06 septiembre 2025

Todos para uno y Alatriste para todos


Emilio Lara - La Vanguardia - 06/09/2025

Hace mucho tiempo aproveché que Fernando Fernán Gómez daba una conferencia en mi ciudad olivarera para escucharlo. Yo era un joven entusiasta de sus artículos, novelas y obras teatrales, así que asistí a su charla desde las primeras filas. Con su voz jupiterina y su dicción adiestrada en las tablas dinamitó la absurda diferenciación entre literatura culta y popular, o lo que es lo mismo, entre alta y baja literatura, pues a su entender sólo existía la buena y mala literatura. Llevaba más razón que un santo.

'Misión en París', octava entrega de las aventuras del capitán Alatriste, reitera el espíritu de la saga: entretener a raudales en un viaje de ida y vuelta al siglo XVII con una narrativa que sintetiza lo culto y lo popular, tal como hacían muchos autores del siglo de oro. Según la famosa división de Umberto Eco un entusiasta de Pérez-Reverte entre apocalípticos e integrados, los libros del capitán estarían entre estos últimos, al formar parte de una cultura de masas que asume una larga herencia literaria para mejorarla con los aportes de la modernidad.

En la nueva peripecia alatristesca, el académico logra la cuadratura del círculo. En primer lugar, rinde homenaje a las novelas de Alejandro Dumas al introducir a sus cuatro mosqueteros en la trama, manteniendo Alatriste e Íñigo Balboa sendos duelos con Athos y D’Artagnan sin que a la postre los espadachines queden necesariamente como enemigos. A ver, esto de trasvasar los mosqueteros de Dumas al territorio revertiano es para quitarse el sombrero, mejor dicho, el chambergo. En segundo lugar, el protagonista de papel homenajea al de celuloide al incorporar la frase más emocionante de la película. En tercer lugar, el argumento da tal giro en el tramo final que pilla de imprevisto al lector y lo hace dar un bote, pues plantea una misión capaz de enmendar la historia, algo que ya sucedió en 'El puente de los Asesinos' con el tema de la conjura de Venecia. Y, por último, la destreza profesional se consuma en cómo evolucionan los personajes.

Quevedo retoma su papel diplomático en la intriga, y como tiene la mecha corta en lo referente a Góngora, no pierde ocasión de injuriarlo, algo con lo que me troncho, porque jamás he soportado el culteranismo. El maño Sebastián Copons acentúa si cabe su lealtad hacia sus compañeros así haya paz o suenen los disparos, y en su primera valoración parisina, Notre Dame se le antoja más o menos como la catedral de Huesca. El cordobés Juan Tronera, un veterano de los tercios que sale por vez primera, me gusta especialmente por el carácter que le otorga Pérez-Reverte, el cual capta una forma de ser andaluza alejada de los estúpidos estereotipos. Íñigo Balboa, cronista de las aventuras del capitán, ha cumplido los dieciocho y es correo del rey, y continúa enamorado hasta el corvejón de la irresistible Angélica de Alquézar, convertida en una joven mujer fatal que deja atrás los malvados arrebatos de la adolescencia, mas no su naturaleza manipuladora y caprichosa.

Alatriste alcanza la máxima depuración de su personalidad expresada por la parquedad verbal y gestual, se ve poseído en ocasiones por un sombrío ensimismamiento de estirpe conradiana, exuda un aplomo que no elude la altanería por donde aflora su honor, y acepta su sino con una carga extra de melancolía que sólo alcanzan en la madurez las personas inteligentes. Las necias, nunca. Y el cardenal Richelieu se nos muestra con una fascinante altivez, como un iceberg de arrogancia y un dechado de mefistofélico pragmatismo. Su mera presencia carga de tensión las escenas. El suspense está servido. Los innumerables seguidores de Alatriste encontrarán en Misión en París una novela en la línea de las anteriores, pero aún mejor.

Llegado un momento, Arthur Conan Doy­le, harto de Sherlock Holmes, quiso desembarazarse de él y lo precipitó por las cataratas de Reichenbach luchando contra el profesor Moriarty. Millares de indignados lectores escribieron cartas a la revista que publicaba los casos del detective, hubo necrológicas en la prensa, mucha gente lució brazaletes negros y el autor recibió airadas cartas. Inglaterra guardó luto por un personaje que había trascendido a su autor y cobrado vida propia. Agobiado por la presión, Conan Doyle resucitó dos años más tarde al inquilino del 221 b de Baker Street para alborozo de sus fieles seguidores. Holmes había traspasado las fronteras de la narrativa y adquirido carnalidad mítica. En la historia de la literatura muy pocos personajes ingresan en el selecto club de los mitos vivientes. Sherlock Holmes lo es desde finales del siglo XIX; Alatriste, desde finales del XX.

Tras casi tres lustros de silencio narrativo de Alatriste, Arturo Pérez-Reverte no ha sufrido escraches por parte de los entusiastas del capitán, ni estos han convocado manifestaciones en los puertos del Mediterráneo, a la espera de que el escritor regresase con su barco de alguna travesía. Eso sí, no han perdido ocasión de preguntarle por el veterano soldado, e incluso de dar la matraca, esperanzados de que hubiese historias alatristescas hibernando en las tripas del ordenador del académico, o cociéndose lentamente en su cabeza, como el pan en un horno de leña. Es normal. El capitán Alatriste se ha convertido en un fenómeno sociológico, en un personaje intergeneracional, en un icono literario comparable a la Alicia del País de las Maravillas, Harry Potter o Poirot.

En España no se veía un éxito popular semejante desde los 'Episodios nacionales' de Benito Pérez Galdós. Y Alatriste llegó en el momento adecuado. La novela histórica se propulsó en nuestro país durante la Transición gracias a 'Yo, Claudio', de Robert Graves. La excelente serie de la BBC emitida por RTVE hizo que millares de telespectadores devorasen la novela y se apasionasen con la Roma antigua, lo que explica las abultadas ventas con posterioridad de Memorias de Adriano, de Marguerite Yourcenar. El prestigio internacional de la novela histórica lo consiguió Umberto Eco con 'El nombre de la rosa', y en 1987 Juan Eslava Galán, con 'En busca del unicornio', consolida el canon contemporáneo de este subgénero literario y lo populariza definitivamente. En 1996 se publica 'El capitán Alatriste', el primer libro de la saga, cuyas primeras líneas adquirirán el aura de toda novela legendaria: “No era el hombre más honesto ni el más piadoso, pero era un hombre valiente. Se llamaba Diego Alatriste y Tenorio, y había luchado como soldado de los tercios viejos en las guerras de Flandes”. 

Alatriste, soldado del tercio viejo de Cartagena patria chica de su autor logrará lo inaudito en la novela histórica: ser un banderín de enganche para los jóvenes y ganarlos para la causa lectora, algo inalcanzable para los muy publicitados y subvencionados planes de fomento de la lectura acometidos por las instituciones. Los libros del capitán entran en tromba en colegios e institutos y en un abracadabra reúnen a tres generaciones lectoras: hijos, padres y abuelos. Nunca había sucedido esto.

Los principios activos de esta botica revertiana son: un estilo narrativo con un aroma arcaizante que le confiere la sonoridad del castellano antiguo, un código ético sin caducidad, la revalorización del Siglo de Oro, el impulso al conocimiento de la historia del Imperio español sin sesgos ideológicos, la asunción de un clasicismo narrativo renovado, el retrato de la condición humana con sus pliegues y entretelas, la exhibición de las altas y bajas pasiones sin los filtros de la corrección política, el juego literario entre los protagonistas y sus antagonistas y la capacidad de elevar el entretenimiento a la categoría de arte. Ahí es nada.

Como ocurre al mondar toda gran novela, hay varias capas de lectura que van desde las aventuras de capa y espada hasta un equilibrado aliento cervantino y quevedesco que permea toda la saga y se aprecia en los sueños de gloria, la vida cotidiana de las gentes, la melancolía crepuscular, las amistades incorruptibles, la teatrera banalidad de los imbéciles y las limosnas que acostumbra a dar la vida.

La conversión en mito exige que el personaje desborde al autor y en cierta medida se emancipe de él. Que la gente lo haga suyo, que la haga soñar. Incluso que muchos piensen que la persona de papel y tinta fue de carne y hueso, tal es su verosimilitud literaria, su potencia icónica, las virtudes y defectos que quintaesencia y las emociones que despierta. En el caso de Alatriste el proceso fue vertiginoso, y a los millones de libros vendidos ayudaron el cine, la televisión, las representaciones teatrales, la obra gráfica, la avalancha de tesis doctorales y el turismo por los escenarios alatristescos. El espadachín, por cierto, llevará en volandas a su creador a la RAE. En justa correspondencia su discurso de ingreso versó sobre “El habla de un bravo del siglo XVII”.

El viejo soldado que alquila su espada es un cruce revertiano de vida, literatura y cine; una alquimia de antiguo corresponsal de guerra, folletines de Alejandro Dumas y películas de John Ford. Flandes es la Troya de Alatriste, y desde entonces el héroe cansado emprende una odisea en compañía de leales amigos para regresar no a Ítaca, sino hacia sí mismo. 'Misión en París' es la octava aventura del capitán, y sus seguidores esperamos que haya más, que la siguiente no se haga de rogar tanto, que nos enrolamos donde haga falta y nos batimos con quien sea para poder leerla, y luego comentarla con los camaradas lectores y acordarnos de los camaradas ausentes que tanto disfrutaron las anteriores aventuras.

Un clásico de la literatura es un escritor o un libro que ensarta unas generaciones con otras y construye un imaginario. Los clásicos son intemporales porque sobreviven a los relojes, la primera vez que alguien los lee descubre un mundo comprimido, y cada relectura aporta nuevos matices. Por todo ello, Alatriste ya es un clásico .

Y es que Pérez-Reverte, al contar lo que fuimos, cuenta lo que somos.

https://www.lavanguardia.com/cultura/culturas/20250906/11023785/alatriste-perez-reverte.html

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