José María Sánchez Galera - eldebate.com - 13/09/2023
Concluye el verano, y algunos habrán regresado a su ciudad con la satisfacción de no tener ya que cruzarse con adolescentes repletos de "piercings" y tatuajes que portan esos horrendos altavoces que emiten Dios sabe qué ruido que hoy ha sustituido a la música. Los botellones playeros terminan y se abre la oportunidad de tomar en casa un apacible whisky con la compañía de Bing Crosby y la bendita y ansiada lluvia que nos invita a ponernos un jersey o una rebeca. Y, en estas, llega Arturo Pérez-Reverte para ofrecer a sus lectores una novela cuyo título remeda el que Arthur Conan Doyle pergeñó para intentar —pero no lograr— enterrar a su más conocido personaje. Una alusión que conocerán quienes hayan visto las películas de Robert Downey Jr. —no las aconseja el señor Pérez-Reverte—. En 'El problema final' (Alfaguara) nos podemos identificar con esas almas que dan el paso adelante y deciden cometer el crimen que todos estamos planeando —y, además, con una fascinante maestría—, o bien nos metemos en la piel de quien acepta el desafío de desenmascarar al astuto criminal. El libro recrea una época en que cualquiera de nosotros tenía una segunda esposa que nos era infiel —nada más y nada menos— que con Gary Cooper. Porque en esta novela hay un deleite del cine clásico y del modo como Basil Rathbone encarnaba al habitante de Baker Street.
—Este libro sigue el modelo del Sherlock Holmes de Arthur Conan Doyle, pero ¿no es también una novela muy Agatha Christie?
—No sólo Agatha Christie, sino muy Stanley Gardner, muy Ellery Queen, muy Dickson Carr… Están todos ahí. A la hora de plantearme de este libro yo quería hacer una novela canónica, pero esa novela está hecha, y muy bien hecha, y yo no tengo talento para crear de la nada. De modo que me sumergí en la biblioteca del policial clásico y saqué esta novela gozosa y deliberadamente. No es sólo Agatha Christie; de todos he tomado trucos, mecanismos narrativos, recursos, maneras de contar una historia. He procurado seguir las exigencias de ritmo, de espacio, de diálogo, y ser rigurosamente fiel al canon clásico.
—¿Una novela con personajes y ambientación de cierto lujo?
—La época en que está ambientada no es de lujo, sino de lugares tranquilos. No hay puñetazos, ni persecuciones, ni teléfonos móviles, ni satélites, ni crímenes con diez cuerpos descuartizados. Una novela canónica requiere un ambiente canónico. Pretendía volver al enigma elegante, al problema en el cual importa menos el quién lo hizo y el porqué lo hizo, que el cómo lo hizo. En el mundo actual de novela negra el policial nórdico ha hecho mucho daño, y la «novela problema» clásica se ha olvidado. Así que mi pregunta era: «¿Seré capaz de hacer una novela que, escrita según las normas clásicas del género, funcione para un lector del siglo XXI que ha visto mucha tele, muchas películas?». Ese ha sido el desafío. Por supuesto, hay dos niveles. Uno es el nivel normal de lectura que cualquier lector puede disfrutar. Luego está el nivel de un lector perverso que sabe que está jugando un juego de guiños, de referencias, que va a reconocer un gran número de claves. Ese es el lector ideal para mí, porque es el lector que disfruta con esta estrategia. Además, he jugado empleando trampas con sus conocimientos. «Sé que tú sabes de esto, y te vas a creer que esto es así». Se trata de un juego de ajedrez muy divertido.
—¿Qué más elementos tiene esa época en que se ambienta la trama? ¿Influyen las resonancias elegantes que nos evoca ese tiempo?
—Para mí los años 60 suponen una frontera. A partir de ahí todo se complica: los espías, la tecnología, los satélites, los misiles, la guerra nuclear… Por aquel entonces todavía hay una manera diferente de abordar las cosas. La gente se trata de usted. Se usa corbata para estar elegante. Las señoras se comportan de manera determinada y los caballeros también. Ha habido un cierto placer personal, puesto que durante un año y medio he estado metido en una historia con personajes que son gente educada, que se habla de usted, da las gracias, da los buenos días.
—Los autores antes mencionados (Arthur Conan Doyle, Agatha Christie), y también Chesterton con su padre Brown, son todos británicos. ¿Qué relevancia tiene este aspecto?
—Son los mejores, sin duda. En lo referente a la «novela problema», la «novela enigma», la novela de crimen imposible, los ingleses son los maestros. Cualquier antología del crimen policial «pre novela negra» incluirá a Chesterton entre los más destacados. Sólo de Inglaterra puede salir ese tipo de novela. Lo que pasa es que después se irradia, se imita hasta la saciedad y acaba pasando a la novela negra.
—Viendo las motivaciones por las que se comete un asesinato, ¿hemos cambiado algo en veinte o cuarenta siglos?
—Las motivaciones son las mismas. En la novela policial a veces se llega a profundidades psicológicas muy interesantes, porque enseña muchísimo sobre el alma humana. La lectura de una novela policial clásica permite acercarse a la mente humana, a la mente criminal —que todos tenemos—, a diferencia de una novela emocional, de la novela negra, que contiene más vísceras, más trama, y en la que no piensas ni reflexionas tanto como actúas. La novela negra moderna tiene una falsa reflexión, mientras que la novela policial, siendo igual de falsa, y gracias a su estructura matemática —de tipo problema matemático—, te obliga a un ejercicio mental, intelectual, que te acerca mucho a la psicología y que enriquece más el intelecto del lector. Aunque hay novelas negras modernas buenísimas, como las de Patricia Highsmith, que son un híbrido y, psicológicamente, son extraordinarias. Es una incursión muy original e interesante en la mente de un asesino.
—Al indagar en el modo como funciona esa mente, que todos compartimos, emerge una especie de cierto asombro del detective hacia el criminal.
—Admiración, admiración. Pero que mi admiración no se diluya en el horror. Cierto, exacto, exacto. En mis novelas el bien y el mal tienen siempre una frontera muy difusa. Tendemos a situar el mal en un lugar y el bien en otro lugar, y los convertimos en algo hermético. Pero yo, por la vida que llevé, he comprobado empíricamente —y no es teoría narrativa, no lo leído, ¡lo he visto!—, que esa frontera no está tan clara. De manera que uno puede llegar a admirar incluso el mal. Uno puede llegar a admirar la manera en que los malvados ejercen su maldad. Porque el talento está por encima de la moral. A efectos, digamos, educativos. Curiosamente, uno puede aprender más de un malvado que de un bueno. Uno puede aprender más de un Hitler que de una Teresa de Calcuta. ¿Por qué? Y esa es la gran clave. Porque Teresa es la bondad. Eso está claro y nadie lo discute. Pero Hitler es la complejidad. La complejidad de una mente perversa. Un criminal a gran escala. Hay un montón de factores en el mal que lo hacen muy interesante, y mucho más analizable y mucho más nutritivo intelectualmente que la bondad. Por eso en mis novelas, como en esta novela, hay una admiración del detective por la mente criminal.
—Usted ha elegido como título para esta novela el que escogió Conan Doyle para intentar finiquitar a su personaje. ¿Por qué?
—Hay muchas razones por la que he elegido ese título. Muchas, y esa es una de ellas. Primero, porque ese es el «problema final» para el Sherlock de la novela; después, porque yo admiro mucho ese relato, me gusta mucho. Aparece Moriarty, mi personaje favorito. Yo adoro a Moriarty. Para mí, el mayor logro de Conan Doyle no es Sherlock Holmes, es Moriarty visto por Sherlock Holmes. Es extraordinario: dos mentes privilegiadas que se odian y se admiran.
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