07 mayo 1982

La odisea del 'General Belgrano'

Pueblo, 7 de mayo de 1982

Buenos Aires. De nuestro enviado especial, Arturo Pérez-Reverte

Eran las 16 horas del día 2 de mayo. El crucero de la Armada argentina 'General Belgrano' navegaba rumbo a los 270 grados, hacia el Oeste, a 10 nudos de velocidad, por un mar en relativa calma. Los 1.024 hombres que componían su dotación descansaban en sus camarotes, mataban el tiempo en la cantina o se dedicaban, los que estaban de servicio, a sus ocupaciones de a bordo. El ambiente era relajado, pues no había constancia de que ninguna unidad naval británica se hallase en las proximidades. Además, el buque navegaba 35 millas al sur de la zona de bloqueo.

Escasas millas al Sur emergió un periscopio. Y los torpedos, con intervalo de tres segundos, rasgaron las heladas aguas del Atlántico Sur, llevando en sus entrañas la muerte para el viejo crucero, construido en Estados Unidos hace cuarenta y cinco años, que navegaba solitario, recortándose contra la brumosa luz del horizonte.

(El capitán de navío Héctor Bonzo, comandante del 'Belgrano', está ahora frente a mí, vestido con un impecable uniforme que se ha puesto sólo hace unas horas, tras su llegada, con un grupo de supervivientes del buque hundido, a la ciudad de Ushuaia, en el extremo austral de Argentina, tras haber vivido una terrible odisea a bordo de una balsa neumática entre olas de seis metros de altura, bajo temperaturas inferiores a los cinco grados centígrados. Tiene profundas ojeras y un poblado bigote, que se acaricia distraídamente al hablar. Pero su mirada está ausente, como si más allá de cuanto lo rodea estuviese reviviendo, una vez más, el horror de la pesadilla vivida).

Un marinero, acodado en la borda, observó una estela que se acercaba vertiginosamente al buque. Todavía sin dar del todo crédito a sus ojos gritó aterrorizado “¡Torpedo!”, pero el aviso quedó apagado por un formidable impacto que sacudió el buque de proa a popa. El primer torpedo reventó contra el costado de babor, a la altura de la sala de máquinas de popa. Tres segundos después, el otro torpedo estallaba hacia proa. Inmediatamente, las planchas de acero, los mamparos próximos al lugar de las explosiones, se ponían al rojo blanco. Una humareda espesa y acre invadió el buque, mientras una tromba de agua se precipitaba al interior por las brechas abiertas en el costado del coloso de hierro.

Gritos. Confusión. Desgarradores aullidos de los hombres que, en los sollados, atrapados entre un amasijo de planchas retorcidas, se estaban abrasando vivos. Siete minutos después de los impactos, el 'Belgrano' comenzaba a escorarse a babor hasta alcanzar los 15 grados de inclinación. A bordo todo había quedado a oscuras. Las explosiones habían destrozado las instalaciones eléctricas del crucero, incluidos los generadores de emergencia sin electricidad, sin posibilidad de comunicación telefónica ni de megafonía entre las diversas zonas del buque. La orden de zafarrancho de siniestro tuvo que transmitirse a viva voz, de hombre en hombre. Los equipos de control de daños se pusieron a la tarea entre el humo que invadía las entrañas del barco. A las 16,09 la escora parecía estabilizarse en los 15 grados, pero proseguía la inundación, ya que al no haber energía eléctrica, las bombas de achique estaban inutilizadas en torno al crucero herido; el viento arreciaba y el mar comenzaba a encresparse peligrosamente.

(El comandante Bonzo se pasa una mano por la frente perlada de sudor. Su expresión debe ser la misma ahora que la que tenía en el puente del 'Belgrano', mientras sentía a través de las suelas de sus zapatos el calor de los incendios transmitido por las planchas de acero del buque. Su voz parece vacilar un momento cuando recuerda la difícil decisión a la que se tuvo que enfrentar en aquellos momentos: ordenar la evacuación del buque o permanecer a bordo, intentando por todos los medios mantenerlo a flote)

El comandante decidió intentar salvar el 'Belgrano'. A bordo se siguió luchando contra lo irremediable, hasta que a las 16,20 el clinómetro marcó 21 grados de escora, en medio de una tempestad que ya arreciaba hasta formar olas de seis metros de altura. La estabilización del buque ya era imposible. A las 16,25, con los dientes en el alma, ordenó abandonar el 'Belgrano'.

Las balsas salvavidas fueron lanzadas al agua. Pese al humo y espantoso calor de los sollados, grupos de voluntarios bajaron a recorrer el barco en busca de supervivientes. La explosión en la sala de máquinas había levantado, destrozándolas, dos de las cubiertas interiores, en las que había dos dormitorios de marinería. También alcanzó la cubierta donde se encontraban el comedor y la cantina, donde en aquellos momentos había varias docenas de marineros que fueron atrapados por la vertical de la explosión. Entre aquellas planchas y mamparos al rojo vivo estaban los cadáveres calcinados de casi un centenar de tripulantes. Algunos heridos, quemados por el petróleo ardiente o por el calor del hierro al rojo, fueron recuperados y llevados a cubierta, donde se les administraron los primeros auxilios, inyectándoles morfina para calmar los atroces dolores. A las 16,40, los últimos supervivientes que se encontraban en cubierta se arrojaron al mar, nadando desesperadamente hacia las balsas.

El comandante, tras recoger el libro de bitácora, recorrió por última vez el barco, haciendo una postrera inspección en la cubierta principal y en las zonas que todavía eran accesibles. Todos los hombres vivos evacuables estaban ya en las balsas. Lanzando una última mirada a su barco herido de muerte cuya escora aumentaba ya peligrosamente, Héctor Bonzo se lanzó al mar. Era el último hombre que abandonaba el 'Belgrano'.

(El comandante hace una pausa para aclarar que no hubo ningún rasgo de heroísmo en ello. Es la tradición, nada más. El capitán debe ser el último, eso es todo. Cualquier marino lo sabe. Y él es un oficial de la Armada argentina. Cualquiera en su lugar habría hecho lo mismo)

Náufragos. La dura supervivencia en las balsas. El viento y las olas empujaban a éstas hacia el casco del buque, que podía arrastrarlas consigo al fondo del mar, en el remolino de su hundimiento, si no se alejaban lo suficiente. Se remaba con lo que se podía: las palas, las manos. Una embarcación a motor logró alejar hasta unos cincuenta o sesenta metros a todas las balsas, menos a una.

El 'Belgrano' se inclinó lentamente hasta escorar 80 grados, con sus mástiles paralelos a la superficie del mar. Y luego siguió dando la vuelta, con la nobleza de un viejo y buen barco, mostrando las dos tremendas fisuras de 20 metros de largo y los terribles boquetes producidos por los torpedos. Se hundió del todo a las 17.00, tras una hora exacta de agonía. Las balsas, en principio unidas con cuerdas, fueron desperdigadas por el temporal. Algunas se alejaron para siempre hacia el sur, hacia las heladas aguas del Círculo Polar Antártico, y no serán encontradas jamás. El agua estaba a dos grados de temperatura; el aire, a cinco. Veinte, veinticuatro, cuarenta y ocho horas después, los náufragos fueron avistados por buques o aviones de reconocimiento salidos en su busca. De los 1.024 tripulantes, doscientos no han sido encontrados.

(El comandante se queda repentinamente callado, pensando, sin duda, en sus hombres arrastrados por el temporal demasiado hacia el sur, hacia la muerte por el frío, condenados a vagar: balsas fantasmas con cadáveres congelados entre los grandes icebergs del Antártico. Y de pronto comienza a explicar con vehemencia que en el momento de ser torpedeados navegaban a baja velocidad, sin escolta, fuera de la zona de guerra, sin medidas de detección antisubmarinas ni armamento antisubmarino, rumbo a la Argentina; que la artillería del viejo crucero no alcanzaba más allá de quince millas, que no eran un peligro para nadie; que para el submarino atacante fue tan fácil como torpedear a un barco mercante… Después se calla de nuevo, bruscamente, y su mirada vuelve a perderse en los recuerdos)

Mientras el 'Belgrano' se hundía en las balsas se cantó el himno nacional argentino. Y hago constar, porque el capitán de navío Héctor Bonzo me lo ha pedido, que la bandera no fue arriada del mástil de popa. Sigue flameando a 4.000 metros de profundidad bajo las gélidas aguas del Atlántico Sur, y fue lo último que los náufragos vieron antes de que el 'General Belgrano' se hundiera para siempre.

http://www.icorso.com/hemeroteca/PUEBLO/PDF/LA%20ODISEA%20DEL%20GENERAL%20BELGRANO.pdf


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