15 junio 1982

Llora Argentina

Pueblo, 15 de junio de 1982

Ayer los argentinos lloraron en la calle. Los vi hacerlo mientras formaban corro en torno a los receptores de radio, puestos a todo volumen, que emitían los últimos comunicados sobre las horas finales de la lucha en Puerto Argentino. Ayer, en las avenidas porteñas, barridas por un frío viento invernal, vi derramar lágrimas a hombres ceñudos y silenciosos, a ancianos con escarapelas argentinas en la solapa, a mujeres de ojos enrojecidos... Vi lágrimas de rabia, de impotencia y de amargura. Argentina entera lloraba por los soldaditos de dieciocho años que allá abajo, en las tierras australes, libraban una feroz batalla sin esperanza y que, exhaustos, abrumados por la aplastante superioridad enemiga, pasaban después velando en sus últimas trincheras la que posiblemente sería su postrera noche antes de la capitulación y el cautiverio.

Es triste el rostro de la derrota. El general Menéndez, comandante de las fuerzas argentinas en las Malvinas, el defensor de Puerto Argentino, salió hace sólo unas horas de Buenos Aires en viaje de regreso al teatro de operaciones, de donde llegó anoche para exponer al mando militar de la nación las condiciones impuestas por los británicos para una rendición de la guarnición cercada. Un cese el fuego había entrado en vigor en la zona de combate a las dieciséis horas locales de ayer, a fin de permitir al general Menéndez conferenciar con su oponente, el general Moore, y traer posteriormente a Buenos Aires el resultado del diálogo. Y aunque fuentes militares argentinas seguían insistiendo de madrugada en que no se había firmado todavía capitulación alguna, otras fuentes señalaban que la rendición de Puerto Argentino a los ingleses era ya un hecho, y que la actuación formal tendría lugar, posiblemente, a partir de las diez de la mañana de hoy (quince en España), hora en la que finalizaba el alto el fuego decidido ayer por la tarde.

El ataque había partido de las posiciones británicas a las veintidós y treinta horas de la noche del domingo, con una ofensiva masiva en tres direcciones. El avance inglés, combinado con la actuación de potentes concentraciones de fuego artillero y naval sobre las posiciones argentinas, no tardó en convertirse en lucha generalizada, revistiendo especial crudeza los combates por la posesión de Monte Thumbledown y Wireless Ridge. Las fuerzas defensoras, que en un principio rechazaron los intentos británicos por perforar el perímetro en torno a Puerto Argentino, no tardaron en verse superadas en algunos puntos por la abrumadora superioridad británica, materializada en un armamento avanzado, especialmente adaptado al combate nocturno. Los helicópteros artillados ingleses, dotados de aparatos especiales de detección para combatir en la oscuridad, combinaron su letal actuación con las fuerzas de tierra, provistas de visores para sus armas, con intensificadores de luz y con detección por infrarrojos.

Los argentinos pelearon en la noche contra un enemigo al que no veían, pero que sí los veía a ellos. A las 8.30 de la mañana de ayer, los ingleses lograron poner pie en Monte Thumbledown y en Wireless Ridge, y los contraataques argentinos, encaminados a recuperar esos lugares, se estrellaron contra la superior potencia de fuego enemiga. Toda la península de Fresinet, en la que está enclavado Puerto Argentino, ardía de punta a punta. Desde las alturas de Harriet y Enriqueta, la artillería de grueso calibre castigaba ya con disparos en directo la ciudad, combinando su fuego con el concentrado de artillería y misiles procedentes de la flota, situada a pocas millas de la costa. El centro principal del ataque terrestre se dirigió al norte de Puerto Argentino, lugar que había estado hasta entonces terriblemente castigado por bombardeos de ablandamiento británicos.

En sus trincheras cubiertas de fango helado, acosados por incesante bombardeo y abrumados por la superioridad numérica, material y tecnológica del enemigo, los soldados argentinos, reclutas de dieciocho años, vieron surgir ante ellos a paracaidistas, comandos de Marina y "gurjas". Fieles a las órdenes recibidas, se batieron con denuedo hasta que rodeados, aplastados por la máquina profesional británica, tuvieron que rendirse o replegarse hacia la línea defensiva en torno a la ciudad, cada vez más reducida, cada vez más castigada. En su puesto de mando, el general Menéndez recibía uno tras otro desoladores informes de los diferentes sectores de la zona de combate. La consigna era resistir, resistir hasta el final, resistir mientras se pudiera, para dar una lección a los británicos, para enseñar al mundo cómo saben pelear los argentinos.

Las bajas estaban siendo atroces por ambas partes. Los heridos argentinos se retiraban hacia el interior del dispositivo, algunos por sus propios medios, otros llevados por camaradas heridos de menos gravedad. En los sótanos del hospital de campaña, las víctimas afluían sin cesar. Aterrada en sus refugios dentro de la zona neutral de Puerto Argentino, la población civil malviniense se encogía al escuchar el bramido de las bombas, el silbido de la metralla que reventaba en el exterior, desgarrando edificios, máquinas y hombres.

Hacia el mediodía, los ingleses estaban ya a menos de cuatro kilómetros de la ciudad, empujando a los defensores hacia el mar, desde el que seguían cañoneando los barcos británicos. El resto del dispositivo de defensa argentino ya no era sino una serie de posiciones que iban quedando aisladas y en las que oficiales y soldados se disponían a vender cara su piel sin la menor esperanza. Frente al puesto de mando, la bandera argentina, desgarrada por el helado viento austral y por la metralla, seguía flameando en el mástil. El general Menéndez, tras repasar los últimos informes sobre la situación, miró el reloj. Quince horas de combate. A pocos centenares de metros, los soldados ingleses llegaban junto a las primeras casas de Puerto Argentino. Jóvenes soldados con las ropas empapadas, negros de humo de pólvora, sucios y desgreñados, mostrando en sus rostros las huellas de la fatiga, el miedo, la rabia o la resignada impotencia, arrojaban las armas y levantaban los brazos. En otros lugares, aferrados a sus fusiles, con el casco de acero hasta las cejas y los dientes apretados, los soldaditos de Argentina devolvían a los atacantes, a los que ya eran vencedores, el fuego por el fuego, resistiendo hasta el último cartucho y empuñando después con desesperación la bayoneta, sucumbiendo bajo la mortal eficacia de los fusileros de choque "gurjas".

En su puesto de mando, el general Menéndez hizo un gesto de desaliento y miró con amargura el mapa clavado en la pared, en el que los trazos azules del dispositivo de defensa se veían perforados por implacables flechas rojas. Al otro lado del hilo telefónico, Menéndez tenía al general Moore, comandante de las tropas enemigas, que le ofrecía entablar conversaciones para una rendición. El jefe supremo de las fuerzas argentinas en las Malvinas echó un último vistazo al mapa de la pared, al escenario de su derrota, a los soldados bajo su mando, que se habían batido hasta el límite de lo humanamente exigible; ya resultaba imposible e injusto seguirles exigiendo aún más, seguirles pidiendo que continuasen muriendo por una batalla perdida, por una ciudad a punto de caer. "Ya es suficiente", dijo el general en voz alta, como si sus soldados desperdigados por ahí pudieran oírlo. Y envió un radiograma a Buenos Aires pidiendo instrucciones.

A las 16.00 horas (21.00 en España) los hombres de las trincheras, atacantes y defensores, bajaron sus armas y se volvieron a mirar los rostros de sus camaradas, sorprendidos, mientras sobre la ciudad envuelta en densas nubes de humo negro caía el silencio. Las armas habían callado en Puerto Argentino.

http://www.icorso.com/hemeroteca/PUEBLO/PDF/LLORA%20ARGENTINA.pdf

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