Juan Gómez-Jurado - abc.es - 03/09/2025
Mi hijo mayor ha roto a leer. Puede parecer raro que el hijo de un escritor no lo hiciera desde pequeño, pero la verdad es que corren los tiempos que corren, tozudos y enredados. Más allá de las lecturas de la infancia y de aquel espejismo que supuso 'Harry Potter', en su biografía siguieron unos años en los que no tenía ni tiempo ni ganas de seguir con eso de los libros. Se imaginan mi alegría el día en que, tras tantos años, volvió a cotillear mis estanterías en busca de algo que le apeteciera. Se imaginan, seguro, aún más esa alegría cuando me pidió que le aconsejara uno que pudiera gustarle. Dudé muy poco en recomendarle uno de Arturo Pérez-Reverte, 'El Capitán Alatriste', de 1996.
Mi hijo devoró aquel y todos los que han seguido, y eso, hoy día, uno de los muchos perros de la guerra que esperan ansiosos a que se escuche el llavero que abrirá la puerta de leer la nueva entrega. Como somos una familia poquísimo funcional, mi hijo me dijo un día que mis libros le gustaban mucho menos que los de Arturo porque en ellos entendía que ser de donde es, español, es, a la vez, una condena y un faro. Que le explicaban cosas que sentía y le conciliaban con reacciones suyas que no entendía. Yo, que hace mucho que me extirpé la vanidad en casa y que la que aún me quedaba la daría gustosa por ver que mi hijo sigue leyendo, tuve que darle la razón. Y que prometerme a mí mismo seguir aprendiendo de Arturo para mis próximas obras, como, por otro lado, he hecho desde que decidí ser escritor por su culpa.
Dice José Luis Garci que los españoles no nos queremos, y no descarto que tenga razón. Demasiadas cosas a medias. Demasiada tozudez. Demasiado silencio incómodo por comodidad. Demasiadas cosas que se hablan de puertas adentro, que decía la abuela que nunca tuve. Demasiado visillo corrido, demasiada pamela para salir a la calle. Demasiado traje de los domingos. Tanto hemos asimilado que hay cosas de las que mejor no hablar, por no liarla, tanto hemos hecho nuestro aquel consejo de tu padre cuando ibas a la mili de que mejor no ser cabeza de ratón ni cola de león, de que no hay que llamar la atención, de que la convivencia se engalana tapándose, que nos rechina que las cosas se hablen directas, se digan aunque se duden. Tanto hemos fabricado nuestras certezas en privado que nos escuece quien plantea cuitas en público. Por eso tiene que existir Arturo.
Me gusta pensar que los españoles somos como esa pareja de cincuentones que se sienta a tu lado en la terraza. Demasiados años (siglos) juntos. Ya saben los gustos el uno del otro, lo que les une y lo que podría separarlos y dan por hecho los primeros mientras esquivan los demás. Como son capaces de terminar todas las frases del otro, no necesitan apenas hablar. Hablar al menos honestamente, cara a cara, con honestidad, no iba a solucionar nada.
Cada ciertos años, alguno de los dos, siempre a tiempos alternos, se ha planteado la posibilidad de romper con todo, de mirar más lejos, con más altas miras, que el otro y proponer soluciones, no tanto definitivas como diferentes a su situación. Pero después llega la certeza de lo que aquello podría provocar: las discusiones, los repartos, las víctimas ajenas pero cautivas de aquella decisión.
Entonces, inevitablemente, vuelve la calma chicha a sus espíritus, se apañan al día a día, se reamoldan a tratar de aventar fantasmas, rencores, aristas… Y alfombran de nuevo el camino para seguir juntos sin tropezar en piedras que ya les han trastabillado antes por, han perdido la cuenta, cientonosecuánta vez.
«Cuanto más mediocre es el escritor, más ambiciosa es su obra». No es una frase de Churchill, ni de Spinoza. Me la dijo, lo crean o no, un borracho en un bar de Los Urrutias, Cartagena. Probablemente no es verdad, pero me dio que pensar, que no es poco.
Pensé en cómo de engrandecido te debes observar a ti mismo, con cuanta concavidad debes buscar tus espejos, para creerte capaz de explicar al ser humano con tus palabras. Luego te das cuenta de que ninguno de los grandes ha tratado de hacerlo, ni Shakespeare, ni Dostoievski, ni siquiera Bukowski. William habló de esa parte del ser humano que amalgama la ambición con el egoísmo. Incluso en 'Romeo y Julieta', Fiodor se acochina en la culpa y Bukowski en la disculpa.
Ni, por supuesto, lo intentó Cervantes. Que más que universalizar, bien se esmeró en reducir. Y no al ser humano, sino al español. Lo redujo a dos caracteres que, por aparentemente opuestos, no podían si no acabar juntos, uno como motor y el otro como ancla, los dos imprescindibles y dependientes para cualquier navegación.
Arturo me enseñó todo esto como dan las lecciones los que no quieren ser más importantes que la propia enseñanza, con sus escritos. Porque Arturo, aunque él no se lo va a reconocer a usted ni a nadie, no ha dejado de tratar de explicar España en cada cosa que ha hecho. Por mucho que traten de ponerle en ese papel, nunca con verdades vanidosas que debamos apuntar en una libreta, sino con espejos valleinclanescos colocados por sorpresa en sus novelas que te espantan de ti mismo seas del bando que seas dentro de todos los bandos que cada uno somos en este país. Arturo, como Welles en 'La dama de Shanghái', convierte este país, tan lleno de principios de barra de bar, de aseveraciones de puño en la mesa y de amenazas de chichinabo, en un laberinto en el que sólo te reflejas tú apuntándote a ti mismo con una pistola que pretende matar a todos los que no piensan como tú. Que, enseña Arturo, al final también eres tú.
Arturo entiende España porque la observó desde fuera del visillo muchos años. Desde otra cultura, otra mentalidad y otros tipos de guerra, más directos, más obvios, de los de bomba en un hotel a las cinco de la mañana, de los de cunetas con sus muertos a la vista, de los de fusilamientos en la plaza del pueblo y no en lejanas laderas. Y entiende, creo, que tratar de explicarla es lo más que se puede hacer.
https://www.abc.es/opinion/juan-gomez-jurado-aquello-hablamos-20250904140644-nt.html
No hay comentarios:
Publicar un comentario