Entrevista de Luis Vinker - clarin.com - 09/05/2023
Una Argentina —seguramente distinta a la que tanto conoce— recibió durante estos días a Arturo Pérez-Reverte, uno de los escritores españoles de mayor repercusión entre nosotros y en el mundo y para quien 'Revolución', su novela ambientada justamente en las rebeliones mexicanas de un siglo atrás, fue el motivo de su presentación en la Feria del Libro y de sus últimas giras promocionales.
“Solía venir casi todos los años, pero cuando llegó la pandemia, mi amigo Jorge (Fernández Díaz) me aconsejó: "Esto se está poniendo muy malo". Tenía razón, suspendimos y recién ahora pude regresar. Me hacía mucha ilusión, como siempre, aunque algunos de esos bares o librerías entrañables que solía disfrutar en Buenos Aires ya no estén”, cuenta. Y lo fundamenta, ya que pasados sus 70 años y a lo largo de su obra literaria Pérez-Reverte no abandona nunca su condición de “reportero”, un alma inquieta que lo llevó por más de dos décadas a cubrir guerras como “enviado especial” o, siempre, a dotar a cada una de sus novelas de un severo trabajo de investigación.
Lo explica a 'Clarín Cultura': “Yo fui periodista, redactor. Y mantengo esos hábitos. Es cierto que la literatura estaba en lo profundo, en mis orígenes. Pero siempre conservo el instinto de reportero. Por eso mi manera de trabajar es meterme en cada sitio, tomar nota. Construyo mis novelas en base a ese instinto, a ese estilo de trabajo, y en los lugares que me atraen. Para 'El tango de la Guardia Vieja', que desarrolla capítulos en el Buenos Aires de otro tiempo, recorrí Barracas de punta a punta, los lugares más insólitos. Tengo ese hábito. Porque en mi trabajo de novelista hay dos fases, la preparación y la escritura. Con esta última justifico la etapa anterior. Y esta es realmente hermosa. Disfruto con los preparativos del libro, viajando, leyendo y sobre todo hablando con la gente. En definitiva, ser reportero me hace feliz”.
—Pero hay diferencias importantes entre los géneros. ¿Cómo se pueden trasladar los datos duros y el vértigo que hacen la esencia del periodismo a la novela?
—A veces pienso que mis novelas funcionan porque justamente nunca dejé de ser reportero. Me considero un reportero que escribe novelas. Del reportero tengo mi ritmo de trabajo, puedo escribir bajo presión, obligado por el reloj. Mi cabeza funciona como la de reportero, lo que me da una agilidad, una forma de moverme, de relacionarme con la gente, de prepararme. No siento que lo mío sea la relación de un novelista que tuvo un tipo de éxito, sino la de alguien que va al barrio, aun al bajo fondo, y trata de hacer amigos en todas partes. Es una actitud que, siento, me beneficia mucho. Y al final, en mis novelas se trasluce esa manera de enfocar las cosas.
—Pero también trasladar al lector el lenguaje de otro tiempo y otra geografía requiere un tiempo que no todo novelista se toma.
—Para mí es fundamental el oído, escuchar al otro. A veces me asombra la osadía del escritor que va como turista a un lugar y escribe una novela sin preocuparse de cómo se habla realmente allí. En 'Revolución', además, tenía el desafío de hacer hablar como se hablaba en el México de un siglo atrás, que es completamente diferente a lo que conocemos hoy. Por eso leí sus novelas de la época. Hay una docena de obras excelentes de las décadas del 20 al 40, como las de Vasconcelos o Campobello, entre otros. Con 'El tango…' me pasó lo mismo, y por eso es fundamental leer a Borges y acercarse al tango. Vi todas las películas con Carlos Gardel para conocer el tono con el que se hablaba en el barrio de Barracas y en esa época. En fin, no me considero un novelista típico sino que conservo la ilusión de moverme. La ilusión del reportero.
—También afirmó que hay lugares que ya no le interesan.
—A esta altura escribo novelas para sentir que puedo ser más feliz. Una novela me lleva un año o año y medio de trabajo, y no quiero sufrirlo. Al contrario, quiero sentirme a gusto con la gente y con el lugar. Otro tema es importante: de chico yo era muy imaginativo. Veía una película o leía un libro y me apropiaba del personaje. Quería ser soldado, astronauta, arponero. Y como escritor puedo ser un chico que no se hizo mayor, que sigue jugando y se disfraza de un personaje. Puedo ser bailarín de tango en Buenos Aires, un revolucionario en México o un italiano que prepara una bomba en Gibraltar. A esa altura yo sé cómo jugar.
—¿Quiénes eran sus modelos en aquella época de formación?
—Tuve la suerte de crecer en una casa de amplia biblioteca. Allí estaba todo: desde las novelas de aventura de Salgari o Dumas hasta Balzac, Thomas Mann, Stendhal o Proust. Tengo una formación de biblioteca intensa, pero lo que me marcó al principio fueron los libros de aventuras. Por eso cuando algunos críticos literarios se colocan en otro plano, respondo que para mí toda la literatura es importante, tanto Agatha Christie como Dumas o Thomas Mann. Cada uno responde a una necesidad lectora de un púbico determinado. A mí no me causa ningún prurito que me digan "tal se parece a Salgari". Lo tomo como un elogio. Si el novelista se vuelve demasiado serio y presume de su calidad pierde el contacto con lo que fue. Y debe mantener su esencia, conocer sus deudas con el pasado. Yo leía a Borges, Arlt, Soriano, nunca voy a renunciar a eso. Nadie explicó la Argentina como Soriano, cualquiera que quiera comprender la Argentina debe leerlo. A Soriano como a Borges y Mujica Láinez, por supuesto.
—¿Hay algún límite en la calidad?
—El problema actual es que, dada la crisis general que se traslada a la crisis de lectores, las editoriales se lanzan a una guerra por publicarlo todo, y a veces cualquier cosa. Eso sí tapa lo que es de auténtica calidad. Y una buena novela, desde un Dumas a un Soriano, aparece asfixiada por una cantidad que, en el fondo, no le interesa a nadie. Buena parte de la culpa, insisto, lo tienen algunas editoriales que publican todo a ver si con alguno aciertan.
—En relación a su último libro, resaltó que el concepto de revolución ya no tiene vinculación con el que conocíamos.
—Es simplemente una opinión, podría estar equivocado… pero es lo que pienso. En los siglos XIX o XX al principio, especialmente, la palabra revolución se utilizaba con un sentido noble: “Hacemos la revolución para cambiar el mundo”. Y palabras como socialismo, comunismo o nacional-socialismo (los ismos) todavía no habían mostrado su lado oscuro, los campos de exterminio de Hitler o los gulags de Stalin. Era mucha la gente noble y honrada que quería cambiar el mundo. Y para bien, para mejorarlo. Lo sucedido desde entonces provoca que la palabra revolución, que era una palabra de esperanza, se haya convertido en nuestros días en un término asociado al rencor, a ajustar cuentas. Fue una palabra adulterada, manipulada y pervertida por muchos de quienes “hicieron la Revolución”. Me tocó verlo en Nicaragua, donde cubrí la revolución sandinista, y ahora desembocó en un dictador como Ortega. Entonces, la gente asocia revolución con “ajuste de cuentas”, lo convierte en un factor de desesperanza, destructivo. Y hace que la palabra sea más peligrosa.
—En el caso concreto de la Revolución Mexicana, eje del libro, mantenía el idealismo. Por ejemplo, el que transmitía el primero de sus grandes cronistas, John Reed.
—Hoy no sería posible esa visión. Considerando lo que ocurrió después, Reed tenía una ingenuidad política que a la vez lo hacía encantador, porque era un hombre de fe. Hoy no encuentras un John Reed entre los presuntos revolucionarios, ni siquiera entre los que parecen más honrados. Es como que aquella palabra, de tan manipulada y pervertida que fue, perdió su nobleza.
—Un aspecto de sus novelas, que aparece en 'Revolución' pero también en otras de las más recientes, como 'El italiano' y 'Línea de fuego' (ambientada en un episodio clave de la Guerra Civil Española como fue la Batalla del Ebro) es que concentra la tensión sobre las previas del combate antes que sobre el combate en sí.
—Yo estuve en la guerra, en los combates de verdad. Allí solo hay tiros, no hay reflexión. Es acción, y tienes que actuar. Es puro instinto, agacharte para que no te maten. O disparar. En el combate no hay miedo —a mí no me ha pasado— pero el verdadero miedo es el que sientes antes o después, al recorrer una carretera solitaria, en plena incertidumbre. Se crean sensaciones interesantes, mientras que un combate es solo adrenalina. Por eso la previa a la batalla tiene una importancia mayor en mis novelas, porque en la previa estás solo, nadie te ayuda, estás con tus pensamientos en tu familia o con el miedo a ser mutilado. Es un miedo personal, no colectivo. Recuerdo especialmente en los Balcanes, hace tres décadas, cuando nos refugiamos en un pueblo cercado y tuvimos que salir ocultos entre los maizales, al amanecer. La noche anterior vomité de miedo. En la batalla es más fácil ser valiente. La dificultad es cuando estás solo, con la reflexión y con los pensamientos en lo que te puede suceder.
—Esto nos lleva al tema de la crueldad, que en muchos de los conflictos que le tocó ver, o sobre los que escribió, no encuentra límites.
—El ser humano es muy variado. Hay de los buenos y de los que no lo son. Y hay lugares donde ciertos personajes van más allá de toda humanidad. Tú puedes ser un buen hombre y no querer matar, pero el que está a tu lado lo hace… Y para algunos no hay límite en su crueldad, son muy peligrosos. La guerra les permite ejercer lo que no pueden hacer en la vida social. Hay lugares en África donde puedes matar, degollar, y parece que no te va a pasar nada. Allí, algunos se sienten libres para ejercer toda su crueldad. Y ves cosas terribles, atroces. En definitiva, la guerra es un lugar donde ciertos hombres se ven liberados del corsé que una sociedad civilizada le impone a la crueldad.
—Otro tema es que los personajes de época, como podría ser el caso de Pancho Villa en 'Revolución', aparecen, pero siempre en otro plano.
—Pancho Villa, o inclusive Emiliano Zapata, me sirven como marco histórico. No hago novelas sobre ellos, no soy biógrafo. Por ir más lejos, Dumas no convirtió en protagonista a Richelieu sino a los mosqueteros. Lo aprendí cuando tenía diez años y lo digo practicando. Porque soy novelista, no historiador. Mi hija es historiadora. Y yo sólo utilizo la historia como un ingrediente para mis novelas.
—¿Por qué este “retorno” a México, que ya había estado presente en otras novelas?
—No se trata de nada en especial. Yo voy por la vida con historias en la cabeza, lo que me dejó la gente que conocí, las obras que leí. Y de repente alguna me genera una historia. En el caso concreto de 'Revolución' y de México, lo que intento es describir a un chico que encuentra en la guerra la explicación al mundo en el que vive, las claves de la vida y la muerte, la guerra como aprendizaje y no como horror o en la cárcel. Y que se encuentra con el lugar donde ve las cosas que no se ve en la “vida normal”.
—¿Y cuál es la relación con su propia vida?
—La misma. Cuando tienes una formación como tuve la fortuna de recibir, con libros, gente que te orientó en la vida, y de repente sales al mundo y ves la violencia, evidentemente conoces la otra cara. Porque habías crecido en un mundo donde te definen a los guardias como buenos, los sacerdotes como santos, un mundo donde creías en los políticos... Tus padres te educaron en ese sentido y pensabas que el mundo era así. Pero sales, ves la guerra y resulta un "shock". Porque en la guerra están los que matan, violan, destruyen. Aunque también ves las manifestaciones de la bondad y la dignidad humana. Es una escuela. Yo llegué a eso cuando tenía veinte años y una formación. Eso me ayudó a digerirlo, a sacar conclusiones. Y tuve que comprender el mundo a través de las guerras.
Las novelas de Pérez-Reverte nos trasladaron por casi todas las épocas y casi todas las geografías. Desde las batallas del Cid hasta aquel drama de la Guerra Civil en su propia tierra, “viajó” por Eritrea, pero también por todos los rincones europeos y casi todos los americanos. Intriga, romance, aventura, el ajedrez o el arte aparecen en los rincones más disímiles, inesperados. Le preocupa su legado, le interesa lo que genera. Y no quedar encapsulado en la torre de los "consagrados". “Nunca me la creí. Vivo la realidad. Y esa realidad es la del hombre que está durmiendo en esta noche de otoño bajo una manta en la avenida Corrientes. Si te acercas a eso, aquí y en cualquier otra ciudad, comprendes muchas cosas, comprendes los rencores que se van construyendo. Y hasta podrás comprender algunas reacciones. No estoy hablando de filosofía sino de los temas simples, de la vida cotidiana. Saber eso, comprenderlo, convivir con eso, es vivir de manera lúcida. Y yo intento comprender. Y mis novelas son un resumen periódico de todo esto, de lo que voy aprendiendo”.
En los últimos años, Pérez-Reverte sumó a su vocación de novelista su participación como integrante de la Real Academia Española. Y desde allí —y también apelando en todas las formas de comunicación— se lo vio en medio de otras “batallas”, en la defensa de la tradición del idioma ante los deslices del “inclusivo” o con una posición muy firme frente a los intentos de cancelación en la cultura. “Nunca me creí del todo esa solemnidad que representa "La Academia". Yo soy un tipo de suerte en la vida, y llegar a la Academia era un honor al que, al principio, me negué, pero finalmente me convencieron mis amigos. Pero no soy el típico académico, me tomo en broma algunas de esas convenciones, imposturas o vanidades. Yo tengo mis vanidades, pero son distintas. En cuanto a la función, sí la tomo en serio, cumplo con todos los deberes. Y creo que el más importante es mantener la unidad del idioma español, mucho más en estos tiempos, que argentinos, colombianos, españoles, podamos seguir manejándonos con el mismo léxico y lenguaje gramatical, respetando la identidad de cada uno. Es importante que utilicemos la misma gramática, la misma ortografía. Me siento orgulloso de esa defensa y de las palabras en nuestro idioma”, afirma.
Frente a reclamos “feministas” sostiene que “hay que entender que la lengua es un arma muy importante y algunos políticos quieren infiltrarse en su manejo. Considero que el feminismo es necesario en nuestra vida, pero no acepto que las "radicales" te obliguen a cambiar una forma de hablar y escribir, a pasarnos a un lenguaje que no usa nadie. El español es una herramienta que necesitamos limpia, que nadie nos enrede con eso… Tal vez sea una batalla perdida en nuestra defensa del idioma, cuando la estupidez y la demagogia intentan adueñarse del mundo. Pero debemos luchar, no abandonar este campo al enemigo”. También cuestionó la ofensiva de los intentos de “cancelación” en el ambiente cultural, extendido en todas las artes: “De repente aparecen algunos que quieren cancelar obras de Chaplin, o hasta de textos de Borges porque supuestamente un día hizo una broma sobre las mujeres. Es todo muy ridículo”.
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