10 junio 1982

La chica del fin del mundo

Pueblo, 10 de junio de 1982

En un lugar del teatro de operaciones (Atlántico sur). De nuestro enviado especial, Arturo Pérez-Reverte

—Mi corazón ha elegido entre un país de origen, que hace una guerra colonial en 1982 contra el derecho de todo un pueblo, y un país de adopción, que defiende lo que es suyo, de una forma hermosa y sincera. 

La furgoneta nos lleva por un camino irregular y embarrado, bajo el cielo pesado, cuajado de negros nubarrones. La luz del día se filtra con dificultad y da un monótono color al triste paisaje, desprovisto de árboles: tierra gris, mar gris, y allí al fondo del camino, una "estancia" de edificios bajos y también grises. 

Ella es rubia, con los ojos claros, muy azules, y se ríe como lo hacen los niños, con dos profundos hoyuelos, que le marcan las mejillas. Viste un grueso jersey de lana, un chaquetón militar, unos tejanos y unas botas. Maneja el volante de la Chevrolet con destreza, esquivando los agujeros, en los que el agua helada cruje bajo las ruedas. Las gaviotas levantan el vuelo a veinte metros, sobre la playa, y la columna de soldados que viene en dirección opuesta se convierte en un bosque de manos levantadas, de saludos y de sonrisa bajo los cascos de acero y los pasamontañas. 

—Me llamo Rachel, Rachel Apolinaire, nacida Scoffield. Mi padre era piloto de la Royal Air Force, bombardero durante la guerra, y mi nacionalidad de origen es la británica. Al estar casada con un argentino, tuve la doble nacionalidad. 

—¿Tuvo? ¿Ya no la tiene? 

—No, ya no la tengo. Cuando comenzó el conflicto, renuncié a mi nacionalidad británica. Como le escribí en una carta a Margaret Thatcher, me avergüenza el comportamiento que mi país de origen ha tenido y tiene en el tema de las Malvinas. Y a causa de esa vergüenza, he dejado de sentirme británica. A través de la embajada suiza he devuelto mi pasaporte. 

En una "estancia", junto a un acogedor fuego, un hermoso gato se frota contra sus piernas hasta que Rachel se inclina y lo coge entre sus brazos. "Mi esposo es argentino; mis hijas son argentinas. Ahora yo también soy únicamente argentina...". La propiedad, una de las fincas más importantes del lugar, está ocupada por las tropas. Los soldados se ven por todas partes, desde los que, libres de servicio, pasean junto a los cercados del ganado hasta el silencioso centinela que, envuelto en su poncho impermeable, aguanta estoicamente la lluvia esperando la hora del relevo. 

Todo el mundo adora a Rachel en esta zona. El comandante de la unidad acampada en los terrenos, un militar de poblado bigote y modales rudos, enrojece como un colegial y se mueve como un oso torpe y desmañado cuando ella detiene la furgoneta para cambiar con él unas palabras, preguntándole cuando tendrán tiempo para ir a la "estancia" a tomar el té con ella, su marido y sus hijas. Rachel es dulce y muy bonita. Trabaja en las tareas de la defensa civil, ayuda a mejorar las condiciones de vida de los soldados, da clases de idiomas a los niños de las "estancias" próximas y es la mujer más querida y respetada en las costas del Atlántico Sur. Todos los soldados de dieciocho años y todos los mostachudos oficiales, desde el último recluta hasta el coronel, están encantados con ella. sería imposible no enamorarse perdidamente de esta muchacha sonriente, insólito ángel rubio en un paisaje desolado y agreste, oscurecido por el invierno austral y por la guerra. 

En la playa, el agua se agita suavemente a sus pies, mientras las gaviotas caminan a su alrededor. La bruma y el aire húmedo le pegan al rostro el largo y claro cabello. 

—¿Sabe una cosa, señor periodista? Bernard Shaw escribió una vez algo que define perfectamente a mis antiguos compatriotas, los británicos. Nunca encontrará un inglés equivocado. El británico lo hace todo por principios, decía Shaw: “Lucha por principios patrióticos, roba por principios comerciales y esclaviza por principios imperiales”. Para mí, ¿sabe usted? Esto está muy claro. Mi corazón ha elegido ya entre un país de origen, que hace una guerra colonial en 1982 contra el derecho de todo un pueblo, y un país de adopción, que defiende lo que es suyo, y lo defiende de una forma hermosa y sincera. Es curioso que a mí, una mujer de educación absolutamente británica, hija de un héroe de guerra británico, Margaret Thatcher y sus sueños imperiales me hayan convertido en rotundamente argentina. 

El centinela —capote, bufanda, casco y manoplas— hace un gesto de saludo. 

—Adiós, señora. 

—Adiós, soldado. 

Ella se vuelve al cabo de un rato a mirar hacia atrás, sobre la arena que conserva la huella de nuestros pasos, entre las gaviotas que revolotean con penetrantes graznidos, hacia la silueta verde del soldadito que vigila la playa. 

—Mírelo. Tiene dieciocho años y está pasando frío, para quizá morir pronto, en vez de estar allá en el Norte, en su ciudad, estudiando o yendo al cine con su novia. ¿No es absurdo? Inglaterra manda soldados profesionales a los que paga para mantener lo que le queda de imperio. Estos muchachos, sin embargo, están peleando porque estudiaron en sus libros del colegio que las Malvinas son argentinas. Yo los he tratado mucho, ¿sabe? Me gusta ponerme a charlar con ellos. Son jóvenes, están solos y tienen, como todo soldado, miedo a morir. Sin embargo, todos aceptan esa posibilidad como algo necesario, quizá inevitable. “Es por Argentina”, me dicen. Y a mí me dan ganas de llorar, de ternura por esos pequeños soldaditos. Supongo que si para algo está sirviendo esta guerra es para que tantos y tantos jovencitos de dieciocho años aprendan a amar a su país. Es posible que de todo esto salga una generación mejor, más noble, con más capacidad de sacrificio, con más solidaridad entre ellos, a una Argentina distinta. 

Al otro lado de la cerca, las lanudas ovejas fueguinas nos contemplan con expresión aburrida. Rachel me cuenta que de vez en cuando desaparece una, y ese día se enciende una hermosa fogata en el fondo de alguna trinchera. No ocurre a menudo, y tanto los jefes militares como los propietarios suelen hacer la vista gorda. Al fin y al cabo, también esas ovejas mueren por la patria. 

Una lancha patrullera pintada con colores de camuflaje pasa lentamente entre la bruma, muy cerca de tierra. En la playa hay tres ballenas varadas, muertas desde hace una semana. Sus cuerpos son moles grises medio descompuestas ya, un cuadro patético que despide un hedor insoportable. Rachel, de pie sobre una loma, con las manos en los bolsillos del chaquetón militar y el cabello ondeándole bajo la brisa, las contempla con tristeza. 

—Es terrible. Las ballenas son el ser más encantador, más noble y pacífico de la Tierra. Eso lo sabe muy poca gente, pero es cierto. Son animales fieles, amorosos, que nunca se abandonan cuando hay alguno herido. Las madres se dejan matar por sus hijos. Mírelas: tres muertas en esta playa, y sabe Dios cuántas más habrá repartidas por la costa malvinense y por la Tierra del Fuego. Las matan las cargas de profundidad de los barcos. Sus sonidos bajo el agua son confundidos por los marinos con ruido de submarinos y les tiran bombas que las matan. Pobres ballenas. 

Las gotas de lluvia le corren por las mejillas y su dulzura da calor a este desolado paisaje gris de las heladas tierras australes. Pienso que me gustaría tener una cámara de cine en las manos para filmar este bello perfil que contempla el mar desde el promontorio rodeado de nubes y lluvia, con el rubio cabello reluciendo como el oro sobre el sombrío decorado del cielo cargado de tormenta. O quizá me gustaría saber componer para hacer una canción, una balada triste y melancólica que pudieran cantar esos soldados que esperan en las trincheras. Una balada sobre Rachel Apolinaire, nacida Scoffield. La chica de la guerra en el confín del mundo.

http://www.icorso.com/hemeroteca/PUEBLO/PDF/LA%20CHICA%20DEL%20FIN%20DEL%20MUNDO.pdf

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