Entrevista de Juan Cruz - El Periódico - 03/10/2022
Sombrero en mano, la sonrisa feliz como si viniera de ganar una batalla (en este caso, venía de una reunión con libreros), Arturo Pérez-Reverte se adentra en la geografía del Palace, el hotel donde con frecuencia cenaba con sus amigos Javier Marías y Tano Díaz Yanes, con la misma confianza en el futuro con la que hace años departía allí con sus primeros editores, los que le vieron triunfar, por ejemplo, con la serie del Capitán Alatriste y, mucho antes, con 'La tabla de Flandes'. Luego para él vinieron éxitos que se enumeran también como triunfos de ventas, debidos a novelas como 'El tango de la Guardia Vieja' o 'El pintor de batallas', sus novelas más íntimas, o 'La Reina del Sur', que dedicó a las reyertas que han hecho de México un territorio peligroso y fascinante, difícil, una materia que siempre le resultó atrayente como asunto de su literatura. Ahora vuelve a adentrarse en él con 'Revolución', la novela que acaba de presentar, en la que los latidos de aquel México de Pancho Villa y otros héroes que configuraron el México de hoy se confunden con los sonidos de ese país que él mismo lleva en su corazón de hombre y de novelista. Bajo esa cúpula del Palace que tantas conversaciones suyas ha acogido se desarrolló esta conversación, que se reproduce casi como fue.
—No es frecuente empezar haciendo una pregunta con una sola palabra: 'Revolución'. ¿Por qué eligió esa palabra para el título?
—La novela no iba a llamarse así. Iba a llamarse 'Desayuno en Sanborns'.
—Como uno de los capítulos.
—Sí. Pero me di cuenta de que eso, que en México hubiera sido completamente comprensible, no se habría entendido aquí ni en otros lugares. Entonces decidí dejar ese título a un lado y llamarla 'Revolución', algo mucho más general y universal.
—Nada más empezar ya anuncia de qué va la novela. “Esta es la historia de un hombre, una revolución y un tesoro”.
—Soy un novelista profesional, llevo muchos años en este oficio y sé que tengo que utilizar las mejores herramientas narrativas para que el lector se enganche. Los principios no se improvisan, se elaboran durante mucho tiempo. Porque un mal principio puede estropearte toda la novela.
—¿Cómo se fue decantando esta historia?
—Uno vive con un montón de historias que te acompañan. Luego van saliendo. Estuve un año o año y medio escribiendo esta, pero a veces el proceso de escritura es sólo la culminación de algo que lleva en ti toda una vida. Imaginarla, estructurarla, desarrollarla… fueron unos 10 o 15 años. Dicho lo cual, uno de mis bisabuelos era ingeniero de minas, en Cartagena, y un compañero suyo se fue a México y le mandaba cartas contándole de Pancho Villa y de aquel universo de personajes. O sea, que en mi casa yo ya oía desde pequeño cosas de la Revolución Mexicana y crecí con los nombres de Pancho Villa y de Emiliano Zapata en la cabeza. Luego esos recuerdos y lecturas y conversaciones… tomaron forma de novela y me puse a escribirla.
—El lenguaje mexicano, por así decirlo, también está muy presente a lo largo de la novela. Es decir: hay una voluntad de adentrar al lector en México. Incluso de dar la sensación de que esto ha sido escrito por un mexicano.
—Sí. Porque quería que el lector no viera todo esto desde fuera. Quería que desde el principio se sintiera dentro de la historia. Para eso había que hablar como se habla en México. Yo, por la experiencia de 'La Reina del Sur', sabía que no podía hacer hablar igual a todos. Sabía, por ejemplo, que Villa hablaba diferente a Madero, que era un abogado. Pero también sabía que el lenguaje mexicano de hoy es diferente al que se hablaba en 1913, y lo que hice fue leer varios textos de la época. Novelas como 'Los de abajo', 'Cartucho', 'Vámonos con Pancho Villa'… De libros como esos fui sacando palabras, refranes, nombres de lugares… cosas que me servían para recrear el habla de esa época. Pero lo que hice fue una especie de adaptación. Porque el lenguaje no va directamente de la calle a la novela. Hay que transformar todo en un lenguaje literario. Este, he de decirte, fue el trabajo más laborioso de la novela, pero también el trabajo más divertido…
—Además de las palabras, aquí también se escuchan los fusiles, las pistolas…
—Eso es por las onomatopeyas. Lo que pasa es que yo he vivido la guerra, la conozco, sé cómo suena un combate. Entonces intento rodear al lector de ese ambiente, que se meta en ese mundo con sonidos, onomatopeyas, diálogos picados… Son técnicas. Llevo muchos años en esto y he aprendido a desarrollar mis métodos para lograr ese tipo de cosas.
—Está el sonido de la Revolución, pero no está el sonido del miedo.
—El miedo se ve diferente si estás fuera o si estás dentro. Quien está dentro de la acción siente el miedo de una forma diferente. Cuando estás fuera te parece que el miedo es la sensación dominante, pero si estás dentro el miedo es un factor secundario. Es que no es lo mismo el miedo que el instinto de supervivencia, el saberte mover, el adecuarte a un territorio hostil. El miedo suele venir antes o después de una acción. Raras veces durante la acción. Por lo menos esa es mi experiencia personal.
—¿Cuál es la relación que quiso contar entre los españoles que estaban ahí y los mexicanos?
—En ese momento no había muchos españoles. Y los que había solía ahorcarlos Pancho Villa. Villa era muy antiespañol. Pero Martín, un español que no parece español, se integra a la lucha, y Villa lo ve como a uno de los suyos. Es decir: Martín no ejercita su españolidad. Al contrario: renuncia a ella o la diluye y se integra en la Revolución. Y ahí… permíteme que te cuente algo: yo le he prestado a Martín esa característica. Porque cuando yo voy a México no me siento extranjero. ¡Nunca! A ver: yo no soy Martín. No soy su cabeza o su biografía o sus sentimientos o su forma de hacer las cosas. Pero le he prestado mi mirada. Cuando fui a la guerra [como enviado especial de prensa y televisión] por primera vez, me di cuenta de que ahí se podían aprender cosas, al margen del horror. Y esa forma de ver las cosas es la que le he prestado a Martín.
—Hasta tal punto se la ha prestado que a veces habla como usted.
—Pues… sí. Cuando yo volvía de una guerra no volvía con el horror en la cabeza, sino con una geometría en la cabeza. Es decir: qué es el ser humano, que es la vida, qué es la muerte. Eso es la geometría.
—La violencia es un instrumento principal de este libro. Está la crónica de una ejecución.
—De varias. Muchas ejecuciones.
—Sí. Pero a lo que me refiero es aquella en la que la lentitud de la violencia llega a ser cruel.
—Es que la violencia suele ser lenta. No es un estallido. Es una sucesión de momentos. Cuando la violencia es parte de la rutina, ya no te horroriza. La analizas, la observas, buscas las causas… Y sólo así sacas lecciones reveladoras de lo que es el corazón humano, para lo bueno y para lo malo.
—Aquí hablan hasta las balas.
—"Las balas las disparan los hombres y las reparte Dios", dice uno de los mexicanos. Y ante las balas, el que observa dice: "¿Qué diablos estoy haciendo aquí?". Yo dije eso en más de una de las guerras a las que fui.
—También hay cierta melancolía en la narración.
—Es que una novela se alimenta, entre otras cosas, de la memoria. Y en la memoria hay, entre otras cosas, nostalgia. También tiene olores, por ejemplo. Mira: los olores de la guerra perduran. Hoy, que han pasado 30 años de la última guerra a la que fui, todavía tengo el olor conmigo. Te cuento algo: poco después del 11-S llegué a Nueva York y dije: "¡Aquí huele a guerra!". Claro, estaba a dos manzanas de donde estaban las Torres Gemelas.
—Todo ocurre, obviamente, en el tiempo de la novela. Pero en estas páginas hay cosas que podrían ser del México de hoy.
—Sí. Lo penoso es que la Revolución mexicana sirvió para que otros ocuparan el poder, pero con los mismos vicios de quienes fueron echados del poder. Gran parte del pueblo, que fue el que hizo la Revolución, todavía hoy vive como en esa época. Desgraciadamente es así. Tanto heroísmo, tanta muerte… para poco o nada.
—Esa percepción, ¿le ha llevado a usted al escepticismo político?
—Sí. Pero no sólo respecto a México, sino en general. ¿Sabes qué pasa? Cuando uno escucha cosas que ya escuchó en otros lugares y sabe cómo terminaron, se te quita la esperanza, te vuelves escéptico. Ya me gustaría a mí percibir en algún discurso político de hoy esperanza, alegría, futuro… Pero no, no.
—En medio de la Revolución, le preguntan a Martín algo que muchas veces nos han preguntado a los que vamos a México: “¿Usted cómo nos ve?”. Y Martín dice: “Crueles y tiernos al mismo tiempo.”
—Sí. Y esa es mi respuesta también. Yo veo así a los mexicanos.
—Pancho Villa le responde: “¡¿Tiernos?! Vigila las nalgas cuando duermas por si te dan tu agua”.
—Sí, jajajaja. Es el lenguaje machista de Villa. O de la época, también. Mira: de todos los personajes de la novela, quizá el de Pancho Villa es el más real. Era un bandolero, no un político. Quizá por eso es más fascinante que Zapata. Zapata es el indio serio, triste, revolucionario, con el destino pintado en la frente: te van a matar un día. Pancho es un bandolero mujeriego, que no bebía ni fumaba, pero era pendenciero, bronco, ingenioso, un brillante guerrillero.
—¿Qué relación le ve al México de hoy con España?
—Para mí México y España es el mismo ámbito. No hay ninguna diferencia. La lengua nos hermana de una manera fraternal. Pero luego entra la política y… con mala fe cava pozos. Pero eso es algo artificial. Ningún español que vaya a México se siente extranjero. Y ningún mexicano que venga a España se siente extranjero. Yo lo veo así. Yo voy a México y voy a mi casa. Por eso me permito decir públicamente cosas sobre México como las que digo aquí públicamente sobre España. Tengo tanto derecho a hablar de México porque es mi patria también. Es más, fíjate lo que te digo: esta novela está escrita por un mexicano, no por un gachupín. Yo no soy un gringo que se pasea por México para hacer luego una novela exótica. No. Yo soy un mexicano nacido en España que escribe sobre México con una mirada mexicana. Ese es mi orgullo personal.
—Cuida mucho el paisaje.
—Sí. El paisaje crea ambiente, crea clima. No abuso, ¿eh? Pero de pronto describir un atardecer, por ejemplo, hace que el lector se sienta más arropado en la historia. La guerra, la Revolución, es como ir en un taxi: te subes a un taxi y, hasta que te bajas, el mundo queda en suspenso. El pasado y el futuro desaparecen, viven en una especie de situación intermedia en la cual importa el presente y nada más. Por eso hay que ser tan meticuloso al describir ese periodo. Porque la sensación de que la guerra te encierre durante un rato es una sensación que hay que desarrollar. Es muy interesante y muy educativa.
—Hay un momento en que la guerra de Martín y la de Garza [revolucionario de la partida de Villa] se parecen.
—Sí. Porque cuando acaba un conflicto ves que no ha beneficiado a quienes lo merecían. Tú mira a Nicaragua: esa guerra sirvió para que ahora Ortega tenga su feudo familiar. Y como esa guerra, otras tantas. ¡Lo he visto tantas veces! Mira a Rusia también: cayó un régimen y con el paso del tiempo mira ahora quién está. Pasa siempre.
—Lo que quiero decir es que no hay tanta diferencia entre los que están de un lado y de otro.
—Sí. Por eso escribí 'Línea de fuego'. Cuando te acercas al ser humano… ves que es así. Cuando estás con la gente en una trinchera o en otra, ves que sólo hay seres humanos con características comunes. Da igual la causa o la ideología. Pero hay gente que no se da cuenta de eso, no sé por qué. No es que la guerra te haga equidistante, esa es una palabra estúpida. La guerra te da ecuanimidad para ver las virtudes del enemigo y los defectos en el bando propio.
—“En la guerra hay la costumbre de la crueldad”, escribe.
—No es costumbre. Es necesidad. Sin crueldad no hay guerra.
—Crueldad y ternura, parece.
—Sí. Como los mexicanos. Por eso me gustan tanto los mexicanos, porque son las dos cosas. No son ni bobalicones ni bestias. Son dos cosas a la vez: tiernos y crueles. Y eso es muy humano.
—México es en sí una novela. Es decir: esta novela se llama 'Revolución' pero se podría haber llamado 'México'.
—Sí. Absolutamente de acuerdo. Los pueblos tienen un determinismo que tiene que ver con factores interiores y exteriores. México es el resultado de su propia idiosincrasia. Como España o Inglaterra lo es de la suya. México lleva dentro el dolor, la desigualdad y la injusticia.
—¿Cómo explicaría hoy qué es México?
—Una mirada de rencor en una cara aindiada. México es la mirada de un indio que está en la calle pidiéndote que le dejes limpiarte los zapatos. Entonces tú les miras a los ojos y te das cuenta de que no han perdido el orgullo y que ahí, en los ojos, tienen un rencor hecho de dolor e injusticia durante siglos.
—“Los ricos son los de antes y los pobres también”, es una frase que he subrayado en la novela.
—¡Pues muy bien! Porque eso resume lo que es la novela. Y eso define México también.
—Otra frase: “Ninguna palabra es tan bonita como Revolución, pero se hace matando”.
—Es la pura verdad. No es una opinión de Pérez-Reverte. Es así.
—Cuando termina un ejercicio novelístico como este, de más de 400 páginas, ¿qué se queda en su alma?
—Un gran aprendizaje. Cada novela te obliga a leer, a pensar, a mirar. Entonces, al terminar cada novela has vivido más. Has multiplicado tu vida por muchas vidas. Por eso una novela es un acto de aprendizaje.
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