Juan Marqués - elmundo.es - 02/09/2025
Lo diré sin rodeos innecesarios: tan cierto como que a mí, en un primer momento, no me apetecía demasiado ponerme a leer la nueva aventura del capitán Alatriste, es que, una vez puesto a ello, al llegar a la página 30 ya no quería hacer otra cosa y, de hecho, apagué el teléfono y aparté el ordenador para disponerme a disfrutar como un niño. Y en realidad es muy natural que así fuese: uno ya no está en la literatura para meterse en mandobles, escaramuzas y enamoramientos, pero, cuando uno está ante ellas y las reconoce como de buena calidad, despierta y resurge instintivamente ese lector primitivo e impaciente que todos los lectores de verdad llevamos allá dentro, igual que en las capas más profundas del cerebro humano se agazapan todavía los del pájaro o los del reptil.
Quiero decir que antes de, pongamos por caso, el 'Viaje a la Alcarria', estuvo Marco Polo, y antes que a Josep Pla leímos a Jules Verne, y antes que el 'Ulises' la 'Odisea'... y esas primeras emociones literarias no son sólo la base de un lector, sino más bien su casa, su refugio, un sitio familiar al que no regresamos tanto como en el fondo desearíamos.
Arturo Pérez-Reverte (Cartagena, Murcia, 1951) es alguien que, indiscutiblemente, posee la habilidad de devolvernos a ese hogar universal, y lo hace con una frecuencia asombrosa, no sólo por su fecundidad (últimamente publica una media de tres libros cada dos años) sino por el acierto de muchas de ellas. No todas sus novelas son igual de buenas, pero cuando lo son no tiene rival a la hora de atrapar, entretener, divertir y convencer. Y tengo que decir que su nueva novela, 'Misión en París', es de las realmente buenas.
No debe decirse que sea ésta una novela histórica (sé que hay por ahí gentes de credulidad inmadura que se dejarían matar antes que reconocer que el capitán Alatriste nunca existió, y que desdichadamente confunden el contexto real y riguroso de estas aventuras con sus evidentes invenciones, licencias o aun abusos) sino una ficción que se agarra con fuerza y buena documentación a la Historia real para volar más alto y para impresionar o incluso conmover con determinadas apariciones: en este caso los reyes de Francia, el cardenal Richelieu, el duque de Buckingham o, un libro más, el conde-duque de Olivares o un zumbón Francisco de Quevedo convertido en conspirador internacional (por no destripar -nunca mejor dicho...- la aparición de otros ilustrísimos personajes de la literatura con los que el autor de 'El club Dumas' se hace casi un auto-guiño).
Hablando de personajes literarios muy queridos, no hay que olvidar que Pérez-Reverte viene de 'El problema final', un temerario remedo holmesiano que resolvió también con nota alta, y la verdad es que Alatriste, entrega a entrega, y van con ésta ocho, va asimilándose en más detalles íntimos al habitante de Baker Street: yo no lo recordaba tan bebedor como en este libro (en una noche de reflexión se bebe tres botellas de vino, como aquél hacía en sus cavilaciones al inyectarse melancólicamente cocaína disuelta en agua), una vez más queda claro que su relación con las mujeres está condicionada por traumas o desilusiones remotas (o por la idealización de su particular Irene Adler, la napolitana Emilia) y desde luego es huraño pero divertido, introvertido y exquisito, profundamente contradictorio dentro de unos principios inflexibles: se enfrenta a superiores por los que moriría sin pensarlo, reivindica su honor tras participar en una matanza de personas que dormían y de una sirvienta...
Como se dice hacia el final, Alatriste tiene ya "cuarenta y cinco bizcochos" y se va haciendo aún más meditativo que cuando lo conocimos, más joven. Por otro lado, es mucho más prudente que su autor (no me imagino al capitán Alatriste lanzando estocadas desde una cuenta de Twitter), pero es que su trabajo no es filosofar sino obedecer. Hasta bien superada la mitad del libro, de hecho, no se entera Alatriste de qué es exactamente lo que lo ha llevado a él y a su cuadrilla a París, ni qué se espera exactamente de ellos allí (o, mejor, en La Rochela, diga lo que diga el soso e inexacto título de esta entrega), pero ése, bien pensado, es un auto-tópico no sólo de las aventuras del capitán sino, en general, de las novelas de su creador, en las cuales, por más inteligentes y cautelosos que sean sus protagonistas, suelen éstos estar sometidos a una voluntad o una autoridad superiores que los condicionan o incluso los manipulan como a marionetas. Aunque, al fin y al cabo, ése es siempre el destino inevitable de un buen soldado.
No puedo adelantar ningún detalle de la trama sin destrozarla, pero, como cabía esperar, hay numerosos aciertos tanto argumentales como estilísticos, una prosa en tensión bien calculada, con tramos apacibles y tramos exaltados, y diálogos chispeantes salpicados de buenas citas de "famosos ingenios de esta Corte" (y uno de los sonetos epilogales, por cierto, lo firma nuestro Antonio Lucas). A cambio, se escapa alguna frase que, si no agramatical, sí parece más que mejorable ("Cruzaron el patio sintiendo numerosas miradas fijarse en ellos", "Desde antes [de] que estos señores nacieran"...), alguna obviedad manifiesta ("El día era soleado y la temperatura agradable, por lo que se estaba bien en la calle"...) o incluso algún minúsculo gazapo: en la página 136 la diabólica Angélica de Alquezar nombra a "Íñigo" y éste, conmocionado, afirma que "era la primera vez que en París pronunciaba mi nombre", algo que, según hemos leído, había hecho ya diecinueve páginas atrás, en la 117.
Pero lo fundamental, con todo, es lo ya explicado sobre el magisterio de Pérez-Reverte a la hora de enfrentarse a estas tramas, de modo que quien diga que 'Misión en París' es una mala novela, es que o bien no la ha leído, o bien está mintiendo, o bien ha olvidado tristemente con qué intención o para qué misión primigenia de encandilar (y poner por unas horas entre paréntesis el mundo y la realidad) nació la literatura.
https://www.elmundo.es/la-lectura/2025/09/02/68b5cbfae4d4d88a078b459e.html
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