Irene Zugasti - ctxt.es - 08/05/2023
Siendo pequeña cayó en mis manos aquel libro de Pérez-Reverte sobre la guerra de Bosnia, 'Territorio comanche'. E irónicamente, creo que fue entonces cuando decidí que quería ser periodista de guerra. Lo leí con la curiosidad de una preadolescente que quería entender una guerra que preocupaba a los mayores, una guerra televisada en la que veía a otros niños que me eran extrañamente familiares, con sus chándales de tactel y sus abuelas tristes, frente sus casas de hormigón y ladrillo visto que podrían ser la mía. Una guerra que había traído refugiadas a mi colegio y que salía en las canciones de Ismael Serrano que cantaban mis padres en el coche. Fantaseaba con ser una de esos corresponsales, esos tíos duros con chalecos multibolsillos y barba de tres días, capaces de escapar de la voladura del puente de Bijelo Polje y, a renglón seguido, emborracharse de whisky y dolor por los camaradas caídos en un hotel asediado. Quería cargar una Betacam al hombro, quería escribir crónicas valientes que honraran la memoria de los muertos, y que todo el mundo dijera “hay que ver, qué par de huevos tiene esta tía”. Quería conocer los despachos y las trastiendas, las embajadas y los aeropuertos, los hospitales, los cuarteles y los callejones de los olvidados. Quería ser uno de ellos. De ellos: no de ellas. Puntualizo esto porque ellas, al menos en ese que fue mi primer libro sobre periodismo y guerra, no salían demasiado bien paradas. Enredaban entre bambalinas, eran “niñas” o “modosas becarias” convertidas en divas insoportables, apenas un polvo de hotel de dos estrellas, y además, tampoco eran demasiado listas: confundían el nombre de los aviones de combate o el calibre de las balas, y había que sacarlas de los líos en los que se metían por su audaz ignorancia. Solo alguna merecía la admiración, solo alguna –ah, la Fallaci, quizás–, que no era “como las demás”, se había ganado un galón en la batalla; solo alguna tenía los cojones necesarios para entrar en el club de los tíos duros que me contaban el mundo. Que nos lo contaban a todas.
Afortunadamente de todo se sale, también de leer y de endiosar a académicos y plumas de Feria del Libro de intachable prestigio, que en aquellos años copaban todas las páginas sin dejar a nadie ni el derecho a los márgenes. No fue fácil hacerlo, reconozco; no en vano en casa estábamos suscritas a 'El País'.
Recuerdo y conservo aún la lista de cien libros imprescindibles que nos extendió un célebre profesor de la Facultad de Periodismo de la Complutense en primero de carrera, una lista en la que, de un centenar de obras (Victor Hugo, Kapuscinski, Tolstoi, Nabokov, Kundera) sólo había una novela escrita por una mujer. No le culpo, era un hombre de su tiempo, supongo, y me dio un buen consejo: “Si quieres ser periodista, sal de esta facultad cuanto antes”. No le hice caso, o no todo el que merecía tan sabia advertencia, y, como tantas otras compañeras de pupitre, fui dejando atrás la vocación –o quizá ella me dejó a mí– y los sueños de aventuras Betacam al hombro para cambiarlos por otros más mundanos, como cobrar a fin de mes. Sin embargo, agradezco infinitamente que otras más valientes o más capaces no se rindieran, porque gracias a ellas descubrí que había mejores y más honestas formas de contar el mundo y sus avatares; quizá con menos épica, con menos "whisky on the rocks", pero con la honestidad y la mirada crítica que da el hacerlo desde otro lugar en el que no te esperaban.
Leí hace poco a alguien decir, al hilo del papel de las corresponsales en la Guerra Civil española, que su condición de mujeres aportaba una “visión complementaria” de los conflictos. Un lado humano, compasivo, con el que adornar las guerras. Qué gran error es compartimentar así la información; pensar que hablar y escribir sobre la retaguardia, o sobre el sufrimiento, la vida en la posguerra, la violencia sexual, las torturas y el exilo o la justicia y la reparación, es un “complemento” a la información en el frente. Como si la guerra no arrasara con todas y con todo.
Un estudio de la International Women Journalist Foundation dice que solo entre el 15 y el 30 por ciento de las personas que protagonizan las noticias son mujeres, y que las voces masculinas están siete veces más presentes que las femeninas cuando se trata de cubrir la actualidad. Claro que de las pocas cosas que aprendí en la carrera es que pluralidad no es sinónimo de pluralismo, y, aunque siempre es bueno ser muchas, es bastante mejor que no contemos todas la misma versión. En el reporterismo de guerra, las cifras son incluso peores en términos de paridad, pese a que la cobertura de la guerra en Ucrania haya afirmado el cambio de tendencia y revistas como 'Glamour' y 'Vogue' lo celebren, eso sí, con la cantinela de la compasión y el rostro humano que, parece, solo sabemos poner nosotras. Pero tampoco hace falta irse a la guerra: según la propia UE, solo el 37% de los periodistas acreditados en las instituciones comunitarias son mujeres. Cabría preguntarse por qué, y qué valores rigen el oficio en aquellos lares. Aunque quienes conozcan los "after work" en la Place Lux de Bruselas pueden hacerse una idea: eso sí que es un territorio comanche.
¿Eligen ellas escribir desde ese “lado humano” o se les arrinconó a hacerlo desde allí? Probablemente ambas cosas sucedieron juntas. Si bien las secciones de internacional de los medios de comunicación clásicos necesitaron de los "bang bang bros" y de las "sob sisters" para hacer una narrativa de lo internacional a través de sus lógicas –patriarcales, coloniales, imperiales–, muchas periodistas también eligieron contarlo desde ahí. Pero no por ser ellas compasivas y misericordes, ni porque no supieran nada de balística y tanques, sino por ética, por interés, por empatía, porque consideraban noticiable, importante, o hasta imprescindible contar esas historias para que alguien, a kilómetros de su casa, entendiera lo que ocurría en Bagdad, en Belgrado o en Belfast, más allá del parte oficial de guerra. Y resultó que las mal llamadas noticias suaves, las cosas “de tías”, importan, interesan, y hasta venden, y que determinan cómo contar un conflicto, cómo contar una negociación de paz, cómo contar la vida en otro lugar del mundo que no es el nuestro. Como ha resultado también que es mucho más útil, a veces, superar la obsesión por hablar de calibres y drones y de un frente de batalla que abruma a quien lo desconoce para hablar del coste humano de una guerra, de quién carga con los muertos y quién con los maletines. Emma Daly, que cubrió los Balcanes, cuenta que un colega le dijo una vez: “No sé qué obsesión tenéis algunos aquí en Sarajevo con los niños muertos; ese no es el asunto”. Y ella contestó: “ESE es, precisamente, el asunto”.
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