Entrevista de Ana Abelenda Vázquez - lavozdegalicia.es - 04/11/2022
«Soy un tipo que juega», dirá Arturo Pérez-Reverte (Cartagena, 1951) en los minutos (o líneas) finales de esta conversación en A Coruña, que le ha acogido «muy bien, como siempre», con un frío discreto que en las horas centrales de este primer viernes de noviembre se ha ido rindiendo al sol. Fiel a su estilo, con libro, sombrero y gabardina, cuidando (sin hacer de ello gesto explícito) su conexión gallega, el escritor ha vuelto con 'Revolución', tras haber participado en la inauguración de la librería Arenas de la avenida de Oza el otoño anterior a la pandemia. De aquella visita de noviembre del 2019 a la que llegó con 'Sidi', Pérez-Reverte se llevó una gabardina, «una Burberry's clásica con cinturón y dos filas de botones, de las antaño llamadas trincheras» a la que dedicó una columna. Más que a la gabardina, al hombre que se la regaló en esa visita coruñesa, Manuel. «Fue un acto muy cariñoso», que él no olvida. Ese amigo falleció. La gabardina y su historia se conservan. La memoria es, de la mano de Pérez-Reverte, contemporaneidad.
—«Ésta es la historia de un hombre, una revolución y un tesoro». Así comienza 'Revolución', que nos lleva al México de 1911, a los tiempos de Emiliano Zapata y Pancho Villa, pero es fácil encontrar en esta novela conexiones con la actualidad.
—Todas mis novelas tienen que ver con la actualidad. Todas son falsamente históricas. En todas apunto algo que tiene que ver con el ser humano hoy.
—Parece incluso que hay mensajes directos, muy dirigidos.
—Los hay. En todas los ha habido siempre. Yo escribo para un lector del presente. Soy un autor que vive en el presente. Yo no hago recreaciones históricas tipo Walter Scott, para escribir como en el mundo de hace dos siglos o tres. Lo que intento es utilizar ese mundo para comprender mejor el mundo de ahora. Para que, a mí mientras escribo y al lector mientras lee, nos sirva de aprendizaje, de iniciación.
—¿'Revolución' es una ficción histórica, podemos calificarla así?
—Es una ficción histórica. El rigor histórico es extremo; mi obligación profesional como escritor es que todo lo histórico sea rigurosamente histórico. Ahora bien, como novelista que soy, no soy historiador; puedo falsear lo que no es necesariamente histórico, con lo cual introduzco personajes, situaciones, tramas que novelizan los hechos. Frente a un rigor histórico, al que soy escrupulosamente fiel, existe una creatividad narrativa. Digamos que yo no pretendo sustituir los libros de historia.
—He tenido que ir a buscar contexto sobre la revolución mexicana, para saber qué pasó en 1911.
—Mira, has dicho algo interesante: «He tenido que ir a buscar». La revolución mexicana fue la primera revolución del siglo XX. De ella tenemos unas nociones folclóricas: Pancho Villa y tal... Obligar al lector a ir a mirar es algo bueno, hacer que el lector mire qué pasó en esa revolución es interesante. No es mi obligación moral, pero me alegro de que ocurra.
—La curiosidad tiene un papel protagonista en la novela. Es el motor de Martín Garret, ese ingeniero de minas que se ve envuelto casualmente en esta revolución. En lo que conocemos de usted, de su trabajo, también la curiosidad parece el motor.
—Cierto, hay algo de eso... Es un error buscar al autor en la novela, porque una novela es una trama de ficción que uno construye con libertad, usando la realidad o manipulándola. Lo que pasa es que yo quería contar una historia de aprendizaje. La violencia, la muerte, el dolor, el horror, la lealtad, el sexo, la amistad... cómo eso transforma a un joven. Para mí, la revolución mexicana era un buen escenario para la historia. Cuando hablo de esas cosas, yo tengo una ventaja: la experiencia que viví. Esto no es mi biografía, pero es verdad que hay algunos elementos de mi biografía que me permiten hacer que mi protagonista sea más real. Digamos que le traslado parte de mi mirada y de mis recuerdos, transformados en literatura.
—También se puede encontrar algo de usted en la reportera Diana Palmer...
—Sí, de mí o de cualquier persona que haya viajado y vivido. Todos los personajes tienen algo de ti. Hay recuerdos personales míos, claro, pero mi consejo al lector es que no busque al autor, que no busque la vida real en lo que ocurre en la novela. Todo es literatura.
—Es interesante su presentación en Twitter: «No tengo ideología, lo que tengo es biblioteca». Es difícil encajar la vida en un pensamiento, en una forma de pensar. ¿Una cosa es lo que pensamos y otra cosa lo que somos?
—Es una pregunta oportuna, porque me da pie a decirte esto: yo no quería un revolucionario ni un romántico. Yo no quería a alguien que quiere cambiar el mundo. Yo quería un técnico frío que, mirando ese espectáculo de la vida, la crueldad y el horror humano, aprende. Necesitaba un testigo no implicado emocionalmente, implicado únicamente en cuanto a observación. Eso no es un revolucionario, como no lo era yo cuando iba a una guerra. Yo he estado en guerras con muchos bandos, no me sentía parte de uno, yo era un tipo que miraba. Yo aquí quería un tipo que mirase y que, mirando, aprendiese. Necesitaba que no tuviera una implicación moral ni política, porque entonces habría perdido la ecuanimidad necesaria para mi personaje. Quería alguien limpio de ideologías que, en la guerra, en la revolución en este caso, aprendiese cosas sobre la vida y la muerte, sobre los seres humanos. Por eso, aunque lucha hasta el final, él nunca es un revolucionario. Es un revolucionario accidental.
—¿Y usted?
—Yo, una vez en mi vida, una nada más, tuve que combatir. Fue en Eritrea en el año 77. Había que irse de allí, me junté a un grupo y llegamos a la frontera. Pero no combatí en abril del 77 por Eritrea, combatí por sobrevivir. Yo solo era un tipo que quería sobrevivir. Quiero decir que uno puede estar metido en una causa ideológicamente determinada, pero no formar parte de esa causa, sino estar ahí por azar, por accidente, por circunstancias... Es lo que le pasa a Martín Garret. Él descubre que la revolución, quedarse allí, es un máster de vida. Es aprender, comprender las causas del mundo. El tío se queda porque se engancha al espectáculo del ser humano en lo bueno y en lo malo, queda fascinado, se enamora de esos hombres y mujeres que hacen esa revolución, por cómo se comportan, por cómo mueren y cómo viven; su dignidad, su estoicismo, su valor, su coraje, su violencia, su crueldad...
—Escribe en la novela sobre Garret que no es su fe en la causa, sino en quienes pelean por ella.
—Es exactamente eso.
—¿Eso le pasa a usted, como a Garret?
—Sí. Yo fui un chico bien educado. Tuve la suerte de tener una educación buena, una biblioteca, una vida cómoda. Yo fui educado para un mundo determinado, en el cual los policías eran buenos, los sacerdotes eran santos, los matrimonios eran para toda la vida...
—Esas cosas no están mal.
—No reniego, pero cuando salí al mundo, cuando empecé a vivir, me di cuenta de que el mundo no era eso, de que el mundo era mucho más complicado. Toda esa demolición, ver que la guerra no era épica ni heroica, sino sucia y cruel, toda esa demolición del mundo en el que me educaron dio lugar a una curiosidad extrema por el mundo. Entonces, me pasé 20 años mirando. ¿Qué pasa? Ninguna ideología sobrevive a estar con todos los bandos de un conflicto. Yo he estado con todos los bandos de un conflicto. Yo en el Líbano, por ejemplo, estuve con los palestinos, con los cristianos, con los de Hezbolá, con los sirios, con los israelíes... Cuando estás con todos los bandos de un conflicto y ves que todos tienen razones para hacer lo que hacen no es que no tengas ideología... Eso es una "boutade", claro que tienes ideas, pero...
—¿Se puede no tener ideología?
—No, siempre tienes ideas. Eso es una broma tuitera. Se trata de que las ideas que tienes no te cieguen, de ser capaz de entender al otro. Por ejemplo, Guerra Civil: mi familia luchó con la República, pero eso no me impide comprender que en el bando nacional había gente con motivos para estar ahí también. Teniendo tu ideología, tus ideas o tu punto de vista, puedes comprender al otro; de eso es de lo que se trata. Con esa broma tuitera me refiero a eso. La vida que llevé me enseñó a que la línea de «este bando es bueno, este malo» es relativa.
—Seguramente mis ideas son heredadas. Buena parte una herencia, y otra parte el esfuerzo en demoler toda esa herencia.
—Es que la vida es eso, la vida es una demolición de una educación y su sustitución por la propia experiencia, ¡y la combinación de ambas! No pierdes todo lo otro... De ahí salen los seres humanos. ¿Tienes hijos? [Asiento] Te pongo un ejemplo: ver crecer a un crío es fascinante, para lo bueno y para lo malo. Martín Garret lo que está viendo es crecer a gente, y de eso aprende. Uno aprende muchísimo de los hijos.
—En sus declaraciones en 'El hormiguero' sobre los jóvenes, ¿había una crítica encubierta al modelo de los padres helicóptero de hoy?
—No encubierta, una crítica abierta, absolutamente clara, a la hiperprotección. El problema es que somos culpables de eso, los hiperprotegemos tanto... A mí también me pasó. Yo estuve superprotegido cuando era niño, en los 50. Yo crecí en el lado bueno de la sociedad. A los chicos los protegemos tanto tanto que cuando vienen los golpes de la realidad (me refiero a los chicos de la sociedad occidental en la que vivimos) a veces se encuentran un poco desconcertados, porque los golpes vienen de lugares que no se esperaban. Quizá nos falta a los padres prepararlos también para el dolor, el horror, la soledad, el fracaso, la falta de dinero, el desastre económico, la enfermedad, la muerte... Antes moría un abuelo y se le decía al niño: «Anda, dale un beso al abuelo»; ahora los niños no saben que la gente se muere. Yo no critico a la juventud ni mucho menos, pero es verdad que está bien prepararlos para hacer frente a los ratos malos.
—Con Martín Garret ha querido diseñar una mente científica y pragmática, pero también se le ve romanticismo en las escenas eróticas de esta novela.
—La vida tiene aspectos románticos, evidentemente. Románticos por llamarles de alguna manera, afectivos, sentimentales... Yo hablaba de lo que es la ideología de la revolución. Otra cosa es su vida con las mujeres o su visión de la amistad. Enamorarse de una causa es muy fácil, por eso creo que hay que mantenerse un poco fuera de la idea para verla mejor.
—Sin romanticismo el mundo sería horrible, dice Manuel Vilas. ¿Coincide?
—Lo que pasa es que el romanticismo a veces mezclado con otras cosas impide ver. Yo, quizá por carácter o por la vida que llevé, creo que hace falta una cierta frialdad a la hora de analizar. Incluso al analizar cosas que amas o cosas que detestas, o especialmente en esos casos, hay que ser ecuánime. Te pongo un ejemplo: yo detesto a Hitler, pero antes de asesinarlo me sentaría a hablar con él. «Cuénteme, don Adolfo, ¿cómo hizo usted?». Del mal se aprende mucho. «¿Hemos terminado? Pues ahora le voy a pegar un tiro, por cabrón». El negarte a escuchar a los malos es malo, porque te priva de aprendizaje. El ser humano aprende tanto de los buenos como de los malos. En mis novelas ocurre, como en mi vida ocurrió. Pancho Villa mandó asesinar a miles de personas, pero tiene cosas interesantes y positivas... ¿Es malo o es bueno? Las dos cosas, y eso es lo que es la vida.
—¿La moral debe quedar al margen de lo literario?
—Mi objetivo no es moral. Hay novelistas como Saramago, que era amigo mío, que quería hacer el mundo mejor con sus novelas. Es muy legítimo hacer eso, pero yo no lo hago. Yo quiero contar historias. Yo no tengo la obligación de cambiar el mundo con mis novelas. Yo cuento historias, y que el lector saque sus conclusiones.
—Jenofonte está en 'Revolución', como estuvo en su ingreso en la Real Academia Española. ¿Es importante para usted?
—Jenofonte está en mi vida. Yo estudié... fueron, con repeticiones, nueve años de latín y cuatro de griego. Me leí todos los clásicos de jovencito y a algunos los traduje, como a Jenofonte. Eso es una ventaja importante, porque la cultura occidental arranca de ahí. A la hora de ver el mundo he proyectado en el mundo las lecturas que he tenido. Esa formación clásica me ayudó mucho a entender el mundo y a digerirlo mejor. Jenofonte en mi vida es muy importante, claro... Esos soldados luchando en territorio enemigo, sabiendo que si son derrotados van a ser aniquilados y se quieren volver a casa y ver el mar... Yo me he sentido así muchas veces.
—Martín Garret, en un par de momentos de esta novela, se ve desde fuera, ve cómo ha cambiado con alguna de las cosas que presencia y que le ocurren. Hay vivencias que marcan un antes y un después, que lo convierten en otro. ¿También le ha pasado a usted?
—Y a ti. A todos nos pasa, no hace falta a irse a una guerra. La cuestión es que hay gente que se da cuenta y otra que no. Algunos somos conscientes de que el mundo nos cambia, nos va marcando la cara, dejando cicatrices por dentro y por fuera... Es normal. Lo triste es esa persona que es igual que hace 20 años. Entonces, mala señal, no ha cambiado, no ha evolucionado, es una ameba, está ahí quieto...
—Hay quien ve el cambio como una falta de coherencia.
—Uno puede ser fiel a ciertas cosas y al tiempo asumir con naturalidad aquello que cambia. ¿Cómo no vas a cambiar? Del chico de 20 años que era yo y se fue a la guerra con una mochila a los 71 que tengo ahora, ¡claro que he cambiado! Negarlo sería absurdo. Al contrario, me alegro, ¡y lo que yo he aprendido, gracias a hombres y a mujeres que han estado en mi vida! El ser humano progresa por circunstancias, pero cuando el hombre encuentra mujeres importantes en su vida progresa más rápido y mejor, porque la mujer tiene unas cargas de lucidez, instintiva a veces, que hacen que el hombre progrese con más rapidez. Los grandes pasos que da un hombre en la vida muchas veces se dan a través de mujeres. Yo a las mujeres les debo haber visto cosas de mi vida que sin ellas no habría sido capaz de ver.
—¿Se refiere a mujeres en un contexto de guerra?
—Hablo de madres, de primas, de hermanas, de amantes, de esposas, de hijas, de amigas... La mujer tiene una visión del mundo diferente. Si el hombre se acerca a la mujer con humildad profesional, y la mira, la observa, si observas los estragos que la vida le ha causado, los triunfos que ha tenido, las amarguras y las felicidades, y ves cómo ve el mundo, e intentas comprender cómo ha llegado ahí, aprendes un montón. Sobre ti y sobre todo. Una mujer es una escuela de aprendizaje extraordinaria. Yo he tenido la suerte de que eso lo aprendí de joven.
—En la novela refleja cómo se acerca una mujer a un moribundo, de una manera muy distinta a la de un hombre.
—Sí, las reglas son distintas.
—Ha dicho que «un viejo no puede ser contemporáneo». Usted, a sus 71, es muy contemporáneo, ¿no? Está en todos los temas de hoy.
—Hay que saber ser contemporáneo. Yo soy un viejo. Un viejo no se puede comportar como si tuviese 20 años. Un viejo tiene que comportarse, tiene que que ser contemporáneo con arreglo a la edad que tiene y al mundo del que procede. Un viejo no puede renunciar a su biografía para renunciar a un mundo que ya no es el suyo. Mantener la mirada que la vida te ha dejado adaptada al mundo actual no siempre es fácil, requiere un esfuerzo. Un tío de mi edad no puede asumir el mundo actual como si fuese un joven de 20 años. Es grotesco, es ridículo y además no funciona: vas a ser el abuelo que juega a ser joven, y eso no está bien.
—Sobre Javier Marías lo dijo todo en un tuit: «El Nobel se queda sin Javier Marías». La editora Pilar Reyes nos contó que Marías tenía un lugar especial en su casa para las espadas que le regalaba usted...
—Espadas no. Pistolas, ametralladoras... armas de fuego.
—¿Qué brizna de recuerdo personal de Marías puede revelarnos?
—Javier tenía un punto infantil, y ahí nos reuníamos los dos. Porque yo también soy un tipo que juega. Javier y yo jugábamos a películas, a tebeos, a recordar... Tuvimos la misma formación los dos, de libros, de tebeos y de películas. Él quería escribirlo y yo quería vivirlo. Los dos jugábamos a ser niños. Fue para mí un honor y un privilegio haber jugado con Javier Marías a ser niño.
—¿A quién le daría el Nobel?
—Hace mucho que dejó de interesarme el Nobel. Creo que es una operación de tipo cosmético, social, como pueden ser los Premios Príncipe de Asturias. Pero no digo con eso que no haya premios Nobel que lo merezcan...
—Suele desatar la polémica en redes con pocas palabras tocando casi cualquier tema: franquismo, feminismo, educación... ¿Dice siempre lo que piensa?
—No. Si dijera siempre lo que pienso tendríamos polémica todos los días. Me contengo muchísimo. Una de las cosas que he aprendido es a no decir siempre lo que pienso. Lo digo a veces.
—No será por miedo a herir a otros...
—¿Tengo yo cara de tener miedo? Hay cosas que son innecesarias. ¿Y sabes qué pasa? Que cuanto mayor me hago, más pereza me da explicar. El que no entiende que no entienda.
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