12 octubre 2022

"La guerra es una extraordinaria escuela de lucidez"


Entrevista de Rafael Narbona - elespanol.com - 12/12/2022

Arturo Pérez-Reverte nos ha citado en una habitación del Hotel Palace de Madrid. Mientras subimos en ascensor y recorremos un pasillo alfombrado, pienso que Pérez-Reverte, autor de treinta y dos novelas, es un clásico vivo. Algunos le han comparado con Dumas o Verne. No es un símil desatinado, pero yo creo que en sus novelas hay algo más que entretenimiento. Su maestría narrativa incluye una perspectiva estoica de la existencia, una trágica conformidad con las leyes de la naturaleza, una celebración de la vida en lo que tiene de juego y riesgo. Pérez-Reverte nos recibe con cordialidad, prodigando abrazos y sonrisas. Con una americana de ante y una camisa azul, nos invita a sentarnos y nos ofrece un café. Comienza la conversación.

—Mi primera pregunta es sobre otro autor. ¿Qué impacto le ha producido la muerte de Javier Marías y qué lugar cree que va a ocupar en la historia de la literatura?

—Uno está acostumbrado a que la gente se muera, y a la edad que yo tengo ya son muchos amigos los que han ido cayendo en el camino. Muchos. Demasiados quizás. Cada pérdida ha dejado un hueco en mi vida. Javier es una ausencia más. Dolorosa, muy dolorosa. Que Javier haya muerto sin el Nobel le quita prestigio al Premio Nobel. Era un Nobel natural. Debería haberlo recibido hace mucho tiempo. El Nobel busca cada vez más el efectismo, el flash mediático. Se ha olvidado de la calidad. Lo de Javier es realmente una injusticia. En cuanto al lugar que ocupará en la historia de la literatura, la experiencia demuestra que España es un país con poca memoria. ¿Quién se acuerda de Torrente Ballester, Cela, José Luis Sampedro, Aldecoa, Laforet o Delibes, del que se habla mucho pero se lee muy poco? En España, salvo los grandes clásicos, los escritores se sumen en el olvido enseguida. Así que supongo que con Javier pasará lo mismo. Su muerte avivará la lectura de sus libros, pero después de un tiempo, correrá el mismo destino que Delibes, Aldecoa o Laforet. Lo cierto es que Javier debería permanecer, porque era un escritor de Nobel, un clásico. Realmente lo era.

—Javier Marías decía que la posteridad no existe.

—Javier y yo hablamos mucho de eso. Él era consciente de que la posteridad es relativa. Que a mí se me olvide dentro de dos años me parece bien, pero que a Javier Marías se le olvide me parece injusto. Sin embargo, él asumía ese destino y no se lo planteaba de forma dramática. Sabía que desaparecería, como todos y no le quitaba el sueño.

—Algunos lectores nos resistimos a que sea así. Yo creo que Marías y usted sobrevivirán a la criba del tiempo. Se les seguirá leyendo dentro de muchos años.

—Creo que se equivoca. Y Javier opinaría lo mismo.

—¿Por qué ha empezado 'Revolución' con una cita de Joseph Conrad? En la entrevista que le realicé a Javier Marías y que apareció en esta revista en enero de 2022 hablamos de literatura y me dijo que a los dos les entusiasmaba Conrad, pero que a usted no le gustaba nada Faulkner.

—No me gusta nada. Por supuesto, lo he leído, pero no me interesa como autor. En cambio, admiro mucho a Conrad, algo que me unía mucho a Javier.

—¿Ha escogido una frase de Conrad porque 'Revolución' es un viaje al corazón de las tinieblas o porque refleja la evolución de Martín Garret, el ingeniero español que protagoniza Revolución?

—No pensaba en 'El corazón de las tinieblas'. Esa novela no ha tenido mucho peso en mi vida. Yo he viajado al corazón de las tinieblas muchas veces. La cosa no va por ahí. Elegí una frase de 'La flecha de oro' porque es una novela de iniciación, de aprendizaje, donde Conrad cuenta cómo de joven traficó en Marsella con armas para los carlistas españoles. 'Revolución' es la flecha de oro de Martín Garret, el hilo que narra su evolución.

—Se podría decir que es un viaje a la madurez.

—Exactamente. La cita de Conrad también podría valer para mí. Abandoné mi casa natal para viajar y descubrir las reglas de la vida y la muerte. Todo eso lo proyecto sobre Martín Garret, un joven que se transforma y madura con la experiencia de la guerra, algo que me sucedió a mí también.

—Martín Garret no elige hasta bien avanzada la novela. Al principio suena un disparo y él simplemente está allí porque le han contratado como ingeniero de minas. Después, un grupo de revolucionarios entra a un bar y todo parece encadenarse fatalmente. En cambio, usted sí eligió. Desde el principio.

—Es cierto. Yo sí elegí. Fui un niño lector. A los veinte años, había leído todo lo que se podía leer a esa edad. En mi casa había dos bibliotecas. Por un lado la de mi abuelo, nutrida de clásicos griegos y latinos y de grandes autores del XIX y el XX, como Balzac, Victor Hugo, Dostoievski, Emil Ludwig o Stefan Zweig. Por otro la de mi abuela materna y mi tía Pura, su hermana, que era viuda, abastecida de novelas policiacas y novelas de misterio, con "best sellers" de Frank Yerby, Vicki Baum, Irving Wallace y autores similares, principalmente norteamericanos. Yo crecí con un pie en cada biblioteca. Fue un aprendizaje extraordinario. Debo decir que aprendí más de técnicas narrativas en la biblioteca de mi abuela y su hermana que en la de mi abuelo. A los veinte años, con dos bibliotecas leídas, decidí marcharme para comprobar si el mundo era tal como lo narraban. Cogí una mochila, eché unos cuantos libros y me marché a ver si en la vida real había realmente grandes aventuras, burdeles en Bangkok, tiroteos en México, machetazos en África y si era posible hacer amigos como el capitán Haddock o Long John Silver. Descubrí que sí, que realmente las cosas eran como las contaban. Y cuando me topé con la violencia no me paralicé ni me traumaticé. Pude contemplarla con calma, pues disponía de los mecanismos intelectuales necesarios para afrontarla y soportarla. Vi a los paracaidistas turcos caer sobre Chipre y a los griegos despedirse de sus mujeres para ir a luchar. Era como contemplar a Héctor despidiéndose de Andrómaca. Cuando pasé varios meses perdido en Eritrea veía la Anábasis, a Jenofonte, a Tálasa, al Mare Nostrum. Me enganché a la aventura, a la adrenalina, al peligro, a las situaciones límite. Así descubrí cosas que en España habría tardado una vida entera en conocer. La guerra es una extraordinaria escuela de lucidez.

—Y ¿por qué ahora una novela sobre la Revolución Mexicana? Se dice que solo hace entretenimiento, pero yo creo que sus novelas, que desde luego pueden leerse y disfrutarse como historias de aventuras, también incluyen otras cosas. Por ejemplo, 'Línea de fuego' es una visión de la Guerra Civil española con la perspectiva de Chaves Nogales, de esa Tercera España que no pudo ser. 'El italiano' revela que entre los fascistas también había héroes y entre los aliados auténticos canallas. No se limita a narrar aventuras.

—Yo evito que en mis novelas el concepto sea una evidencia que lastre la narración. El concepto debe estar incluido en el diálogo y la acción. Evito hacer cosas como: "Martín Garret pensó…", "Julien Sorel miró por la ventana y pensó…". Es una manera  muy torpe de subrayar las ideas esenciales. Es como decirle al lector: "Esto es lo importante, atención a este párrafo". Las ideas, los conceptos, deben estar introducidos de una manera muy poco visible. Han de pasar inadvertidos y así el lector los asimila sin darse cuenta. Yo no tengo el menor interés en que se diga que mis novelas encierran grandes enseñanzas filosóficas. Yo sé cómo son mis novelas, y los lectores también. Eso provoca que algunas personas me adoren como escritor y otras me detesten. Así son las cosas. Les sucede a todos los autores. Salvando las inmensas distancias, le pasaba a Cervantes, cuya obra despertaba el desprecio de Lope de Vega. La crítica negativa ha existido siempre. Como decía aquel, qué placer poder decir que mi enemigo ha escrito por fin un libro.

—Antes comentaba que deslizaba subrepticiamente los conceptos, y lo cierto es que en 'Revolución' no hay frases moralizantes o explícitas, pero sí la idea de que vivimos bajo una bóveda sin dioses y que la geometría del universo es implacable. La naturaleza tiene sus propias reglas y no se preocupa por nuestro bienestar. En definitiva, despliega una visión trágica de la existencia.

—Yo no pienso que sea trágica. ¿Por qué la muerte, la violencia o el dolor deben ser considerados trágicos? Forman parte de las reglas del cosmos. 'El pintor de batallas' está dedicada a eso. Es mi novela más autobiográfica. Mi conclusión, lo que he aprendido de mi vida como lector, reportero de guerra y escritor, es que el dolor, la violencia, las desgracias, el iceberg del Titanic, son una parte tan consustancial de la vida como la felicidad, el amor, el sexo o el éxito. Me enfrento a estos elementos, como escritor y como ser humano, con la ecuanimidad del que conoce las reglas del universo. A los veintidós años, cuando empecé a familiarizarme con los campos de batalla, descubrí que la guerra revelaba esas reglas, muy superiores al ser humano. A pesar de la importancia que nos damos no somos más que hormiguitas bajo la bota de un dios implacable, y ese dios es la naturaleza. Somos carne de esa geometría, una geometría que carece de sentimientos. La muerte, el dolor, son naturales en la vida. Para mí descubrir eso fue una revelación, un estallido de lucidez. Comprendí que los filósofos estoicos, Platón, Aristóteles, la sabiduría oriental, se hallaban interconectados. Esa certeza de que el mundo es un lugar peligroso y hostil fue para mí un hallazgo colosal. Eso me quitó el miedo, ese sentimiento de horror que afecta a muchas personas cuando reparan en la indiferencia del cosmos hacia el ser humano. Advertí que el dolor era tan natural como la felicidad. 'Revolución' está impregnada de esa visión de las cosas. Martín Garret ve el mundo de esa manera. Presencia cómo fusilan, matan, ahorcan, pero él está viendo otras cosas. Está viendo todo eso como parte de una aritmética cósmica, donde no hay dioses, solo leyes naturales. Es lo que nos enseña Lao Tsé sobre el ritmo natural del cosmos.

—Es una reflexión muy inteligente, pero reconozco que a mí me afectan mucho las pérdidas, y la muerte me parece, como decía Pascal, el horror del universo.

—Sí, pero Pascal también decía que cuando españoles y franceses se matan o se debate sobre el bien y el mal solo hay un tercer hombre capaz de verlo con ecuanimidad, un tercer hombre indiferente. La ecuanimidad te muestra que no hay nada definitivo e inequívoco. Yo he visto a combatientes que se comportaban heroicamente por la mañana y que por la tarde violaban y mataban a prisioneros indefensos. Eso no es teoría, sino experiencia. Algo que yo he presenciado. Saber que la vida no es buena ni mala, sino vida, te ayuda a soportarla. Esa serenidad ante el mundo es reconfortante. Yo intento trasladarla a mis novelas.

—¿Y por qué ha ambientado la novela en la Revolución mexicana?

—Porque hay que elegir lugares donde las novelas puedan funcionar. Una novela es un mecanismo que se construye con herramientas. Si yo quiero contar una historia de iniciación, una historia de amor, una historia de lo que sea, una historia de violencia o de venganza, primero busco un territorio y un tiempo donde pueda ambientarla y hacerla creíble. Luego busco los personajes que encajen en esa historia: un joven, una mujer, alguien con experiencia. A continuación escojo un punto de vista: primera persona, tercera. Juego con las distintas posibilidades. Después viene el paisaje. Con todas esas herramientas, construyo la novela. El México revolucionario es un inmejorable escenario para un joven que quiere aprender, comprender. La idea de revolución aún se hallaba virgen, pues no se había producido la rusa. Es la primera revolución en que los pobres se sientan en la mesa de los ricos y estos los adulan y agasajan. Las revueltas de la Edad Media acababan con grandes matanzas de campesinos, pero aquí no es así. Los ricos se inclinan ante los pobres porque les tienen miedo. Para mí es un momento histórico muy interesante, pero además es un contexto en el que me siento muy cómodo: Pancho Villa, los tiros, las soldaderas. Podría haber ambientado la historia en las guerras napoleónicas, el Caribe o una colonia portuguesa en África, pero pensé que el México revolucionario era la mejor alternativa.

—¿Influyó que uno de sus bisabuelos fuera ingeniero de minas?

—Sí, esa es una de las razones por las que escribí 'Revolución'. Mi bisabuelo fue ingeniero de minas en Linares y ahí nació mi abuela. Después dirigió las minas del conde de Romanones en Cartagena, donde nació mi padre. Su mejor amigo de la escuela de minas se fue a México a trabajar en el norte y le pilló la revolución. En sus cartas hablaba de Pancho Villa y los revolucionarios. De niño oí muchas veces esa historia.

—He disfrutado mucho con su novela.

—Eso es lo fundamental.

—Además, me acordaba continuamente de los westerns de Sam Peckinpah y Robert Aldrich. Sobre todo de 'Los profesionales', con una atmósfera muy parecida a la de 'Revolución'.

—Hay mucho cine en esta novela. Yo soy muy cinéfilo. Mi novela 'Sidi' es John Ford en la frontera del Duero. Hay caballería e indios, que en este caso son los moros. El cine está muy presente en mi vida. Debo de tener unas 5.000 o 6.000 películas en DVD y Blu-ray. Cada noche veo una o dos. Ahora, con las plataformas, hay incluso más variedad de títulos. El buen cine —Hawks, Ford, Peckinpah— me ha enseñado muchos trucos. Me soluciona muchos problemas narrativos. Le pongo un ejemplo. Si en 'Eva', la segunda novela de la serie de Falcó, introduzco al protagonista en un cabaret de Tánger, no necesito describir cómo son los cabarets, como hacían los novelistas del XIX, porque el lector ya dispone de una enciclopedia audiovisual muy importante, muy potente, que yo comparto con él. El lector, con su memoria visual, me ahorra la descripción, el detalle, la reiteración, y yo puedo dosificar los efectos, dejar caer una frase, un gesto, una mirada, un paisaje. Lo que sería página y media en una novela de Walter Scott a mí me ocupa una línea o línea y media. El cine también me proporciona elementos como el corte, la elipsis, el suspense. Esta clase de ardides proliferan en los "best sellers", tan denostados, pues son herramientas muy eficaces.

—¿Piensa que hay una línea que separe la alta literatura de la literatura menor?

—Claro que no. Como ya dije, crecí entre dos bibliotecas y eso me ayudó a descubrir que esa distinción es absurda. Usted es tintinófilo. ¿Piensa que Tintín es mala literatura? No, es una obra maestra. Es ridículo afirmar que Dostoievski y Stendhal son literatura y Hugo Pratt y Agatha Christie no. Me parece una estupidez situar a Jean-Luc Godard por encima de John Ford. Por cierto, también me gusta mucho Astérix. Aunque es inferior a Tintín, tiene álbumes excepcionales, auténticas obras maestras como 'La hoz de oro' o 'Astérix legionario'.

—Leyendo 'Revolución' me acordaba mucho del teniente Blueberry, especialmente del ciclo ambientado en México, que empieza con 'Chihuahua Pearl' y acaba con 'Angel Face'.

—Me encanta Blueberry. Lo leí en francés, mientras veraneaba en la Borgoña en casa de unos amigos de mis padres. Es un cómic espléndido.

—Dado que antes ha dicho que el cine le ayudaba mucho como narrador, quiero señalar que cuando aparecía Pancho Villa en su novela me venía a la cabeza el Wallace Beery en 'Viva Villa!', una película de 1934.

—Wallace Beery es estupendo, pero 'Viva Villa!' no es una buena película. 'La soldadera', con Silvia Pinal, en cambio, sí es una buena película. Es durísima, tristísima. Y 'Viva Zapata' tampoco está nada mal. La de Antonio Banderas es malísima. Por el contrario, 'Reed: México insurgente', un documental, es muy interesante. No hay buenas películas sobre la revolución mexicana. En cambio sí hay buena literatura y me fue muy útil. Yo conozco muy bien México. De hecho, 'La Reina del Sur' es una novela mexicana y escrita en mexicano. Yo no quería hacer una novela escrita por un turista que solo conoce el país desde fuera. Mi propósito era alumbrar una novela que pudiera haber sido escrita por un mexicano. El habla mexicana me fascina. Me parece de una brillantez asombrosa. Su osadía lingüística es extraordinaria. Admiro su humor, sus refranes, su capacidad de inventar neologismos. Me encanta oír a los mexicanos, pero había un problema de cara a la novela. Aunque yo conozco el habla mexicana de hoy, 'Revolución' transcurre entre 1911 y 1920. Por eso leí todo lo que se había escrito sobre el tema. Novelas modernas, como 'Gringo viejo', de Carlos Fuentes, o 'Escuadrón Guillotina', de Guillermo Arriaga, pero sobre todo las novelas mexicanas de la época: Vasconcelos, Azuela, Nellie Campobello. 'Los de abajo', de Azuela, es extraordinaria. Ahí el pueblo sí habla como en la época de Villa. Hice un saqueo sistemático de esas novelas en cuanto a léxico y en cuanto a refranes, expresiones, giros... Quería que el lector oyese hablar al mexicano de entonces. No me conformaba con que simplemente leyese. No habla igual un abogado como Madero que un campesino. En el argot hay expresiones brillantísimas, como "van a sobrar sombreros", "viene usted de mujerear", "¿quién me ha metido el alacrán en la bota?"...

—Admito que en algún momento he echado de menos un glosario para comprender algunas expresiones.

—Ya, pero eso no se puede hacer. Es una novela. Eso sí, los traductores se van a volver locos. Imagínese al traductor chino, croata o israelí. El otro día me mandó el traductor chino de 'Línea de fuego' una lista de expresiones que no entendía. ¿Qué significa "por mis cojones"? ¿Qué significa "me cago en la", "vete a mamarla"? El tío se volvía loco. 'Revolución' va a ser muy problemática para los traductores.

—¿Qué opina de las revoluciones como acontecimiento político? Hay gente que las pone muy mal.

—Las revoluciones son necesarias y útiles. Hacen que los canallas no duerman tranquilos. El problema es que todas acaban igual. Suelen suceder dos cosas. El cabecilla acaba traicionado o asesinado, o se vuelve tan canalla y miserable como el tirano al que desaloja. Es el caso de Nicaragua. Yo cubrí la revolución. No he olvidado a los jóvenes luchando, sacrificándose, realizando actos de heroísmo, para que luego Daniel Ortega se convierta en un déspota con una finca espectacular. Salvando las distancias, ha sucedido lo mismo con Podemos. Iban a darle la vuelta a todo y ahí están, disfrutando de privilegios que criticaban en otros. Cuando hay derramamiento de sangre el escándalo es mayor. De todas formas, hacen falta las revoluciones. No solo para que los canallas no duerman tranquilos, sino para que de vez en cuando paguen por sus crímenes.

—Al igual que a Javier Marías, alguna vez le han acusado de misógino por criticar el lenguaje inclusivo o por algún gesto de cortesía.

—Eso es porque no han leído mis novelas.

—Sin duda. De hecho, en 'Revolución' hay tres mujeres extraordinarias. Personalmente, siento debilidad por Maclovia Ángeles, la soldadera o adelita.

—También es mi preferida. Las soldaderas desempeñaron un papel esencial en la Revolución Mexicana. Acompañaban a los hombres, transportando las armas, la comida, los niños. Eran auténticas mulas de carga y a veces disparaban. Cuando perdían a su hombre se buscaban otro, pues no tenían otra opción para sobrevivir. Hay películas muy interesantes sobre el tema. 'Enamorada', con María Félix, que no es una mala película, tiene no obstante un argumento ridículo: una niña pija que se hace soldadera por amor. 'La soldadera', de Silvia Pinal, que ya mencioné, es una gran película. Maclovia es mi personaje favorito, el más querido.

—Es una mujer que habla poco y hace mucho.

—El mexicano humilde habla poco.

—No me cae demasiado bien Yunuen Laredo. Me impactó la escena en que cierra una puerta ante Martín Garret para dejarle muy claro que desea distanciarse de él.

—Yunuen es la típica jovencita de buena sociedad que solo mira por sus intereses. Yo viví una escena parecida a la que comenta. Fue en Irán. Tenía una buena relación con una familia acomodada. En tiempos del Sah el padre era director de las líneas aéreas. Yo era amigo de su hijo y flirteaba con su hija. Después de la revolución de los ayatolás, un día me acerqué a la casa y no me dejaron pasar de la puerta. Y eso que había dormido allí varias veces. El hijo, con barba, me dijo que por favor no volviera a visitarlos, que los vecinos pertenecían a los comités de defensa y los vigilaban, pues estaban muy mal considerados. De repente vi que se abría una puerta y apareció su hermana, con el rostro oculto por un velo. Fue un instante, pues enseguida cerró la puerta. 'Revolución' no es una novela autobiográfica, pero la literatura siempre se nutre de la vida.

—¿Hay algo de usted en Diana Palmer, la periodista estadounidense de 'Revolución'?

—Nada. Me baso en Nellie Bly, pionera del periodismo de investigación y corresponsal de guerra. Bly escribió unas memorias espléndidas: 'La vuelta al mundo en 72 días'. Es el tiempo que tardó, superando los 80 días de Verne.

—Me impresionó la escena en que Diana cede al chantaje sexual de un sargento en un control de carretera.

—Intenté resolverlo con elegancia. Después del episodio, Martín Garret comenta: "Tiene usted un botón desabrochado".

—Una forma muy elegante de contar un incidente escabroso. Sus novelas son perfectos mecanismos de relojería. Se nota que escribe con mapa y no con brújula.

—Soy un escritor muy minucioso. Paso meses planificando mis libros. Acumulo cuadernos, glosarios, notas. Utilizo un aparato muy complejo.

—¿Conserva esas notas?

—Algunas, pero me deshago de la mayoría.

—¿Tiene nuevos proyectos en la cabeza?

—Tengo más proyectos, más novelas en la mente, que vida por vivir. Cada vez que Javier Marías acababa una novela decía que no sabía si haría otra, pero luego la hacía. Yo ahora escojo con mucho cuidado lo que voy a escribir, pues no sé el tiempo que me queda. Siempre hay que elegir. En una ocasión, el mar arrastró a mi hermano y a mi hermana. Tuve que elegir a quién salvar. Seleccioné a mi hermano porque era más factible, pues había unas rocas cerca. Afortunadamente, otra persona puedo evitar que mi hermana se ahogara. La vida es eso. Elegir entre la vida y la muerte. No por capricho, sino por necesidad.

—Zapata solo aparece de refilón en su novela.

—Zapata estaba en el sur, y el sur es muy triste. Yo conozco mejor el norte. Pancho Villa me resultaba más asequible como personaje, y es absurdo pretender abarcarlo todo.

—¿Volverá a México como novelista?

—Tengo entre mis proyectos otra novela ambientada en México, pero no sé si llegaré a escribirla. Si no puedo hacerlo, no pasa nada. Son las reglas. El mundo es así. No es trágico. Hay que asumirlo, como he asumido la muerte de Javier o de mi madre, a la que perdí hace poco. Si te instalas en la serenidad y entiendes que el iceberg del Titanic forma parte de las reglas del cosmos, te invade la serenidad y no te cuesta ceder a una señora tu plaza en un bote salvavidas. No hay botes para todos y es suficiente saber que esa señora recordará tu gesto. Roma se creía eterna, pero cayó, y alguno contempló la hecatombe desde una ventana con un vaso de vino. Yo siempre he querido ser ese hombre, el hombre de la ventana. Pienso en Troya, cuando los aqueos salen del caballo de madera, y los troyanos saben que los van a degollar. Yo me conformaría con ser testigo de aquello. Solo pediría que mi muerte fuera rápida, limpia.

—En la cuestión religiosa, se define como escéptico.

—Abordé ese tema en 'La piel del tambor'. Príamo Ferro, un cura preconciliar, comenta que carece de importancia si tiene fe o no. Mientras haya una anciana que reza arrodillada porque le infunde paz o un enfermo que se consuela pensando en la existencia de otra vida, sabe que su magisterio será útil. Príamo Ferro solo pretende ser la piel del tambor donde resuena la palabra de Dios. Yo estudié en los maristas. Mi madre era muy religiosa. Mi padre no tanto. Mi familia era liberal y republicana, pero no fanáticos. La iglesia católica ha hecho cosas mezquinas, que yo he criticado, pero también ha ayudado a mucha gente y ha proporcionado esperanza. La fe es un engaño maravilloso con el que convivimos desde hace dos mil años. Es necesaria para mucha gente y yo lo respeto. A mí me gusta entrar en las iglesias, presenciar la liturgia, sobre todo si es en latín, pues me recuerda a mi niñez. En lo personal, pienso que si Dios existiera habría que pedirle cuentas por el sufrimiento de tantos inocentes.

—Me encantan las escenas de batallas en 'Revolución', especialmente la final, cuando diezman a la División del Norte. Pienso que están muy bien construidas.

—Yo he estado en combate muchas veces y sé cómo suenan las balas. Conozco el sonido de la guerra y las sensaciones, como el miedo, que nunca aparece en mitad de la acción, sino antes o después. En la guerra no sabes lo que está pasando. Es como lo que cuenta Stendhal al comienzo de 'La Cartuja de Parma'. No sabes quién está ganando. De repente te dicen que corres y corres. O que no te muevas y no te mueves. Mi experiencia personal me ayuda mucho con las escenas de acción.

—Un personaje que me gustó mucho es el mayor Garza.

—Garza es México. En lo cruel, lo tierno, lo feroz. Los mexicanos son así.

—Sarmiento también me gusta.

—Es el indio callado que te mira y no sabes si está pensando en matarte. La mirada de los mexicanos es peligrosa. Alberga mil años de resentimiento. Con Pancho Villa he intentado ajustarme a todo lo que he leído. Era así, con esos estallidos de crueldad, violencia, camaradería, ternura. Es un personaje muy controvertido, pues algunos le consideran un bandolero y otros un héroe.

—Todos sus personajes son muy ambiguos. Pueden ser muy seductores, pero también peligrosos e imprevisibles.

—Es lo que intento, que sean humanos, complejos, creíbles.

—La escena final de 'Revolución' en el vestíbulo del Palace recuerda la atmósfera de 'El tiempo recobrado', de Proust. El tiempo ha pasado, todos han envejecido, la decadencia se ha apoderado de todo.

—Sí, algo hay de eso. Esa sensación es hilo conductor de mi novela 'El tango de la Guardia Vieja', una historia de amor que se despliega en el tiempo.

—Muchos lectores se preguntan cuándo va a salir el próximo Alatriste.

—Sé que hay muchas expectativas. Algunas personas me insultan, diciéndome que no van a leerme hasta que saque un nuevo Alatriste, pero de momento tengo otros proyectos.

—Permítame que terminemos hablando de los clásicos. ¿Cuáles son sus obras de referencia?

—Leo desde los siete años y mi biblioteca consta de 34.000 títulos. Hay que libros que releo continuamente y que son parte de mi estructural vital, como el 'Quijote', los ensayos de Montaigne, las 'Memorias de ultratumba' de Chateaubriand, las 'Cartas a Lucilio' de Séneca, la 'Anábasis', la 'Ilíada', la 'Odisea', todo Conrad, las biografías de Emil Ludwig y Stefan Zweig, Stevenson, London, Conan Doyle. Shakespeare no me ha marcado mucho.

—¿Qué opina de lo que ha sucedido con la Biblioteca Clásica Gredos?

—La Biblioteca Clásica Gredos debería ser un bien público. RBA la compró y solo ha reeditado de mala manera algunos textos. Es el mayor estrago cultural de los últimos años. Sucede lo mismo con autores como Julio Camba, César González Ruano, Jardiel Poncela, que deberían ser más asequibles. El Estado debería asumir esa responsabilidad. Sin embargo, se gasta el dinero en cosas innecesarias

—Vivimos una epidemia de idiotez, como decía Javier Marías.

—Sí, ciertamente. Ahora se habla de la cultura de la cancelación, pero la palabra correcta sería proscripción. A muchos les hubiera gustado proscribir a Javier Marías o a mí, pero los dos tenemos una obra detrás que lo impide. Sin embargo, los escritores jóvenes lo tienen más difícil. Si algún adalid de lo políticamente correcto lanza una campaña contra un autor emergente, puede destruir su carrera.

—Hemos llegado al final de la entrevista. Muchas gracias por su tiempo.

—De nada. Ha sido un placer.

Pérez-Reverte nos acompaña hasta la puerta y se despide de nosotros con la misma cordialidad con que nos recibió. Bajamos hasta el vestíbulo y nos alejamos del Palace. Caminamos hasta la calle Alcalá y allí nos encontramos una réplica gigante del cohete espacial de Tintín. El ser humano quizás es insignificante frente al cosmos, como dice Pérez-Reverte, pero ha aportado cosas extraordinarias: los improperios del capitán Haddock, la locura de Alonso Quijano el Bueno, la cólera de Aquiles, los dilemas morales de Tomás Nevinson y el estoicismo de Martín Garret.

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Audio: https://www.youtube.com/watch?v=Xa2arlH0Og0

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Arturo Pérez-Reverte y el México revolucionario de Pancho Villa: una de sus mejores novelas

Rafael Narbona - elespanol.com - 12/12/2022

Octavio Paz dijo que el mexicano no tiene rostro, sino máscara. Su alma es un recinto hermético e impenetrable. Sospecho que Arturo Pérez-Reverte (Cartagena, 1951) no ha ambientado su última novela en México por azar, sino porque tal vez no hay un país donde el misterio de la vida se manifieste con tanta profundidad y dramatismo, especialmente durante los años de la revolución acaudillada por Pancho Villa y Zapata.

Pérez-Reverte es un narrador extraordinario. Sus tramas fluyen con agilidad desde la primera página y al finalizar producen la melancolía de una despedida, pues cuesta trabajo separarse de unas historias que seducen y conmueven. Sin embargo, no se conforma con eso. Sus novelas están salpicadas de cavilaciones sobre la condición humana, el sentido de la existencia, los afectos y el devenir histórico. Las reflexiones están tan integradas en el texto que pasan desapercibidas, lo cual es una virtud, pues no estorban al relato y eluden lo discursivo y moralizante. Esta forma de proceder ha provocado que algunos críticos hayan rebajado sus libros a mero entretenimiento, pero yo creo que Pérez-Reverte –como demuestra 'Revolución', quizás una de sus mejores novelas– no es un mero urdidor de fábulas, sino un novelista ambicioso que alumbra universos complejos y llenos de matices.

'Revolución' narra las peripecias de Martín Garret, un joven ingeniero español que se incorpora al ejército de Pancho Villa de forma casual, pero que poco a poco se enamora del pueblo mexicano, fascinado por sus grandes cualidades: dignidad, coraje, estoicismo, fatalismo. Simpatiza con la revolución, pero sobre todo establece hondos lazos de afecto con los hombres y mujeres que luchan contra los abusos y la pobreza. Su amistad con el mayor Genovevo Garza, un campesino analfabeto, es algo más que camaradería. Garza le enseñará a convivir con la muerte, a sufrir sin quejarse, a luchar sin miedo, a no rebelarse contra el orden natural de las cosas. La relación con Pancho Villa completará este aprendizaje, revelándole la extraña geometría del cosmos, donde vivir y morir son eventos complementarios que alimentan el flujo del tiempo. Los mexicanos, con su mezcla de crueldad y ternura, comprenden que la belleza y lo terrible se alimentan mutuamente, tejiendo la urdimbre de la vida.

Introducir a un personaje histórico en una novela siempre implica riesgos, pues se puede caer en el estereotipo o la caricatura, pero el Pancho Villa de Revolución resulta convincente y humano. Aunque puede ser feroz y despiadado, no es un bandolero sin escrúpulos. Su objetivo es acabar con la miseria y la injusticia, pero sabe que no podrá conseguirlo sin violencia. No es insensible. Cuando uno de sus más estrechos colaboradores le traiciona, lo envía al paredón, pero se marcha para no presenciar su muerte. Odia a los españoles, pero aprecia a Martín, pues pelea “a lo macho”, sin arrugarse ante el peligro. Las figuras periféricas –los hermanos Madero, Huerta, Carranza– a veces solo son pinceladas, pero nunca parecen falsas o impostadas.

Pérez-Reverte utiliza un botín de quince mil monedas de oro como McGuffin, dosificando su aparición con inteligencia. No es solo un artificio que mantiene el suspense, sino un recurso que esclarece el temperamento de los personajes. Martín Garret nunca muestra preocupación por ese tesoro. Solo quiere explorar, comprender, elegir libremente su camino. Eso sí, nunca ha ignorado que el azar es un poderosa fuerza imposible de controlar. La cita de Joseph Conrad que precede a la novela traza muy bien su perfil psicológico: es el hombre que se adentra en un “desierto sin senderos” y al que se da por perdido, pero que siempre reaparece, transformado y más sabio. O, si se prefiere, un heredero de esos soldados griegos que sudaban bajo el bronce, intentando orientarse en un territorio enemigo.

Los personajes femeninos son uno de los aspectos más atractivos de 'Revolución'. Diana Palmer es una endurecida periodista norteamericana que desea ser los ojos de los que no pueden presenciar los hechos. Yunuen Laredo pertenece a una buena familia y no se deja obnubilar por el romanticismo. No es una niña boba, sino una jovencita que anhela preservar sus privilegios. Malclovia Ángeles acompaña a las tropas revolucionarias como “soldadera” o “adelita”. Es la “hembra” del mayor Garza. Silenciosa, brava, sufrida, acepta con serenidad lo que el destino le reserve. Ama sin alardes, llora sin lágrimas, habla sin palabras. Vive al día, no trafica con la esperanza.

Pérez-Reverte no es optimista. Piensa que la guerra es el mejor reflejo de la “perversa geometría cósmica”. El ser humano vive bajo “la bóveda fría de un cielo sin dioses”. A pesar de esta conclusión tan sombría, 'Revolución' es una explosión de vida: batallas épicas, gestas individuales, lealtades ejemplares, pasiones que flirtean con lo imposible. Una gran novela que evoca los westerns crepusculares de Sam Peckinpah y Robert Aldrich, con sus personajes trágicos y vencidos, pero dignos y valientes. ¿Es Martín Garret Pérez-Reverte? Sin duda, como Flaubert es Madame Bovary.

Aunque su escritura prolífica augura nuevas novelas, hay algo de despedida en esta obra. La escena final de Martín Garret en el Hotel Palace de Madrid nos muestra a un hombre que ha vivido intensamente y no se arrepiente de nada. Que ha bailado con la muerte y ha aprendido a valorar el instante. Que ha descubierto que la fragilidad de la existencia solo acentúa la belleza de las cosas. Que celebra haber pasado por el mundo, dejando huella. La buena literatura siempre es autobiografía y 'Revolución' no se desvía de ese rumbo.

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