Mayo de 2023 - Prólogo para 'Nido de piratas', de Jesús Fernández Úbeda
Érase una vez un periódico que no se parecía a ningún otro. Se llamaba 'Pueblo', era el más leído de España y tuve el privilegio de trabajar en él. Ya no quedan lugares como aquél, ni periodistas como quienes lo habitaban. Y de los que una vez lo hicimos, andan enterrando a los últimos. De vez en cuando llegan cartas de jovencitos, de esos que duermen mal y sueñan despiertos, preguntando cómo se hace. Pero ya no se hace. Ahora hay periodismo al que llaman serio y equipos de investigación, o eso cuentan, y teléfonos móviles e internet, y en las redacciones prefieren tener robots de minga fría conectados a un ordenador. Ahora incluso hay una asignatura de ética profesional en las facultades y todos los periodistas tienen la Verdad y la Certeza con mayúscula sentadas en el hombro y la obligación de ser responsables, la misión de liderar opinión, salvar la democracia, garantizar la libertad de expresión, convertir el mundo en un lugar paritario de libertad, igualdad y fraternidad, salvar a los delfines y las focas, acabar con las guerras y el hambre, y cosas así. Ahora, periódicos y periodistas se toman tan en serio a sí mismos que aburren a las ovejas. Así que, aburridos, los viejos reporteros van y se mueren.
Tuve el privilegio de conocerlos, e incluso de ser uno de ellos. De los de Huertas 73, quiero decir, que no es lo mismo. Durante doce años formé parte de aquella pintoresca tribu de canallas sin dios ni otro amo que la fiebre del periodismo y la necesidad de llegar a fin de mes, por ese orden. Durante doce años viví entre desalmados de ambos sexos capaces de dar la vuelta al mundo sin hablar una palabra de idioma alguno excepto el suyo, tener en algún caso seis mujeres y ocho hijos, colarse vestidos de enfermero en el hospital donde el yerno del Caudillo hacía trasplantes de corazón, disfrazarse de monja, viajar en aviones presidenciales, ir a Vietnam con la misma naturalidad que a Vallecas, emborracharse con estrellas de cine, entrevistar a criminales y a folklóricas, agotar reservas de alcohol y tabaco, jugarse la paga y perderla en media hora, encamarse con señoras propias y ajenas, y firmar quinientas veces en primera página cuando para firmar en primera página había que jugarse la magra hacienda y la libertad por conseguir una exclusiva. O sea, mentir, trampear, adoptar falsas identidades, sobornar a funcionarios, guardias y secretarias, ir a los velatorios haciéndose pasar por íntimo del fiambre y, además, robar la foto de boda, con marco de plata y todo, para publicarla en primera. Y de paso, empeñar el marco.
Ya no hay, como digo, periódicos ni periodistas así. Llegué al oficio cuando aún lo practicaban ellos, y a su lado tuve la suerte y el privilegio de echar los dientes y de que se me empezaran a retorcer los colmillos como Dios manda. De Yale, Tico Medina, Pilar Narvión, Julio Camarero, Marlasca, Conchita Guerrero, Miguel Ors, José María García (Butano), Carmen Rigalt, Raúl del Pozo, Manolo Alcalá, Fernando Latorre, Chema Pérez Castro, Paco Cercadillo, Raúl Cancio y tantos otros, los pocos que hoy siguen vivos y los muchos que ya están muertos, conservo el amor profundo por aquel periodismo bronco, caliente, hecho de olfato y de oficio, donde tantos de ellos se dejaron la salud y la vida. Aquella droga que cada amanecer, borrachos y de arribada, les manchaba los dedos de la misma tinta fresca que les corría por las venas, con grandes titulares en primera y su firma en un recuadro. Firma, aquélla, que fue por otra parte su único patrimonio. Porque esos hombres y mujeres extraños vivieron siempre a salto de mata, dando sablazos a los directores y a los amigos, trampeando y bebiéndose la vida a chorros, quemándola cada día entre el plomo de las linotipias. Fueron en buena parte golfos, puteros, tahúres, escépticos, resabiados y sin escrúpulos, pero los redimía siempre aquella manera de salir disparados sin decírselo a nadie cuando olfateaban la noticia, la pasión violenta con que vivieron la vida que habían elegido vivir. Nunca, que yo sepa, pretendieron hacer nada trascendente, convertirse en líderes de opinión o en misioneros salvapatrias. Su adversario fue siempre la Autoridad, bajo cualquiera de sus formas, y con ella se echaban un pulso diario. La objetividad les daba mucha risa, y jamás la estricta realidad les estropeó un buen reportaje. En cuanto a la popularidad, les importaba un carajo salvo por el dinero que podía producir. Eran honrados mercenarios de la noticia, capaces de vender la virginidad de su hermana por una exclusiva, pero leales hasta la muerte a sus amigos y al periódico, a la cabecera que les daba de comer.
Desde entonces, el mundo ha cambiado. Ya no hay sitio para ellos ni para su periodismo vespertino, cimarrón, bohemio y entrañable, y quizá sea mejor así. Pero lo cierto es que los echo de menos, y daría cuanto tengo por encontrarme de nuevo en aquella vieja redacción, tímido y jovencito, sin osar abrir la boca, mirando con reverencial respeto las mesas donde, entre humo de tabaco y tazas de café, los vi arriesgar al póker o al mus la paga del mes, vaciando botellas a la espera de salir disparados con un fotógrafo rumbo a cualquier sitio donde ocurriese algo. Una vez, recién llegado allí, Yale me dijo: «Si no tienes en la agenda el teléfono de Lola Flores no eres todavía un periodista, criatura». Con el tiempo, entre muchos otros, conseguí el teléfono de Lola Flores, a quien por cierto no llamé nunca. Pero cada vez que me tropiezo con él en la vieja agenda, sonrío a la memoria de los viejos zorros intrépidos que me enseñaron el oficio más duro, más ingrato y más hermoso del mundo al principio de los setenta, cuando no existían gabinetes de comunicación, ni correo electrónico, ni ruedas de prensa sin preguntas; cuando en 'Pueblo' todo cristo buscaba noticias como lobos hambrientos y se rompía los cuernos por firmar en primera página.
Nunca aprendí tanto, ni me reí tanto, ni fui tan feliz como en aquel garito de la calle Huertas de Madrid, que incluía todos los bares en quinientos metros a la redonda. Algo que aprendí allí y no olvidé nunca es que los periodistas, los buenos reporteros, sobre todo, corrían juntos la carrera, ayudándose entre sí, y sólo se fastidiaban unos a otros en el sprint. Ahí, a la hora de hacerse con la noticia y enviarla antes que nadie, la norma era no darle cuartel ni a la madre que te parió. Eso no excluía el buen rollo, ni echar una mano a los colegas de otros medios. Los directores y propietarios de radios y periódicos tenían sus ajustes de cuentas entre ellos, pero a la infantería esa murga empresarial se la traía bastante floja. En los apasionantes años de la transición del franquismo a la democracia, hasta con los del ultraderechista diario 'El Alcázar' nos llevábamos bien, y cuando estábamos aburridos en la redacción y telefoneábamos diciendo «¿Es El Alcázar? Somos los rojos. Si no os rendís, fusilamos a vuestro hijo», reconocían nuestra voz y se limitaban a llamarnos hijos de la gran puta.
Eran otros tiempos, como digo. Y a tono con ellos, los de la tribu de 'Pueblo' éramos cazadores de noticias de primera página, conscientes de que la vida nos había llevado a ese periódico como podía habernos llevado a 'La Vanguardia', 'Ya', 'Arriba', 'Diario 16' o —ignoro si había uno— 'El Eco de Calahorra'. Sabíamos incluso que un día u otro, por azares de la vida, podíamos ir a parar a cualquiera de ellos. Cada cual tenía sus ideas particulares, por supuesto; pero estamos hablando de periodismo. De pan de cada día y de reglas básicas. Éstas incluían aportar hechos y no opiniones, no respetar en el fondo nada ni a nadie, y ser sobornables sólo con información exclusiva, mujeres guapas —o el equivalente para reporteras intrépidas— y gloriosas firmas en primera. En el peor de los casos, los jefes compraban tu trabajo, no tu alma. Cada uno era lo que era y pensaba como pensaba, y en aquel periódico trabajaban mesa con mesa, llevándose bien, comunistas, anarquistas, socialistas, franquistas, falangistas, liberales y toda clase de ideologías. Pero eso era asunto interno de cada cual. En aquel momento y lugar, ser periodista no era una cruzada ideológica, sino un oficio bronco y apasionante. Como habría dicho Graham Greene, a la hora de escribir un artículo Dios y la militancia política sólo existían para los editorialistas, los columnistas y los jefes de la sección de Nacional. A ellos dejábamos, con mucho gusto, la parte sublime del negocio. El resto éramos reporteros, redactores, buscavidas, cazadores eficaces y peligrosos.
Con tales antecedentes, comprenderán que ahora, a menudo, arrugue el entrecejo. Es tan intensa la contaminación política actual que la frontera entre información y opinión, alterada en las últimas décadas por un compadreo poco escrupuloso de los periodistas de información política con los partidos y la abundante gentuza que en ellos medra, se ha ido al carajo. Contagiados del putiferio nacional, algunos redactores de infantería se curran hoy el estatus sin remilgos. Tal como está el patio, según el medio que les da de comer, se ven obligados a tomar partido, de buen grado o por fuerza, alineándose con la opción política o empresarial oportuna. Antes podían manipularte un titular o un texto; pero al menos lo defendías como gato panza arriba, ciscándote en los muertos del redactor jefe, que además era amigo tuyo. Un buen periodista podía pasar sin despeinarse de 'Arriba' a 'Informaciones', o al revés. Lo redimía el higiénico cinismo profesional. Ahora, el salario del miedo incluye succionar ciruelos con siglas e insultar a los colegas como si la independencia personal fuera incompatible con el oficio. Secundar a la empresa hasta en sus guerras y disparates. Así, redactores culturales que antes sólo hablaban de libros o teatro escriben también columnas de opinión donde atacan a este partido o defienden a aquél; y hasta el becario que trajina noticias locales debe meter guiños en contra o a favor, demostrando además que se lo cree de verdad, si quiere seguir empleado. No hace mucho me quedé estupefacto cuando, en el programa del tiempo de una televisión, su presentador —un meteorólogo— introdujo un chiste político a favor del partido próximo ideológicamente a su medio informativo. Y es que, obligaciones de empresa aparte, los hay también que nunca pierden ningún tren, porque corren delante de la locomotora.
Otra cosa que recuerdo muy bien de aquel periódico es el sonido al entrar en la redacción: el tableteo de teletipos y el repiquetear de las máquinas de escribir. Me habría gustado, cuando cerró el periódico, llevarme a casa alguna de aquellas viejas y venerables Olivetti, pero no pudo ser. Me consuelo con conservar mi vieja portátil Lettera 32, con su funda original en la que hay dos pegatinas gastadas: una con el nombre del diario 'Pueblo' y otra con la frase «I love Beirut», confesión pintoresca si consideramos que la pegué allí durante la batalla de los hoteles de 1976. Y esa abollada carcasa, que protegió la máquina en viajes y sobresaltos diversos, tiene en la parte interior, escrita a bolígrafo, una frase que resume los veintiún años que anduve por el mundo como reportero, primero de 'Pueblo' y después de TVE: «Todos los días puede conmemorarse el aniversario de alguna barbaridad».
Y, bueno. Cuando miro esa máquina de escribir recuerdo siempre, con un punto de melancolía, rostros y situaciones de aquella redacción asombrosa, con subdirectores y redactores jefes que aún se ciscaban en lo políticamente correcto y eran interesantes cruces genéticos entre perro de presa, padre confesor, tahúr cínico y madame de burdel, y donde los periodistas, desde el curtido veterano al osado cachorrillo que heredaba su olfato y maneras, éramos una banda de piratas descreídos, burlangas, rápidos de ojo y de tecla, siempre a caballo entre el mundo de afuera y aquellas fascinantes redacciones llenas de humo de tabaco, con tazas de café manchando las mesas y botellas de whisky en los cajones, junto al repiqueteo constante de los teletipos y el tacatatatactac de docenas de dedos febriles golpeando recias máquinas de escribir; duros artefactos sonoros en los que se tecleaba con furia, pasión, rencor, ilusión, ansia de revancha, de aventura, fama, gloria o dinero. Aquella redacción convertida en fascinante escuela de oficio y de vida donde, cuando repicaba un teléfono a las dos de la madrugada, en plena timba donde algunos se jugaban la nómina cobrada esa misma tarde, cuando ya sólo se oía el tecleo de la máquina de escribir de Alfredo Marqueríe, que acababa de llegar del café Gijón tras cubrir un estreno teatral, asomaba la cabeza por la puerta de su mampara un redactor jefe para decir: «No cojáis el teléfono, cabrones, que puede ser una noticia».
Todo acaba, o cambia. Es natural. El sonido suave y monótono de las teclas de ordenador simboliza lo que es ahora el mundo de escritores y periodistas. Más cómodo, sin duda. Escribes, corriges, imprimes. Ganas tiempo y eficacia. Pero fui furcia antes de ser monja, y sé que ningún teclado moderno transmitirá nunca la sensación perfecta del ruido de una máquina de escribir en sintonía con tu estado de ánimo, las ideas fluyendo violentas de la cabeza a los dedos, la pasión de contar una historia, real o imaginada, en el tableteo casi musical de un artefacto que vibraba con mecánica perfecta, lo mismo en redacciones ruidosas que en solitarias habitaciones de hotel, en el resguardo de una trinchera o una casa en ruinas, bajo el neón de un techo o a la luz de una linterna. Con aquellos timbrazos del carro al acabar cada línea y el sonido de los tipos metálicos al golpear cinta y papel, formando palabras, frases, historias del mundo que en otro tiempo pateamos y conocimos, escritas en treinta líneas y sesenta y cuatro espacios el folio.
Cuando el periodismo aún se parecía al Periodismo y eras un redactor novato que pisaba por primera vez la redacción, había dos personajes a los que mirabas con un respeto singular, mayor que el que te inspiraban los redactores jefes en mangas de camisa con tirantes y una botella de whisky metida en un cajón de la mesa, o los grandes reporteros con firma en primera página, a cuyas leyendas soñabas con unir un día la tuya. Los dos personajes a los que más podía respetar un joven periodista eran el corrector de estilo y el redactor veterano. El primero solía ser un señor mayor con la mesa cubierta de libros y diccionarios, encargado de revisar todos los textos para detectar errores ortográficos o gramaticales antes de que se convirtieran en plomo de linotipia. A veces, a medio redactar un artículo, te levantabas e ibas a plantearle una duda. Solían ser cultos, educados y pacientes. A uno de ellos —lamento no recordar ya su nombre— debo desde 1973 un truco para no equivocarme nunca, después, al manejar «debe» y «debe de». Cuando es obligación, me dijo, pon siempre «debe». Cuando es suposición, «debe de». Tampoco he olvidado su aclaración sobre leísmo y loísmo: «Lo violó a él, la violó a ella, les violó la correspondencia».
El otro personaje clásico de 'Pueblo' era el redactor veterano. El primer día de trabajo, cuando te internabas entre aquel incesante tableteo mirando en torno con aire de parvulito desamparado, siempre había un fulano de cierta edad, sonrisa fatigada y ojos vivos, que señalaba la mesa que tenía al lado y decía: «Siéntate aquí, chaval». Así lo hacías; y de él, en los siguientes días y meses, aprendías sobre tu oficio más que cuanto escuelas de periodismo y universidades podían enseñarte jamás. Solía tratarse de periodistas curtidos en la redacción; hombres en su mayor parte, aunque no faltaban mujeres. Anónima infantería, toda ella, sin demasiado futuro. Veteranos maduros, desprovistos ya de ilusiones o esperanzas, seguros de que su carrera profesional no iría mucho más lejos de aquella mesa y de la desvencijada Olivetti que había encima. Conscientes, a esas alturas, de que nunca llegarían a redactores jefe, y tal vez ni siquiera a jefes de sección. Ese periodista veterano solía ser poco gregario, vagamente cínico, con un punto de simpática misantropía. Respetado por todos, aunque a menudo se mantuviera algo aparte de los compañeros que aún tenían ambición y esperanza. Y tú, intuyendo que era precisamente él quien poseía las claves del oficio, la experiencia y las certezas que te faltaban, te dejabas adoptar con aplicación y respeto, procurando hacerte digno de su estima. Aprendiendo a la vez de sus conocimientos, su cinismo y su ternura. Yéndote luego de madrugada, al cierre de la edición, a tomar con él una copa —ese personaje solía beber hasta el amanecer— y formular las preguntas oportunas para hacerlo hablar, y contarte. Para escuchar de su boca los secretos fundamentales del oficio y de la vida. Y él lo hacía con gusto, cómplice, generoso como si tu futuro empezase exactamente allí donde terminaba el suyo. Contagiándote el amor por el oficio, la fiebre que en su juventud tuvo, y que al hablar le afloraba todavía, pese a los desengaños, en las palabras y la sonrisa. Y el día que, al fin, firmabas en primera página, te miraba orgulloso como un padre miraría a un hijo, o un maestro a un alumno aventajado. Sabiendo que tu triunfo también era suyo.
Ya no hay gente así en las redacciones. Ni corrector de estilo, ni viejos maestros con la clave del gran periodismo en los ojos cansados. Ni siquiera van quedando ya redacciones, no ya como la de Pueblo, sino vibrantes redacciones de verdad, a secas. Los tiempos cambiaron mucho las cosas, los periódicos de papel mueren despacio, las ediciones digitales sustituyen a los grandes rotativos que antes se apilaban en los quioscos —edición especial: Franco ha muerto—, y los propietarios de medios informativos, prensa, radio y televisión, hace tiempo jubilaron a esa clase de gente. Nadie quiere correctores de un estilo que no importa un carajo, y que además se consigue gratis, aunque de manera torpe e imperfecta, con los correctores informáticos. Tampoco hacen falta, ni conviene tenerlos cerca, molestos veteranos que abran los ojos a la carne de cañón barata que ahora exigen las empresas: jóvenes becarios mal pagados, pendientes de una pantalla de ordenador, nutridos con notas de prensa y mediante internet, que ni siquiera duran allí lo suficiente para enseñar al joven que los sustituirá en el periodismo superficial e irresponsable al que nuestro tiempo nos condena. Sin nadie que el primer día de trabajo, al señalar una mesa cercana y decir «siéntate aquí, chaval» le abra generoso, desinteresado, las puertas del que en otro tiempo fue el oficio más hermoso del mundo. Un oficio que aprendí en aquel asombroso nido de piratas que este magnífico libro de Jesús Fernández Úbeda, que sin duda habría sido uno de los nuestros en 'Pueblo', rescata del olvido.
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