Entrevista de Carlos Portolés - La Voz de Galicia - 13/09/2025
Por el mundo hay desperdigados unos pocos héroes. Suelen portar una gruesa coraza, pero a través de las grietas se adivinan emociones y dolores que fueron. Adioses rajadores. Lágrimas que nunca llegaron a asomarse y se quedaron enquistadas en las profundidades de la entraña. Arturo Pérez-Reverte (Cartagena, 1951), que ha visto cosas y ha estado en sitios —como estará el próximo miércoles en el espacio Afundación de A Coruña presentando su novela 'Misión en París'—, no solo ha conocido en hueso y carne a algunos de estos héroes. También se los ha inventado de la nada pluma mediante.
—En 'La legión invencible' (John Ford, 1949), John Wayne se acerca a la tumba de su esposa a decir adiós de forma sobria. Sin lágrimas, pero con emociones que asoman. Sus héroes son un poco fordianos...
—Son hombres duros, sí. Lo que pasa es que son héroes humanos. Y, como todo héroe humano, por duro que sea, tiene siempre una retaguardia, unas emociones, unos seres queridos, algo que lo motiva y que lo condiciona. Pero yo a esto no lo llamaría fragilidad. Lo llamaría, simplemente, humanidad. Mis personajes, mis héroes, son casi todos así. Hombres o mujeres, incluso a veces más las mujeres que los hombres, que son gente dura. Pero tienen siempre esa trastienda, esa retaguardia emocional que les impide ser puras máquinas.
—Aún se adivina en usted a ese niño que veía películas de vaqueros.
—Sin duda. Para ese niño, aparte de los libros leídos, las películas de John Ford son como un lugar fundamental, clave. 'La legión invencible' desde luego. O 'Fort Apache'. Todas las películas de John Ford marcaron mi infancia y también crearon un territorio. Lo que he hecho después ha sido intentar reconstruir ese territorio o enterrarme en él a buscar a gente parecida a la que yo descubrí en el cine y en las novelas. Y hay una parte de todo esto que percibe cualquier lector de mis novelas. Yo sigo jugando a eso. Sigo igual que cuando era pequeño. Es una forma de ver, de disfrazarte, de seguir vinculado a ese territorio de la niñez. Creo que mis novelas se nutren mucho de mi infancia.
—¿Ya sentía entonces fascinación por ese arquetipo que luego recogerían Alatriste y tantos otros hijos suyos?
—Claro. Yo leo 'Los tres mosqueteros' con 8 o 9 años. Mis novelas se nutren mucho de esa infancia, de esa formación infantil y juvenil. Entre los 8 y los 15 años, el cine y las novelas que leí me marcaron profundamente. Quedo fascinado. No por las historias o por las aventuras —que también— sino por los personajes. Son mis amigos, yo soy uno de ellos. Yo soy el quinto del grupo. Cuando leo, me imagino a su costado. Después me lancé a buscar a todos los Porthos y D’Artagnanes. Y los fui encontrando. Tengo la suerte de haberlos encontrado a menudo. También a algunas Milady.
—Milady, precursora de esa "femme fatale noire" tan fascinante.
—Las mujeres de mis novelas están casi todas condicionadas por esa Milady. Esa mujer dura que se encuentra en un mundo con reglas de hombres, que lucha contra los hombres con reglas de hombres, que está siempre sola, sin retaguardia. Que pelea en un territorio hostil. Para que veas hasta qué punto un libro, en este caso 'Los tres mosqueteros', puede marcar toda una vida.
—Pueden ser hasta admirables los villanos.
—Es que los villanos, para mí, son más interesantes que los buenos. He aprendido casi más de ellos que de los buenos. El bueno te puede enseñar bondad, lo cual está muy bien, es una referencia moral. Pero el malvado te enseña un montón de ángulos, de sombras, de oscuridades, de trampas, de situaciones extremas, que además te ayudan a prevenirte de ellos mismos. Un buen malvado cerca es también un maestro de vida. Si se tiene, claro, el criterio suficiente para no ser arrastrado.
Reverte se mueve cómodo en los grises. Ese terreno entre trinchera y trinchera donde los malos son capaces de cinco segundos de honra y los buenos se dejan llevar momentáneamente por las debilidades del espíritu. Nadie es santo y nadie es demonio. O nadie lo es del todo. Desde esta colina, con las botas puestas y bien embetunadas, defiende el escritor sus visiones.
—Hay muchos tonos de gris en sus obras.
—Ningún héroe mío es un héroe limpio e impoluto. Todos mis héroes tienen ángulos. Alatriste, por ejemplo. Es un héroe. Es mi héroe. Un héroe cansado, pero un héroe. Tiene rincones oscuros, ángulos, remordimientos, sombras, crueldades propias que no escamoteo. Yo he conocido en la vida a héroes reales. A héroes de verdad en situaciones extremas. Y te aseguro que todos ellos tienen ángulos. Yo nunca he conocido a héroes limpios, impolutos. Eso es una cosa del cine que vi de pequeño, que me hizo creer que los héroes eran limpios. Pero con el tiempo, la vida personal me demostró que no, que los héroes tienen un montón de a recovecos. Justamente eso es lo que los hace interesantes.
—¿Todavía se puede ser idealista?
—Ser un idealista a secas es peligroso porque eso lleva a la estupidez. Se puede y se debe ser idealista, pero siempre teniendo las referencias de lucidez suficiente para no dejarse aturdir por las propias ideas o por las ideas bonitas o hermosas. Incluso porque las ideas hermosas o bonitas, como las banderas y muchas cosas, siempre han sido manipuladas y lo siguen siendo. De esa manipulación hay que ser consciente. Por eso la lucidez es importante. A más cultura, a más lucidez. A más raciocinio, a más inteligencia, a más especificación, a más sagacidad, menos vulnerables a la manipulación proveniente de las ideas.
—Entonces Alonso Quijano no tenía razón?
—No, no la tenía. Estaba equivocado. Era demasiado bueno. Una persona buena en un mundo de canallas.
Hasta en las cavernas más oscuras barrunta en el ambiente la posibilidad nunca muriente del rayo de luz. No toda almendra es amarga. También hay motivos para levantarse de nuevo mientras haya piernas.
—Un tuit suyo de cinco líneas puede desatar debates encarnizados. ¿Le divierte esto un poco?
—Me divierte muchísimo. Tengo 74 años, una biografía larga y bastante completa. A estas alturas es muy interesante ver cómo gente con poca inteligencia o con un exceso de mala fe enfoca las cosas. Me hace mucha gracia. Hay un momento en el cual pasas una línea. Cuando eres joven, los ataques, las críticas de uno u otro lado pueden estropear tu carrera, hundirte un libro o incluso deprimirte en lo personal. Pero cuando ya has pasado esa línea, cuando ya tienes una edad, una obra, los lectores te conocen. Hace 35 años que escribo. Me conocen en 40 países. Nada de esto me afecta. Estoy a salvo. Y cuando sabes que estás a salvo miras todo esto con una sonrisa divertida.
—¿Hay alguna fórmula para no volverse cínico con los años?
—No hay una fórmula. Yo sé que yo no soy un cínico, evidentemente. Al contrario, todavía creo en cosas. Quizás por la lectura. He tenido buenas lecturas, buenos maestros. También buena familia, que me ha criado bien. He visto mucha gente convertirse en cínica, sobre todo en el trabajo que yo hacía cuando estaba en la guerra. Pero yo nunca lo he sido ni lo soy. Supongo que si fuera un cínico no escribiría novelas.
—A usted la guerra no se la han contado. Usted la ha vivido, a veces desde todos los bandos. ¿Acaba uno siempre sintiéndose identificado con la persona que tiene al lado?
—Siempre te sientes cerca de aquel cuya sangre te salpica. Eso es evidente. O aquel que te da un cigarrillo, o aquel con quien compartes sobresaltos, bombardeos o malos ratos. Pero justamente la lucidez consiste en saber que en el otro bando ocurre exactamente lo mismo. Aunque haya causas con mayúscula más justas que otras, lo cual es una gran verdad, a la hora de acercarte a la gente de a pie, a la infantería, al hombre que sufre, al niño, a la mujer, al huérfano, a la viuda, al soldado, ahí no notas gran diferencia. La diferencia se encuentra cuando llevas la mirada hacia arriba, hacia las causas. Pero cuando miras desde abajo no ves más que seres humanos. Y ahí te es muy difícil diferenciar a unos de otros.
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