19 septiembre 2023

«No escribo para cambiar el mundo, sino para ganarme la vida»

Entrevista de Ángel Peña - theobjective.com - 19/09/2023

¿Es Arturo Pérez-Reverte un enigma? Claro. Como todo el mundo. Pero el suyo nos resulta más interesante. Nos fascina. Él o su personaje… si es que hay alguna diferencia. Desde el duro corresponsal de guerra al novelista de éxito, pasando por el francotirador de Twitter y el académico de la RAE. Sin embargo, él insiste en agazapar su mundo interior. Repite hasta la saciedad que escribe novelas por placer y por dinero. Punto. Ni salvar al mundo ni psicoanálisis ni gaitas. Es más, Pérez-Reverte insiste en utilizar el verbo «hacer», en vez de «escribir», para hablar de su relación con la mercancía que vende. Quizá por eso opta por "best sellers" puros (no le avergüenza el término, al contrario) alejados de experimentalismos o de la tan sobada autoficción (aunque aquella extraña bifurcación en 'El pintor de batallas'… ¿Un MacGuffin en su carrera?). Su último trabajo, 'El problema final', abunda en esta faceta que tanto le gusta mostrar de mercenario de las letras: una novela de enigma según los cánones más ortodoxos del género. 

En 1960, un actor (muy) inglés de 65 años, que hizo fortuna interpretando a Sherlock Holmes en la adaptación cinematográfica de un buen puñado de las novelas de Conan Doyle, se encuentra atrapado por un temporal en un elegante (aunque todo es elegante en esta novela, y se agradece) hotel de Corfú con un grupo de personajes perfectamente encuadrables en aquellos "dramatis personae" que salían al principio de los libros de Agatha Christie: el italiano vividor y charlatán, el alemán cuadriculado, el español atractivo con un punto canalla, la voluptuosa diva libanesa, la anfitriona judía con una dura experiencia a sus espaldas, la inglesa fría y correcta… Un misterioso crimen le obligará a encarnar una vez más al detective más famoso de la historia, pero esta vez en la vida real. 

Estereotipos que en otro contexto harían rechinar la obra literaria como conjunto, pero que se revelan justos y necesarios para lo que ofrece el autor sin disimulo ni medias tintas: un planteamiento de novela de enigma puro y duro, un reto al lector que linda a veces con el ajedrez o el crucigrama. Nada de zarandajas psicologistas ni metafísicas… Y sin embargo, quienes estén familiarizados con el personaje Pérez-Reverte quizás perciban al pasar las páginas de su fabuloso artefacto, técnicamente magistral (nadie tiene su sentido del ritmo, por ejemplo), como el eco de un enigma mayor, denso y fascinante. Pero hay que escuchar con atención, porque los tipos duros no lloran: es apenas un murmullo, un latido, un regusto que queda al final… O a lo mejor son imaginaciones mías, que puede ser.

El mismo personaje Pérez-Reverte se encarga de presentar 'El problema final' en carne y hueso durante una entrevista en el Hotel Palace: «Es una novela problema como las de antes, que se dejó de escribir y leer tanto como antes en los años 30, desplazada por la novela negra de detectives corruptos y rubia platino. En ellas el cómo se hizo era más importante que el quién y el por qué lo hizo». Y ahí aparece el Perez-Reverte siempre belicoso, a contracorriente: «En esta saturación del mercado por la novela negra, quería escribir una novela problema a la manera canónica de antes, pero para un lector de ahora».

¿En qué hemos cambiado? «Aquel era un lector, digamos, ingenuo. El de ahora ha visto ya mucho cine, mucha televisión. Pero precisamente puedo jugar con lo que sabe para hacerle trampas y engañarlo en una especie de duelo». Aquí se empapó de «todos los clásicos del género» para «utilizar aquellos mecanismos narrativos canónicos». Un movimiento cuanto menos curioso en la carrera de uno de los novelistas más consolidados de nuestras letras. «Soy un escritor profesional. Llevo 35 años contando historias, tengo 32 novelas publicadas. No soy un artista, soy un artesano: intento contar historias de forma eficaz». Profesionalismo matizado por esa constante del desafío tan característica del personaje Pérez-Reverte: «Podría hacer siempre la misma novela, como hacen otros autores muy legítimamente, algunos muy buenos desde hace mucho tiempo con la misma fórmula, como John le Carré o Patrick O’Brien, que hizo 22 novelas de lo mismo». 

Para él, y aquí aparece otra clave del personaje, el desafío se mezcla con un estilo de vida tirando a epicúreo: «Cuando me surge una idea me digo: "Esto me garantiza un año, año y medio, metido en un mundo que me gusta, que me apetece, de lecturas, de viajes, de comidas, de placer, de pensamiento, de reflexión, así que voy a hacerlo y ya está". Soy un escritor libre». Reconoce que hay «autores que plantean este trabajo como si fuese un acto creativo trascendente, que cambia el mundo. Para mí es un medio de vida y una diversión, un juego. La novela me permite seguir jugando, igual que cuando era niño me disfrazaba de mercenario, de pirata, de astronauta o de indio y jugaba después de ver una película o leer novela. Me sigo disfrazando de mis personajes, soy un señor que sigue jugando, y ya está». 

Volviendo a 'El problema final', ¿por qué le apetecía jugar justo en ese año de 1960? «Porque a partir de ahí empieza otro tipo de novela y de cine, de espías, con artilugios y cosas técnicas, que me aburre muchísimo. Además, hay como una frontera psicológica en los años 60: la gente todavía se sentaba a hablar y lo hacía de usted, y para mí era importante pasar un tiempo con gente educada. No es que me desagrade el mundo moderno, vivo en él… Pero para lo que yo quería hacer 1960 era la fecha idónea». Ese ambiente tan especial, el Corfú elegante de aquella época, permite una novela de dos capas: «Para el lector, digamos, normal, es una novela policíaca divertida. Con el que conoce el género y está interesado en sus mecanismos narrativos mantengo, además, un diálogo más intenso, más teórico, de más trascendencia literaria». La obra de Conan Doyle ejerce de tablero principal. El actor inglés protagonista y narrador cuenta con la inestimable ayuda de un joven escritor español de novela negra, encantado de ejercer de fiel Watson. Todo muy elemental. Como debe ser.

Desde ahí, la partida se juega con un arsenal de citas, que solo la extrema pericia narrativa de Pérez-Reverte consigue desplegar con fluidez: no solo no entorpecen la trama, sino que la anima, la hace correr. Aunque «no hay una intención didáctica. Todo eso no se puede eludir porque justamente ahí, en la teoría narrativa del policial, está el núcleo que explica la novela». Bien. Ya le hemos arrancado a Pérez -Reverte la palabra trascendencia. Aunque sea literaria. ¿Una nueva vuelta de tuerca? Los dos protagonistas, el actor y el escritor, confiesan en algún momento de la novela que sienten remordimientos por disfrutar de la «estética» del crimen. ¿Ha sentido algo parecido Pérez-Reverte, como novelista o periodista, como corresponsal de guerra? «En la guerra no me lo pasaba bien», contesta rápido y algo cortante. No enfadado, ojo. «La guerra era para mí como la literatura: un trabajo. Quería ser eficaz. Otra cosa, diferente, es que la guerra, si vas con lecturas y una formación que impida que te arrastre en su torbellino, te da lecciones muy interesantes sobre la vida y sobre la muerte, sobre el ser humano. Yo a la guerra le debo mucho, ha sido una escuela para mí, por haber visto al ser humano, lo bueno y lo malo. Pero no hay nada de estético en ella». ¿Entonces esos remordimientos…? «Nada que ver conmigo, son parte del personaje». De nuevo seco. Correcto, pero cortante.

Sin embargo, reconoce cierto paralelismo con la relación simbiótica entre el protagonista y Sherlock Holmes. «Si hay alguien cuya literatura refleje su vida, sus lecturas y su mirada sobre el mundo, ese soy yo…  O yo soy uno de ellos». Pero, en seguida, el control: «Nunca me he sentido arrastrado por los personajes. Al contrario, siempre han estado controlados por el autor. Sí les presto actitudes, gestos… Basil [el protagonista y narrador], por ejemplo, tiene mucho de mi padre, como la elegancia en el vestir. Utilizo mi biografía para dar vida a mis personajes, pero en un sentido amplio, no de forma directa». 

¿Y viceversa? «Es cierto que tu personaje te cambia un poco», reconoce como a regañadientes, «igual que el cazador queda marcado por la caza. Terminas adoptando actitudes de la presa, hay una especie de contaminación o de transmisión. Los personajes leídos y escritos forman parte de tu vida, te modifican. No soy el mismo al terminar una novela que al empezarla. En ese proceso inicial de preparación de mis novelas, de año y medio de aprendizaje, estoy mirando el mundo como lo ven mis personajes, adoptando determinadas actitudes. Y, evidentemente, al final incorporo gestos de mis personajes o ellos los míos. Cada novela me cambia la vida y eso permanece claro. Te olvidas de la novela, pero su huella permanece».

¿No es capaz de seguir la fórmula higiénica que Spencer Tracy le regaló al protagonista de 'El problema final': «Llega al trabajo puntualmente, apréndete los diálogos, coge el dinero y regresa al hogar a las seis de la tarde»? Pérez-Reverte niega con la cabeza. «Imposible. Un buen actor no vuelve a casa: después de un papel importante queda marcado por él. Y los escritores igual, sin duda. Insisto en que cada novela es un aprendizaje, es como ir al colegio. Es como un profesor que te obliga a hacer, a leer, a pensar, a reflexionar. Eso ya no se te va de la cabeza. Yo no sería el mismo si no hubiera hecho 30 novelas».

Una relación nutritiva, pues, en ambas direcciones. En otro momento de la novela le dicen al protagonista que volver a interpretar el papel de Sherlock Holmes lo rejuvenece. ¿Le pasa lo mismo a Pérez-Reverte con la escritura? «Escribir una novela te mantiene despierto más que rejuvenecer, esa no es la palabra exacta, aunque ella lo utilice [al fin y al cabo, es una diva a la antigua usanza]. Es como el cazador: está todo el tiempo echando cosas al zurrón, pensando… O como ir en bicicleta: si dejas de pedalear te caes, por eso te obliga a pedalear todo el tiempo. Estoy seguro de que si no escribiera novelas estaría peor. No es que me rejuvenezca, porque la juventud no se puede recuperar, sino que retrasa el final; es un ejercicio continuo que te obliga a salir de la comodidad de la biblioteca, de las zapatillas, de la televisión, que te hace mirar a las mujeres de una forma…».

Se extiende en ese último ejemplo, el más universal y se diría que predilecto por la pasión que despliega. «Yo miro a una mujer guapa ahora y sé que si no fuera novelista la vería como la ve un abuelo, ya lejos de mí, con la melancolía de quien sabe que esa mujer es ya inalcanzable, porque ya no tengo la edad para acercarme a ella; pero como novelista sí puedo hacerlo. Esa mirada que estudia a una mujer guapa me mantiene los instintos, la lucidez, la necesidad de estar atento, porque aunque mi vida ya no lo exige, mi novela sí. En definitiva, el hecho de ser novelista me mantiene despierto frente a un mundo que a lo mejor ya no me interesaría tanto».  A cambio, se podría matizar, hay que lidiar con el síndrome del Quijote. Pérez-Reverte no tiene el menor problema en reconocer que no solo no le preocupa, sino que le encanta. «Hay un momento, cuando llevas mucho tiempo leyendo y escribiendo, en el que la frontera entre la vida y la ficción se borra. Te aseguro que para mí es tan real el Hans Castorp de 'La montaña mágica' como lo puedes ser tú. Me resulta muy agradable la sensación de vivir a mi edad [71 años] inmerso en un mundo hecho de literatura leída, vida vivida e imaginación, en el que a veces todo se confunde y no sabes si algo lo viviste, lo viste o lo imaginaste. Es una hermosa forma de terminar una vida larga».  

A sus 71 años, su aspecto físico y el vigor de su conversación no hacen sospechar que la caída del telón esté demasiado cercana. Más bien al contrario. Pérez-Reverte lleva ya cuatro meses en otra novela. Pero no se puede hablar algo de ella porque «no está terminada». Siempre hay algo en el horno. «Ahí juego con ventaja: no tengo problemas narrativos, nada de miedo a la página en blanco, lo que no tengo es tiempo para escribirlo todo. Mi única angustia es que moriré sin llegar a escribir muchas novelas que tengo en la cabeza. Ahora tengo que elegir con mucho cuidado lo que hago y lo que no hago». Buen punto final. Aunque ha quedado una pregunta en la recámara. Ya que estamos en el territorio de la novela problema, nos podemos permitir algo así como un epílogo más o menos explicativo. Al fin y al cabo, Pérez-Reverte lo hace en 'El problema final'.

Me llama la atención un motivo recurrente que puntúa la novela: el alcoholismo del que quiere escapar el protagonista, que este mismo conecta con la adicción de Sherlock Holmes a la cocaína. ¿Por qué ese énfasis en el talón de Aquiles del héroe? 

Porque ya no me creo el héroe perfecto. Ni yo ni nadie. El héroe redondo, impecable y de corazón puro ya no funciona, hace mucho tiempo que dejó de tener sentido en la literatura. Cuando releo las historias de ese tipo de héroe, les encuentro cosas en las que no caía de joven. A Robinson Crusoe, por ejemplo, ahora lo veo como un inglés arrogante, un hijo de puta racista que, cuando encuentra un amigo lo esclaviza para que sea su criado. Yo he conocido héroes de primera mano, por eso lo que creo no es producto de la teoría narrativa. Mis héroes lo son, porque los héroes existen, pero tienen la parte oscura que todo ser humano tiene, y yo la muestro, a veces de una manera muy descarnada.

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