argentina una etapa de alegría desbordante, como lo ha sido en otros continentes, sino la dramática presencia del rebaño, sin esperanza de aportar solución alguna, sino tan sólo con el deseo de acompañar, en silencio y en oración, a un pueblo que vive un conflicto armado. Un pueblo que habló de derechos humanos y reparación social y política en recientes momentos decisivos para el país. Y el extraordinario poder de convocatoria, el amplio eco que su visita ha tenido en la Argentina, ha puesto una vez más de manifiesto que, especialmente en este difícil momento histórico, el Papa Juan Pablo II es para los argentinos la más alta autoridad de la tierra. 

http://www.icorso.com/hemeroteca/PUEBLO/PDF/TODOS%20LOS%20EFECTIVOS%20EN%20COMBATE.pdf

12 junio 1982

El Papa condena con energía la guerra

Pueblo, 12 de junio de 1982

Buenos Aires (De nuestro enviado especial, Arturo Pérez-Reverte) 

"Mi paz os doy..." 

Bajo el viento y la lluvia, Juan Pablo II besó ayer tierra argentina, a las nueve de la mañana, en el aeropuerto de Ezeiza, en su tercer viaje a Iberoamérica. La fuerte tormenta que azotó Buenos Aires estuvo a punto de causar problemas en el aterrizaje, pero finalmente el DC-10 de Alitalia que le transportaba desde Roma pudo posarse sin novedad en la pista del aeropuerto porteño. allí, con la cabeza descubierta, flanqueado por el presidente Galtieri, el Papa pronunció sus primeras palabras en Argentina, utilizando un castellano de recias resonancias polacas. Y sus palabras fueron de amor, paz, reconciliación y esperanza. 

"He querido venir para expresaros mis sentimientos...". Juan Pablo II explicó en primer lugar que su reciente y anterior visita a Gran Bretaña, de la que ésta es continuación, "fue una incesante plegaria por la paz, en la que mi pensamiento y afecto estuvieron constantemente con vosotros". Añadió el Pontífice que su presencia en Argentina "quiere ser una prueba de ese amor en un momento histórico tan doloroso". El Papa, que se manifestó "plena y consecuentemente gozoso de la catolicidad de esta nación", procuró subrayar que su viaje es exclusivamente pastoral, "lejos de toda intencionalidad política". 

Se refirió el Papa al conflicto de las Malvinas sin mencionarlo de forma directa, sin pronunciar su nombre, a diferencia del Líbano y a la guerra irano-iraquí, a las que mencionó directamente, al expresar la necesidad de lograr el restablecimiento "de una paz justa y duradera". Sus palabras fueron una condena a la guerra, una condena desusadamente dura, que contrastó con la habitual moderación de sus términos, denunciando "ese espectáculo triste de pérdida de vidas humanas en los pueblos que sufren la guerra. Porque no estamos ante aterradores espectáculos como los de Hiroshima y Nagasaki, pero cada vez que extinguimos la vida del hombre emprendemos el camino que nos lleva a esas situaciones". Y, matiz importante, añadió que "sólo la negociación puede evitar este doloroso y siempre injusto espectáculo de la guerra. 

Sobre las 10,45 de la mañana (17,45 en Madrid) la comitiva papal llegó a la plaza de Mayo, pasando ante un cartel enorme con las palabras: "Por la victoria de la paz". Ante un público denso, recogido y respetuosamente atento y silencioso, asistió después el Pontífice a un oficio religioso en la catedral metropolitana, orando por la paz y la comprensión entre los pueblos. Se dirigió más tarde el Papa, a bordo de su "papamóvil", hacia la Casa Rosada, en la que mantuvo una conversación de media hora con el presidente Galtieri y los otros dos miembros de la Junta Militar, almirante Anaya y brigadier Lami Dozo. Más tarde, pasado el mediodía, Juan Pablo II se desplazó a la Nunciatura, en donde almorzó pescado, tallarines y fruta. El Papa se dirigió por la tarde a cumplir con la más importante etapa de su visita: la misa en la basílica de Nuestra Señora de Luján, Patrona de Argentina. 

Para la jornada de hoy el programa de la visita papal incluye un recorrido desde la Nunciatura a la Curia metropolitana, donde Juan Pablo II mantendrá una reunión con los obispos y los presidentes de las conferencias episcopales latinoamericanas. Finalizada la reunión, siempre en su "papamóvil", el Pontífice celebrará una misa en el parque Tres de Febrero, con asistencia de los miembros de la Junta Militar. 

http://www.icorso.com/hemeroteca/PUEBLO/PDF/EL%20PAPA%20CONDENA%20CON%20ENERGIA%20LA%20GUERRA.pdf