Entrevista de Jorge Bustos - El Mundo - 16/09/2023
El más leído de nuestros novelistas no habla nunca de escribir novelas, habla de "hacerlas", con orgullo fabril. Esa consumada artesanía se aquilata ahora con 'El problema final', la feliz incursión en el género detectivesco clásico de Arturo Pérez-Reverte (Cartagena, 1951), que enreda al lector en un juego perverso y elegante de la mano de un Holmes conradiano y un Watson español. Una novela magnética, técnicamente perfecta, que envasa la nostalgia no como una queja amarga sino como un aroma delicioso. Un retorno a la inocencia.
—Todo escritor tiende a pensar que su último libro es lo mejor que ha escrito. ¿Cuál es su listón interior, esa obra de referencia con la que se mide cada vez que se pone a escribir una nueva?
—Una novela corresponde a un momento y a una intención. No hay mejor novela como tal: cada una responde a lo mejor que puedes o quieres hacer en un momento dado. 'El club Dumas', por ejemplo, es una buena novela. 'El pintor de batallas' es mi novela digamos más seria, más densa, más importante como novela, pero cada novela me pide el momento en el que está escrita, así que no puedo decir si una es mejor o peor. Quizá mejor técnicamente sí, pero tu mejor novela no es tu última novela. Hay autores que están muertos y no lo saben: los mataron los lectores, o ellos mismos se suicidaron hace años, y no se dan cuenta. Por eso es tan importante estar pendiente de los lectores, pero no de los amigos, que nunca te dicen la verdad. Hay que salir fuera, mirar librerías, no encerrarte, mirar cómo te ven y darte cuenta de cuándo el lector, que es el juez auténtico, empieza a aburrirse de ti. Cuando un escritor dice "oye, es que a mí el público me da igual", o miente o no se entera, porque el público es tu espejo, aunque el lector de verdad no enjuicia una novela sino una obra en su conjunto.
—¿Importa más el público que la crítica?
—La crítica es un juego de vanidades y de simpatías, nada más. Si un escritor se guía en su trabajo por lo que la crítica positiva o negativa dice está listo. Es el público. Y no hablo del número, ojo, hablo de la reacción de los lectores porque el escritor que está vivo tiene un retorno. Hay escritores para un sector: las mujeres, los jóvenes, los señores de tal ideología... Yo tengo la suerte de que me leen desde los 18 hasta los 90 años, y además en cuarenta países. Sentarte ante ese público tan diverso, intentando seducirlo, convencerlo y fidelizarlo, es un trabajo que no depende de la inspiración del talento, es un oficio. Esa es mi actitud frente a la literatura. Siempre digo que yo no soy un artista, sino un tipo que cuenta historias, un artesano. El artista es otra cosa. Pero a veces la vanidad del escritor, su necesidad de sentirse reconocido intelectualmente, le impide ver la realidad profesional y lo aparta de una actitud más práctica y más útil y más necesaria.
—Hoy reivindica la novela problema frente a la novela negra, el cerebro frente al músculo, por así decir, pero los autores de novela negra dirán que su género es superior porque sus personajes son más complejos, más densos, más literarios.
—¿Y quién decide qué es más literario? ¿'La isla del tesoro, o 'Los tres mosqueteros', o 'El asesinato de Roger Ackroyd', que es una obra maestra, son menos literarios que 'Ana Karenina' o Kerouac? Pues no sé qué decirte. Y después hay otra cosa: existen las reglas. La novela policial nace como un enigma. Agatha Christie es eso. Con ella la novela problema se pone de moda, y todo el mundo se pone a imitarla, y claro, destrozan el género. Entonces se produce una reacción, que es la novela opuesta, la novela sucia, la novela criminal americana a lo Hammett, Chandler o Simenon en Francia. Y ocurre lo mismo: se abusa tanto de ella que la gente se aburre, y llega la novela de espías, Ian Fleming o Le Carré, y también se abusa de ella. ¿Y qué pasa ahora? Hay otra vez un exceso de novela negra. El policial negro nórdico hizo muchísimo daño. Por eso, si tú a Agatha Christie le metes densidad psicológica estás destrozando la novela policíaca, porque su objetivo no es trabajar las emociones sino el método: que el lector se enfrente al cómo no al por qué ni al quién. Hay un canon, y yo no puedo transgredirlo sin destruir el concepto. Una novela policial de quinientas páginas no puede funcionar nunca. Tiene que ser escueta. Diálogos breves. Si alteras eso, ya es otro tipo de novela. Yo planteo un duelo no entre el detective y el asesino, sino entre el autor y el lector.
—En la elección de este género y en su factura hay una opinión estética contracultural. ¿Un voluntario exilio interior hacia el pasado elegante?
—Más que huida es atrincheramiento, porque yo nunca me he ido de ahí. A mí me educan unos abuelos nacidos en el siglo XIX. Mi biblioteca está llena de clásicos. A mí lo que me seduce es sumergirme en una historia durante un año y convivir con unos personajes, y necesito que ese mundo sea confortable. Yo quiero vivir ese año leyendo libros agradables, conviviendo con gente elegante que se pone corbata y dice "buenos días" y "por favor", habla de usted al otro y se sienta y discute y razona y piensa. Esta novela es un ejercicio para ver cómo puedo atraerme al lector de hoy sin traicionar mi manera de entender el mundo y la vida la literatura. Le propongo recuperar el placer del viejo estremecimiento intelectual. No hay un disparo ni una persecución. No hay violencia. No hay ni un puñetazo. Todo es gente hablando. Está llena de guiños al cine clásico porque es mi conformación intelectual. Yo elijo el campo. No estoy dispuesto a congraciarme con el lector de ahora sino que quiero que el lector de ahora se venga a mi terreno.
—No es casual que la acción suceda en Grecia, cuna de un Occidente que usted ve en decadencia. ¿Ante la llegada de los bárbaros hay que refugiarse en el arte, como hacían los refinados artistas del último período helenístico?
—Ahí hay un peligro, que es la afectación snob, gente que se convierte en una especie de caricatura ridícula de lo que pretende reivindicar. Hay que tener mucho cuidado con eso, porque en este mundo es muy fácil hacer el ridículo. El error es aislarse. Yo no hago mi trabajo desde una torre de marfil, yo no estoy por encima sino al lado, que es diferente. Mi amigo Javier Marías creía posible aislar su mundo de la realidad, pero para mí no es posible: el mundo es tu mundo y debes negociar todos los días con la realidad. Mis novelas mantienen todas ellas el aroma, el tono, pero siempre interactúan con la realidad. Por eso imagino que funcionan. Si no, me leerían solo los de mi quinta. Estoy consiguiendo mantener ese vínculo, aunque cada vez me cuesta más entender el mundo actual.
—Quizá el género detectivesco clásico vuelve a estar de moda. Ahí están 'Puñales por la espalda' o 'Solo asesinatos en el edificio'. No me extrañaría que quisieran llevar esta novela a la pantalla.
—Ya me han hecho alguna petición, pero cuando escribo no estoy pensando en el cine nunca.
—Su protagonista es un modelo de racionalismo y autocontrol que choca con el arquetipo del detective de novela negra. ¡Ni siquiera bebe alcohol!
—Cuando era jovencito descubrí muchos autores, pero Joseph Conrad es el único que envejece conmigo. Ahí yo descubrí un tipo de héroe, no siempre un héroe intelectual ni siquiera inteligente, un Lord Jim o capitán Lingard. Me seduce ese tipo de hombre dueño de sí mismo, capaz de afrontar la desgracia o la felicidad con ecuanimidad, con estoicismo, con entereza. Yo llego a la vida con esos héroes de Conrad en la cabeza, y me voy a buscarlos, y me los encuentro en la guerra, y me convierto en uno de ellos, ese tipo de personaje que mantiene la sangre fría en el ojo del huracán. Por eso mi Holmes no solamente se beneficia de Conan Doyle: es un hombre conradiano pasado a través de mí.
—En sus novelas las mujeres son más complicadas que los hombres, pero ¿no es la complejidad femenina un tópico literario? ¿O así las ve usted?
—Es que es la verdad. Cualquiera que tenga hijos, chicos y chicas, sabe de qué estamos hablando. La mujer es mucho más compleja por razones de tipo biológico, genético, evolutivo y social. El hombre la ha obligado a tener un papel marginal, y en esa marginación la mujer necesita desarrollar un montón de habilidades para sobrevivir a los hijos de puta de los hombres. Eso ha generado una complejidad defensiva que el hombre no necesitó nunca. Hablo en general. Claro que hay mujeres simples y hombres complejos, pero hasta las mujeres simples tienen esa complejidad instintiva, sin ser conscientes de que la tienen, y a mí eso me interesa mucho literariamente. En mis novelas no hay una sola mujer que no sea un personaje interesante.
—Watson es Foxá, un autor español de novelas baratas que ofrece el contrapunto metaliterario: enseña los mecanismos de la novela mientras la novela se va desarrollando ante nosotros.
—Es un personaje utilitario completamente. Necesitaba un contraste para aportar la información que no puede agregar el narrador. Una novela limpia, descarnada y puramente policial tiene unas obligaciones ineludibles, y una de ellas es que la trama se desarrolle no a través del narrador sino de la tensión dialéctica que se crea entre los personajes. Foxá era fundamental para eso. Al ser un novelista que ha leído mucho género policial, expone un montón de ideas que permiten entender y también despistar. La novela es un continuo juegos de engaños. ¿Sabes que la mandé a la editorial sin el último capítulo y nadie acertó el desenlace?
—La novela quiere volver a la edad de la inocencia, casi de la credulidad. ¿Le preocupa que cueste más alcanzar ese pacto con el lector joven de hoy?
—El lector de novela policial clásica era ingenuo. El de ahora no lo es, ya ha visto mucho cine, mucha televisión, y hay dos maneras de trabajar eso: una es utilizar lo que sabe el lector para tenderle trampas perversas, y la otra es la complicidad con el lector más cualificado, el codazo, el guiño. Le invitas a suspender su incredulidad y jugar al juegos los dos juntos para que disfrute tanto como yo al escribirla. Esas dos vías se han juntado en esta novela. Quizá el lector cómplice disfruta más porque estoy apelando a su memoria, a lo leído, a lo recordado. La novela también trabaja esa nostalgia de una manera noble.
—Hay también una resonancia cervantina en la pareja protagonista: Foxá y Basil, de tanto leer novelas policíacas, acaban adoptando los papeles de Watson y Holmes a partir del primer asesinato, y esa locura hace avanzar la trama.
—Eres el primero que me lo menciona, pero es verdad, en mi cabeza estaba presente. Es que esa dialéctica narrativa la inventó Cervantes: el diálogo como tensión narrativa, la dialéctica moderna. En 'Hombres buenos' hice lo mismo, incluso físicamente: el alto flaco y el pequeñito, y además es que un diálogo bien trabajado es muy eficaz: te ahorra descripciones, te permite ir a lo fundamental y dejar fuera lo superfluo.
—Una novela de género tan pautado requiere una precisión de relojero. ¿Ha sido su libro más exigente desde el punto de vista técnico?
—Llevo haciendo novelas treinta años y leyéndolas sesenta y cinco. Tengo cierta familiaridad con los mecanismos narrativos. Esta novela no me habría salido hace veinte años. He saqueado sin escrúpulos un siglo de literatura policial, he metido todos esos trucos en la coctelera y la he agitado como un barman. Los materiales no son míos, porque Agatha Christie ya contó todas las situaciones posibles. Lo que es mío es la manera de disponer el material para que todo encaje y no sea una mera imitación. Mi mérito es ese, y ha sido de las más exigentes, sí, junto con 'Un día de cólera', donde tenía que ensamblar doscientos ochenta personajes reales.
—Ha escrito una novela pero quizá también un tratado sobre el arte de hacer novelas, y el primer mandamiento de ese tratado es respetar el deseo de entretenimiento del lector.
—Mi misión como escritor no es hacer mejor el mundo ni ayudar a la gente. Desconfío instintivamente, por la edad que tengo, de los novelistas que dicen escribir para mejorar el mundo. Yo cuento una historia, y quien quiera que venga. No escribo para que los lectores sean felices, escribo porque me gusta y porque si me leen me permiten la libertad de seguir escribiendo, haciendo mi trabajo. El placer es mío. Si lo comparten, genial, y me alegro, porque además vivo de eso, pero es una consecuencia, no el objetivo.
—Pero eso no es del todo verdad: usted escribe para hacer feliz al lector, ese es su móvil.
—Hoy no es mi móvil, no es verdad, es una consecuencia que me encanta y que aplaudo, pero yo escribo para hacerme feliz a mí, no al lector. El lector es un amigo que comparte esa felicidad, pero mi objetivo es amueblar durante un año y medio un mundo a mi gusto, en el que me libero de la actualidad, Sánchez, Trump, Marruecos, la guerra de Ucrania... Como ser humano nada de eso me da igual, naturalmente, pero a la hora de escribir estoy en mi mundo, y cuando termino un libro lo entrego, lo olvido y empiezo otro.
—En pocas novelas como esta hay una celebración tan evidente del puro placer narrativo.
—El juego es fundamental. Yo soy un crío todavía, como el que era cuando iba a ver una película y me disfrazaba y jugaba a ser pirata y la vecina era la princesa Tal. Vivía en ese mundo fascinante de imaginación y no lo he perdido, sigo jugando. Escribir una novela de este tipo es jugar y mostrar también los mecanismos del juego. Le digo al lector que venga a jugar conmigo. Escribir novelas es disfrazarse de indio, de vaquero, de astronauta. Soy un niño que sigue jugando sesenta y cinco años después. ¿Tú sabes la suerte que tengo?
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