Una inolvidable historia de cosacos
Nada hay más poderoso narrativamente que los mundos de frontera. Allí suelen darse situaciones extremas, perfilándose en ellas una clase de personaje que siempre me interesó mucho; primero como lector, después como reportero y al fin como novelista. Héroes cansados o cerca de estarlo, mercenarios de sí mismos fieles a sus propias reglas; gentes de singulares lealtades, capaces —a veces en la misma jornada— de actos heroicos y de hechos abyectos o atroces. Pura condición humana, a fin de cuentas. Moviéndome por ese complejo mundo de fronteras, observando a esos hombres y mujeres, haciéndolos material de trabajo y también, en ocasiones, amigos míos, comprendí muy pronto que hay lugares y momentos donde la crueldad, la violencia, las pasiones y los odios son tan naturales como el amor, la generosidad o la ternura.
Desconocer —o pretenderlo— la naturaleza del ser humano y del duro mundo donde nace, ama, odia, trabaja, lucha y muere es negar la comprensión de un problema complejo llamado vida. Y eso es, incluso, más peligroso que la violencia o el mal. Ignorar, despreciar o condenar lo que no encaja en el canon social o moral de cada momento —por otra parte, tan inestable y cambiante siempre— genera individuos maniqueos, limitados, propensos a situarse fácilmente en los extremos propios de cada momento. Haciéndolos, así, incapaces de entender lo hermoso y lo terrible de su propia y, a fuerza de humana, contradictoria naturaleza.
Pensaba en todo eso estos días al releer 'Taras Bulba', más de medio siglo después de la primera vez que lo hice. Al tener en las manos esta nueva edición de una novela que, como tantas otras leídas en la juventud, fue muy reveladora para el lector que en esos años se asomaba por primera vez, a través de los libros, a la sorprendente gama de grises que dibuja el ambiguo corazón del ser humano.
Pero además de la memoria personal del lector que fui —y que confío en no haber dejado de ser todavía—, hay otros elementos que dan a esta novela de Gogol, hoy casi olvidada, un carácter actual, didáctico incluso para cualquier lector. Y no sólo por ilustrar de un modo asombroso la historia de las fronteras móviles del Cáucaso, las luchas continuas entre rusos, ucranianos, turcos y polacos, su compleja nacionalidad cambiante, sus leyendas, su duro paisaje… Además de todo eso, que no es poco, esta excelente novela encierra en sí misma la clave de muchas de las humanas contradicciones, de los rincones oscuros del ser humano a los que antes me refería.
Empecemos por el autor mismo: Nikolái Gogol, nacido en la provincia de Poltava, en el corazón de una Ucrania donde pasó su infancia y juventud para trasladarse después a San Petersburgo, donde escribiría en ruso porque deseaba triunfar en la poderosa capital de la gran Rusia. Sin embargo, pese a ese exilio deliberado, la memoria y las costumbres de su tierra natal iban a seguir interesando al escritor a lo largo de toda su carrera. 'Taras Bulba' es quizás el mejor ejemplo de ello, pues la historia de Ucrania, escrita en ruso, se trasluce con nitidez a través de su protagonista: un veterano cosaco que encarna el ideal del héroe valiente, libre e inevitablemente dotado por el autor de una aureola trágica y romántica, como corresponde al gusto de la época. Porque al leer 'Taras Bulba' conviene tener presente que fue escrita hacia 1830, en pleno Romanticismo. Es decir, en pleno torrente de ideas y relatos que ensalzaban el pasado. Cuando las palabras “identidad” y “nación” eran renovadas con flamantes mitologías y por doquier se agitaba la bandera de los pueblos oprimidos que, luchando por su independencia y libertad, veneraban a personajes reales pronto convertidos en leyenda, como lo fueron Lord Byron o Simón Bolívar.
El momento de la escritura de 'Taras Bulba' es también el tiempo de la última gran épica al otro lado del océano, en el continente norteamericano y sus vastas llanuras, cabalgadas como en las estepas del este europeo por hombres duros que trazaron su vida a sangre y fuego. Empezaba por esas fechas la fiebre del oro en California, y daba los primeros pasos propios el "western", que pronto popularizaría de modo extraordinario la literatura y luego el cinematógrafo. Porque, efectivamente, la literatura los creó; pero fue el cine el que, con su inmensa potencia social, consolidó esos dos tipos singulares de héroe a caballo que llegan hasta nuestros días: el vaquero y el cosaco.
Hoy es difícil imaginar la impresión que hace sesenta años sintió este jovencísimo lector de Gogol cuando acudió al estreno, en la sala del cine Mariola de Cartagena, de 'Taras Bulba', la adaptación en cinemascope de la novela, leída solo unos meses antes en la colección Universal de la editorial Calpe. Una superproducción a todo color con interpretaciones estelares. Yul Brynner, nada menos, gran estrella del momento, era Taras Bulba; un papel que parecía hecho a medida para él, pues, aunque nacionalizado americano, había nacido en Vladivostok, de padre ruso y madre moldavo-ucraniana. Interpretando al rebelde hijo del cosaco, la película contaba con otro actor de moda en ese momento, el apuesto Tony Curtis. Y cerrando el triángulo de actores estaba la bellísima actriz austríaca Cristina Kaufmann, que interpretaba a la princesa rusa enamorada del joven cosaco ucraniano. Y, por cierto, sus irresistibles ojos azules no sólo enamoraron al personaje, sino también al actor, quien, tras un escándalo que desbordó el plató y paralizó el rodaje, pues con diecisiete años ella era menor de edad, terminó abandonando a su mujer para casarse con la joven actriz. Pero ésa es otra historia.
O tal vez, en el fondo, no sea del todo otra historia. Al fin y al cabo, eso también alimenta la literatura: pasiones, lealtades y deslealtades, mujeres hermosas y hombres valientes, una historia de amor apasionado y una despedida. La caballería cosaca, sables en alto con el vodka en el cuerpo suficiente para calentar los últimos cien metros antes de matar y morir. Historias y personajes, cine, literatura, imaginación, que inevitablemente calarían hondo en aquel lector y espectador asombrado que, entre películas y libros, creció admirando a un tipo de héroe tal vez imperfecto, no el más honesto ni el más piadoso, pero valiente y fiel a sus propias reglas.
La misma palabra en cosaco —“kazajo”, en ruso, del turco "kazak", que significa “aventurero” u “hombre libre”— ya contiene, de partida, esa complejidad enriquecedora en la vida, el cine y la literatura. Utilizados como mercenarios por polacos y rusos, los cosacos cabalgaban a un lado y otro de las fronteras en incursiones sanguinarias. Eran salvajes y luchaban bajo la bandera de quien mejor pagaba, pero tenían sus propios códigos. Tan singular historia se extiende desde los tiempos de Iván el Terrible hasta la adhesión de las huestes cosacas a la causa zarista, pasando por la retirada napoleónica de Moscú. Donde, por cierto, el soldado Nicolás Bobrowski, abuelo del polaco Joseph Conrad, escritor como Gogol de origen ucraniano, casi murió de inanición al final de la campaña de Rusia, tras la desastrosa retirada de 1812.
Ya en tiempos más cercanos a los actuales, el concepto y la imagen del cosaco se fue modificando a impulso de las nuevas guerras. La Revolución Rusa los dividió entre los ejércitos blancos y rojos. Y más tarde muchos cosacos fueron persuadidos por Hitler para que combatieran contra Rusia en la Segunda Guerra Mundial, del mismo modo que se vieron, antes y después, sometidos a las persecuciones de Stalin. Más tarde, su legendaria libertad y bravura los llevaría a tomar parte durante la era Yeltsin en la campaña de Chechenia. Y en fechas más recientes los vimos actuar y pelear, ya sin pizca de romanticismo literario ni cinematográfico, integrando grupos paramilitares que lucharon junto a las tropas rusas durante la invasión de Georgia en 2008, o en la anexión armada por parte de Rusia de la región ucraniana de Crimea en 2014. De algún modo, la reciente guerra de Ucrania de 2022 ha vuelto a llevar a los cosacos al plano de la actualidad.
No es posible, en suma, mayor vigencia para esta historia de personajes legendarios, recios jinetes pobladores de una región extensa, lejana y fértil en leyendas y fronteras, azotada por incursiones atroces entre pueblos que no pueden dejar de luchar entre sí porque nunca tuvieron tiempo para olvidar: Turquía, Polonia, Rusia, Ucrania… Piezas de un eterno ajedrez que se disputa desde hace siglos sobre un tablero de duras estepas y orillas donde van a morir viejos ríos llamados Ural, Don, Volga, Dniéper, y en cuyas márgenes nacieron grandes y temibles huestes guerreras. No es extraño, por tanto, que los cosacos, orgullosos de su libertad de servir al señor que más convenga, impredecibles, valerosos y fieros, hayan dado a la literatura y el cine, desde Tolstoi y 'Los cosacos' a Gogol y 'Taras Bulba', desde la elegante estrella del cine mudo John Gilbert hasta el polifacético Yul Brynner, algunos de los relatos más apasionantes de la literatura universal.
Y ahora, con usted, afortunado lector, 'Taras Bulba'. La historia del primer cosaco.
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